Las revelaciones de Menem sobre el apoyo del Papa a los indultos, los testimonios en el juicio de Bahía Blanca que involucran a un sacerdote y un obispo y la publicación en Roma de un libro descargo del ex Nuncio Pio Laghi vuelven a plantear el rol de la hegemónica Iglesia católica durante los años trágicos. Laghi reparte culpas entre el Episcopado, que el libro define como pusilánime y cómplice con la dictadura, y el Vaticano, que hizo primar la razón de Estado. La apertura de los archivos obispales y vaticanos es necesaria para terminar de armar este rompecabezas gótico. El libro de Laghi guarda silencio sobre "El Silencio", la isla que el Arzobispado vendió a la ESMA para montar un campo de concentración. |
Por Horacio Verbitsky La revelación del presidente Carlos Menem acerca del apoyo del Papa Juan Pablo II a su decisión de indultar a los ex dictadores Videla, Massera & Cía., las audiencias por la verdad iniciadas por la Cámara Federal de Bahía Blanca, donde varios testigos involucraron como encubridores a un obispo y un sacerdote, y la publicación en Roma de una historia oficial sobre el ex Nuncio Pio Laghi (Bruno Passarelli, Fernando Elenberg: Il Cardinale e i desaparecidos. Societ editrice Edi2000, Roma, 1999) volvieron a plantear en los últimos días el rol de la hegemónica Iglesia católica durante la mayor tragedia de la historia argentina. El silencio vaticano sobre el indulto parece confirmar la veracidad de la afirmación presidencial. En el juicio de Bahía Blanca varios ex alumnos de la Escuela Técnica secuestrados cuando eran adolescentes denunciaron el "encubrimiento eclesiástico". Uno dijo que el sacerdote Aldo Vara visitaba en el Cuerpo V de Ejército a los seis estudiantes que antes habían sido torturados en el campo clandestino de concentración "La Escuelita", "nos traía galletitas, cigarrillos, nos preguntaba cómo habíamos llegado ahí. Pero no les avisó a nuestros padres, como le pedíamos". Otro narró que el arzobispo Jorge Mayer, les dijo a sus padres que "algo habrán hecho" los secuestrados. Varios prelados prometieron a los padres de la detenida-desaparecida bahiense Elsa Alicia Nocent interesarse por la muchacha ante las autoridades. Pero el secretario particular del arzobispo de Paraná, Gerónimo Fernández Rizzo, les advirtió que no debían usarse "los derechos humanos como un instrumento político, ya que la subversión continúa asesinando a mansalva para imponer la dictadura comunista". Ante un reclamo del padre de la desaparecida a la Conferencia Episcopal, su entonces presidente, Raúl Francisco Primatesta, interpretó que Fernández Rizzo "no ha tenido la intención de molestarlo" y negó que la hiriente respuesta implicara que "el fin justifique los medios". "Pusilánime y cómplice" Otra pieza de este rompecabezas gótico, que recién terminará de armarse cuando se abran los archivos obispales y vaticanos, es el libro descargo de Laghi, publicado en octubre de este año por dos ex corresponsales en Roma de Gente y La Prensa. El volumen acusa de "pusilánime" y "cómplice" a la Conferencia Episcopal Argentina y señala que tampoco el Vaticano hizo todo lo posible por detener la mano criminal. Su tesis es que Laghi quedó atrapado entre ambas pinzas, lo cual le impidió ser más efectivo en la defensa de los derechos humanos, ya que su rol institucional no era la denuncia pública. Aunque sostiene que Laghi no podía interferir con las decisiones del Episcopado, el relato demuestra que podía darle órdenes. Cuando Laghi supo que la ex presidenta Perón fue maltratada por sus captores en la residencia neuquina donde había sido recluida, "envió a El Mesidor al presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Tortolo", para confortarla. Apenas tres semanas después de la presentación de "El Cardenal y los desaparecidos" el Papa aceptó la renuncia que Laghi había presentado en 1997, al cumplir los 75 años reglamentarios. Esto sugiere un cierto grado de malestar por el reparto de culpas entre el Episcopado local y la Santa Sede. El texto contiene inexactitudes, propias de la distancia con el país. Se refiere a Abel Medina en vez de Abal Medina, yerra en un año la fecha del asesinato de Rodolfo Ortega Peña; rebautiza Rodolfo al sacerdote Carlos Mujica y le atribuye legitimar el uso de la violencia, la misma acusación infundada de quienes le quitaron la vida. También centuplica hasta 150 mil la cantidad de jóvenes encuadrados por Montoneros. Tampoco le faltan contradicciones. En la página 50 afirma que los militares presionaron por el alejamiento de López Rega porque no aceptaban delegar la lucha contra la subversión "en una organización paramilitar como la Triple A", pero en la 58 sostiene que la Triple A era "una cobertura para la represión ilegal desencadenada por los comandantes militares". También dice que el actual obispo de Morón, Justo Laguna, es "famoso por sus críticas al Proceso y a los militares" y sostiene que el centenar de almuerzos que compartió con los secretarios generales de las Fuerzas Armadas fueron para solicitar información sobre los detenidos-desaparecidos. Pese a que, según el propio Laguna, "nunca pudimos obtener un dato, ni siquiera mínimo, nada", las sobremesas se extendieron durante los siete largos años que duró la dictadura militar, lo cual muestra una paciencia verdaderamente bíblica. No obstante, el libro es útil, por el amplio acceso que Laghi les ha dado a sus archivos, recuerdos y álbum de fotos. No deja de llamar la atención que una obra dedicada a la acción de Laghi en la Argentina muestre al cardenal con Teresa de Calculta, George Bush y Ronald Reagan pero no con Videla o Massera. También son de interés los testimonios que incluye de algunos obispos como Laguna y Jorge Casaretto. Ambos asistieron a la presentación en Roma del libro, que les permite tomarse desquite por la derrota de su planteo al Episcopado en favor de una autocrítica: hace tres años el documento "Caminando hacia el tercer milenio" rehusó "admitir responsabilidades que la Iglesia no tuvo en esos hechos". Frente a las infamias de los militares en el poder, dicen los autores, "las respuestas del Episcopado argentino fueron absolutamente insuficientes y caracterizadas por una paralizante pusilanimidad". La Conferencia Episcopal en pleno se opuso a la creación de una Vicaría de la Solidaridad como la chilena, en contra de la opinión de Laghi. La muerte del obispo de La Rioja Enrique Angelelli fue "sin duda alguna un homicidio" y sobre la base del informe de Laghi el Vaticano estaba preparado para expresar su "fuerte e inapelable condena", cuando "el cardenal Aramburu declaró que no había pruebas concretas para hablar de un crimen". Reglamentar los derechos humanos Entre "los más extremistas" incondicionales de la dictadura militar el libro descargo de Laghi menciona al arzobispo de La Plata Antonio Plaza, quien pidió a los fieles que oraran por los gobernantes y atribuyó las denuncias sobre lo que ocurría a "versiones falsas e infundadas que ponen en circulación quienes se escaparon para refugiarse en Europa". El arzobispo de San Juan Ildefonso María Sansierra dijo con "morbosa ironía" que los derechos humanos eran respetados en las cárceles argentinas, "de donde me permiten salir sin problemas"; el de Rosario, Guillermo Bolatti, reclamó que se reglamentaran los derechos humanos "para adecuarlos a la emergencia nacional". El obispo de Mar del Plata, Rómulo García, lamentó que el gobierno fuera "víctima de campañas organizadas por quienes niegan la libertad"; el de San Martín, Horacio Bozzoli, reclamó que la radio vaticana censurara la información sobre la represión en la Argentina; el de San Rafael, León Kruk, puso en duda las conclusiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a cuyo ingreso al país se había opuesto el rector de la Universidad Católica, Octavio Derisi. Cuando un ex diputado justicialista pidió al presidente de la Comisión Episcopal y Vicario Castrense que intercediera por un desaparecido, Adolfo Tortolo preguntó qué quería decir eso. --Que lo chuparon, monseñor. --No entiendo, explíquese mejor. --Lo sacaron de su casa y se lo llevaron. --Imposible, no creo que cosas así sucedan en este país. Este testimonio completa el de Laguna, quien narró a los autores que Tortolo defendía la tortura alegando que en la guerra moderna la información jugaba un rol decisivo y que cualquier medio era legítimo para obtenerla. En mayo de 1976, el Vaticano preguntó a Laghi qué pensaba de la solicitud de audiencia que había presentado el ex secretario general de la CGT, Raimundo Ongaro, y cuál era la situación de los presos políticos. Laghi remitió la carta a Tortolo, quien en junio respondió que la audiencia con Ongaro sería "inoportuna" y que los detenidos a quienes visitaba en las cárceles "eran bien tratados" y nunca habían sufrido torturas. Los autores afirman que Laghi recibía cada jornada a unos diez familiares de víctimas de la represión. Sin embargo, el Nuncio "no podía dejar de conceder un mínimo de credibilidad al testimonio de Tortolo". Por eso, dicen, elevó al Vaticano la respuesta de Tortolo "sin agregar comentarios o valoraciones". Es decir, dando sus palabras por verdaderas, pese a que le constaba lo contrario. Luego entregó a Tortolo el agradecimiento del Vaticano por lo que hacía por los presos. Ordenes inmorales Según los autores, Laghi no soportaba al segundo de Tortolo en el Vicariato castrense, Victorio Bonamín, quien exhortó a los militares a tomar el poder "purificados en el Jordán de la sangre". Los capellanes castrenses hablaban el mismo lenguaje y avalaban los abusos de la represión, añaden. Muchos de ellos fueron acusados de asistir a torturas, instar a los prisioneros a colaborar con quienes los atormentaban y de brindar "alivio espiritual a los torturadores y represores". El sacerdote Enzo Giustozzi, miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, recuerda una reunión con sacerdotes de San Isidro a quienes Laghi les planteó el caso hipotético de un militar que confesara haber torturado y se amparara en las órdenes recibidas. "Debo decirle que no puede cumplir esas órdenes porque son inmorales. Y si no está dispuesto a desobedecerlas, debo negarle la absolución sacramental", dijo. El libro menciona también una excepción entre los capellanes. El de la cárcel de Coronda, en Santa Fe, intentó renunciar porque "no podía continuar asistiendo a las torturas, confesar a los autores de tal barbarie y absolverlos porque lo que hacían era necesario para salvar a la Patria, según las justificaciones que aducían sus superiores". Según Casaretto, el arzobispo de Santa Fe, Vicente Zaspe, con el apoyo de Laghi, convenció al capellán de que siguiera llevando la palabra de Dios "a esos pobres desgraciados". El texto no permite inferir si se refiere a los torturadores o a sus víctimas. "Contra el Papa no se puede" Según los autores, el día del asesinato de los sacerdotes y seminaristas palotinos, Laghi improvisó una homilía en la que denunció "la situación de ilegalidad que impera en el país", con "grupos armados que parecen gozar de una inadmisible protección por parte del poder". Pero ni una palabra de Laghi fue publicada en los diarios, debido a "la censura imperante". En cambio la Comisión Episcopal emitió, "casi, un documento de absolución", muy alejado de "la dureza crítica que imponían las circunstancias": los obispos dijeron que "el gobierno y las Fuerzas Armadas participan de nuestro dolor". Los autores también objetan la "tibia" reacción del Vaticano. En conjunto con el Episcopado, la Sede Apostólica hubiera podido generar "un hecho fuerte, importante, de severa advertencia sobre los límites que se habían traspasado y la inadmisibilidad para la Iglesia de ir más allá". Añaden que los militares hubieran reflexionado y se hubieran salvado muchas vidas. Ni siquiera hubiera sido necesario llegar al extremo de excomulgar a los dictadores, como hizo el Vaticano en 1955 con Perón, ni romper relaciones, agregan. "Hubiera bastado una denuncia clara del Papa, con la repercusión mundial que siempre obtienen sus palabras, seguida de la amenaza de convocar a Laghi al Vaticano". En una sección anexa de testimonios, Jacobo Timerman confirma esa apreciación, al recordar una frase de sus interlocutores militares: "Contra el Papa no se puede fusilar". Si Laghi hubiera roto con la Conferencia Episcopal "¿lo habría justificado el Vaticano"?, se preguntan. Es muy probable que no, si se considera que en octubre de 1977, Paulo VI recibió y bendijo a Massera, en ejercicio de lo que el libro llama "la razón de Estado vaticana". Recién en octubre de 1979, cuando ya habían cesado los secuestros y sido asesinadas decenas de miles de víctimas, Juan Pablo II oró en la Plaza de San Pedro por aquellos que "ya no tienen esperanzas de abrazar a quienes aman", pidió que se definiera la situación de los presos y que fueran respetados tanto culpables como sospechosos. El problema principal, concluyen los autores, es que "la parte más influyente de los obispos argentinos", en la opción entre "acompañar a su grey sufriente o colocarse al lado de los responsables de sus sufrimientos, se habían alineado con el poder. Duele reconocerlo, pero así fue". A fines de 1978, Laghi ya había hecho llegar al ministro Albano Harguindeguy 26 listas de desaparecidos y 16 de detenidos, por cuya suerte se interesaba. Estos pedidos de informes, junto con la ayuda para que pudieran refugiarse en embajadas o salir del país algunos perseguidos, a quienes Laghi ayudaba a conseguir el pasaporte y llevaba en su auto diplomático hasta el aeropuerto, es citada como prueba de la dedicación del Nuncio a la causa de los derechos humanos. Pero la carpeta que la familia Nocent entregó al fiscal Hugo Cañón indica que también la denostada Conferencia Episcopal decía interceder "de forma ininterrumpida ante las autoridades a fin de que se informe a las familias sobre la situación de los desaparecidos", según la respuesta del Arzobispado de Paraná. Como prueba de su posición adversa a la dictadura el libro informa que los teléfonos de Laghi estaban intervenidos, que recibió una amenaza de muerte y que el gobierno estuvo por declararlo persona no grata cuando dijo que la represión había descendido al mismo nivel de la violencia terrorista y que sus ejecutores violaban los derechos humanos. No en 1976, sino en 1980. Sobre los partidos de tenis del Nuncio con Emilio Massera el libro transcribe el conocido relato de Emilio Mignone, quien osó transmitir al entonces jefe de la Armada la explosiva calificación de Laghi: "Estamos gobernados por criminales". Massera respondió que le asombraba que Laghi hablara así "porque jugamos al tenis cada 15 días". Laghi sólo objetó la frecuencia de esos encuentros lúdicos, al afirmar que no jugó con Massera más de cuatro veces en seis años. Según los autores, "buscó utilizar ese canal social para obtener alguna concesión para las víctimas de la represión". Otra cosa, que los autores no incluyen, le había dicho Laguna a la revista Noticias: "Lo apasionaba tanto el deporte que hubiera jugado con el demonio". La perseverancia de Laghi en esos encuentros es admirable, ya que según su propio testimonio no producían ningún resultado. La minuta que envió al Vaticano luego de una reunión con el marino narra que según Massera los "militares eran víctimas y no responsables" de la violencia y "si hay gente que desaparece, ello ocurre sobre la tierra y no en el mar". El libro ejemplifica la alegada indiferencia de la sociedad de un modo bien curioso: con la "desinteresada distancia" padecida por los familiares de detenidos y desaparecidos cuando, "desafiando el frío y la lluvia, esperaban días enteros en los jardines de la casa de retiro espiritual María Auxiliadora, en San Miguel, para pedir a la Comisión Episcopal noticias sobre sus familiares desaparecidos". Allí se reunían las siete docenas de obispos, no la sociedad. Anticuerpos Los autores también consideran que fue una imprudencia de Laghi haber bendecido a las tropas militares destinadas en Tucumán, apenas tres meses después del golpe. Según esta biografía oficial, Laghi viajó al epicentro de la Operación Independencia con el único propósito de inaugurar un hogar de ancianos, a pedido de un obispo. Pero en 1985, ante una investigación del Vaticano el general Antonio Domingo Bussi respondió que él lo había invitado para apoyar a las tropas. Para los autores se trata de "una colosal mentira": Laghi fue tomado de sorpresa por la presencia en el aeropuerto de Tucumán de Bussi, quien dispuso trasladarlo a Concepción en un helicóptero militar, dicen. Al descender en Yacuchina, donde operaba la fuerza de tareas Subteniente Barceló, fue rodeado por los soldados que "le manifestaron vivas expresiones de simpatía. En este clima de cordialidad, el segundo jefe del grupo, mayor Juan Durán se aproximó a Laghi y le entregó un papel sucio". Su texto se reproduce en un anexo del libro. Con prosa indudablemente castrense indica al Nuncio: "Ud. tendrá a bien alentar con sus elocuentes palabras a estos sacrificados 'cruzados' que generoso sacrificio con sus vidas (sic) defienden a Dios y a la Patria". Eso hizo Laghi. Al día siguiente ofreció una conferencia de prensa. Según la versión del diario La Razón, dijo que "en ciertas situaciones la defensa propia exige determinadas posiciones, con respeto por los derechos humanos hasta donde sea posible". En esas circunstancias "es aplicable el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que enseña que el amor a la Patria se equipara al amor a Dios". Según los autores los diarios le atribuyeron una frase que Laghi nunca pronunció aunque "reconoce que tal vez debió haber sido más prudente y ahorrarse una improvisación con conceptos que podían interpretarse como demasiado condescendientes". Pero "él era, y aún es, así: un hombre espontáneo, incapaz de no dejarse contagiar por la atmósfera que había encontrado en Tucumán". Cuando se aprestaba a embarcar de regreso a Buenos Aires, Bussi y su Estado Mayor, todos en uniforme de combate, le reclamaron un pronunciamiento sobre la "legitimidad ético-moral de los métodos que usaban en la lucha contra la subversión". Según la crónica del diario La Nación, Laghi habría dicho que "los valores cristianos están amenazados por una ideología que el pueblo rechaza, y la Nación reacciona como cualquier organismo vivo, que genera anticuerpos ante los gérmenes que quieren destruir su estructura y se defiende sirviéndose de los medios impuestos por la situación". Según los autores, Laghi negó haber expresado "la mayor parte" de estos conceptos y lamentó la tergiversación de frases que sí dijo haber pronunciado. Por ejemplo: "Ha penetrado entre los argentinos un virus que es necesario aniquilar, pero hasta donde lo permita el respeto por los derechos humanos". Añadió que los militares manipulaban la prensa a su antojo. "Protesté, pedí una rectificación, pero no me prestaron atención", dijo. Una revelación muy interesante del libro es que el jefe de prensa de la gobernación de Bussi en 1976, Héctor Domingo Padilla, era al mismo tiempo corresponsal de La Nación en Tucumán y autor de la nota citada. En una interesante pieza de estudio para cátedras de ética profesional, el ex funcionario/corresponsal afirma ahora que los militares atribuyeron a Laghi haber dicho que "la doctrina católica consideraba legítimo matar elementos marxistas sin respetar los derechos humanos", pero que en realidad la reunión fue "larga y agitada" porque "el Nuncio, tenazmente no cedió". Ni Laghi dice tanto en su descargo: "Busqué clarificar a los militares algunos conceptos sobre el papel de la Iglesia, sobre el triste fenómeno de la violencia y de la represión y sobre la defensa de los más altos valores morales que se identifican con la fe en Dios, el respeto de la vida, el amor por la Patria y sus más nobles tradiciones", dijo, sin alusión alguna a las presiones y momentos tensos que sus biógrafos describen, citando como única fuente verificable... al autor de la nota desmentida. Los autores también niegan que haya sido Laghi el dignatario eclesiástico "imponente, alto, robusto" ante cuya presencia Bussi llevó al detenido-desaparecido Juan Martín, quien luego prestó testimonio ante organismos de derechos humanos y tribunales de Justicia. El argumento parece más consistente que los anteriores: el electricista fue detenido en agosto de 1976, dos meses después de la única visita de Laghi a la zona de operaciones de Tucumán. La isla El libro menciona la amistad del Nuncio con el embajador de Venezuela, Ernesto Santander, con quien contaba para sacar personas perseguidas del país. Es una lástima que los autores no hayan narrado la más notable de esas operaciones, revelada en estas páginas hace casi una década y lapidaria respecto del comportamiento de la Iglesia en aquellos años. El secretario del Vicariato Castrense, Esteban Grasselli, tramitaba los pasaportes. Laghi lo puso en contacto con Santander, quien concedía las visas. Pero los beneficiaros no eran prófugos de la dictadura militar, sino detenidos-desaparecidos que llegaban a la Curia custodiados por sus captores de la Escuela de Mecánica de la Armada, quienes además les pagaban el pasaje. El mismo Grasselli vendió al grupo de tareas de la ESMA en enero de 1979 la isla "El silencio", del Arzobispado de Buenos Aires, donde Aramburu comía sus asados de fin de semana, para que allí se alojara un grupo de prisioneros de modo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos no los encontrara cuando inspeccionara las instalaciones militares. Una vez utilizada la isla los marinos la volvieron a vender, a una firma comercial, en octubre de 1980. Fue precisamente entre setiembre y octubre de 1980 que Laghi recibió tres veces a María Ignacia Cercos de Delgado. La mujer buscaba a su esposo, el periodista Julián Delgado. Laghi le dio ánimo: el sucesor de Massera, Armando Lambruschini, lo había consultado sobre qué hacer con 40 detenidos, a quienes no deseaba matar pero temía dejar en libertad por temor a que denunciaran lo que ocurría en la ESMA, como ya había sucedido con un grupo anterior, al que Grasselli, Santander y Laghi ayudaron a salir del país. En la primera entrevista le dijo que averiguaría si Delgado estaba entre ellos. En la segunda, "que lamentablemente Julián no estaba en la lista y me pidió disculpas por haberme hecho abrigar una esperanza".
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