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TRANSPARENCY
Por Marta Cichero (*)

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 t.gif (862 bytes) Sucedió en Yoknapatawpha. En 1800, un forastero de nombre Sutpen se materializó sobre su bayo en la plaza de Jefferson, en el condado de Yoknapatawpha. Nadie sabía de dónde había venido y de su pasado nada pudieron averiguar los hombres en el salón de bebidas de la posada de Holston donde se hospedó. La aldea se componía de pocos edificios: el juzgado de paz, un establo, una herrería, la taberna, tres iglesias y treinta mansiones particulares, reducidas a caserío una vez que Sutpen construyó la suya, a doce millas. Tenía sólo veinticinco años pero parecía el sobreviviente de una fiebre mortal o del infierno. Por las mañanas ensillaba su caballo y se alejaba, llevándose la llave de su habitación. A los tres días practicó tiro con dos pistolas en el naipe que había clavado en un pino cercano. Y un sábado a la noche despertó al funcionario local de tierras con un título de propiedad y unas monedas de oro españolas para certificar su posesión de las cien millas cuadradas de la mejor tierra virgen de la zona.

Dos meses después atravesó la aldea seguido por un carretón manejado por un negro, a cuyo lado viajaba el hombrecito de levita, chaleco floreado y sombrero que iba a dirigir la espléndida obra que le dio fama al Ciento de Sutpen. Durante dos años los esclavos construyeron desde los ladrillos hasta las vigas del esqueleto de aquella casa, durmiendo en el barro como caimanes. Sutpen vivió en la casa sin vidrios ni muebles, sembrando las semillas de algodón que le había regalado el general Compson. Ya había entablado relación con algunos hombres de Jefferson y los invitaba a cazar y a jugar a las cartas en los desolados salones de su casa, pero sólo a Compson le contó que al llegar al pueblo tenía una alforja con unos pocos enseres y una muda de ropa. Todo el pueblo sospechaba que había arrebatado las tierras a una tribu de indios ignorantes, negociando con el apoderado de los chickasaw, y que sus viajes se relacionaban con algún botín escondido o el asalto a alguna embarcación de traficantes por el Mississippi, a una hora de galope desde Jefferson.

Un domingo llegó al pueblo con su casaca de siempre. Se dirigió al templo metodista, eligió a Coldfield, un estrictísimo comerciante de humilde condición, y volvió a desaparecer. Ya estaban acostumbrados a sus rarezas, pero esta vez a su regreso el pueblo dejó de observarlo y lo declaró enemigo público. La carga que contenían los carretones no era sólo ojos de esclavos: eran caobas, cristales, arañas y alfombras de gran valor, expuestos a su paso. "Creo que la ciudad se sintió afrentada porque comprendió que él la estaba envolviendo en su vida, que la forzaba a transigir con la felonía que le había valido aquellos cristales y aquel mobiliario de caoba", cuenta el narrador de Absalón, Absalón, la obra de William Faulkner. Ya no era el viejo Ikkemotubbe, a quien estafó con sus tierras. La ciudad esperó a que sus esclavos instalaran las puertas, ventanas, grifos y vajillas, las arañas de cristal, que extendieran las alfombras y colgaran los cortinados. "Y por último, la probidad cívica no pudo soportarlo más." Una partida compuesta por diez caballeros y el sheriff fue a interceptarlo en el camino: "Buenos días caballeros. ¿Me buscaban ustedes?", les preguntó. Se encaminaba a la posada y estaban seguros de que ese hombre era capaz de cualquier cosa: lo siguieron en procesión, lo esperaron unos instantes allí, donde cambió su ropa embarrada, y también en la casa de Colfield, adonde entró con un ramo de flores y salió sin él. Al cortejo se habían sumado otros jinetes, porque todo el pueblo quería desentrañar un crimen del que sólo veían los resultados. Cuando salió a la calle lo detuvieron y lo llevaron ante un funcionario judicial más custodiado que un esclavo prófugo, pero ya era tarde para investigar el misterio de su enriquecimiento. El comerciante metodista más probo, Colfield, firmaba la fianza de quien ya estaba comprometido con su hija casadera.

Lejos de Yoknapatawpha, en la Argentina sucedieron otras historias. Un diputado justicialista, Marcelo López Arias, defendía con esta frase la designación anticonstitucional de Rodolfo Barra en la Auditoría General de la Nación: "Ahora nos toca a nosotros denunciar". Barra es

ex ministro de Justicia, ex juez de la Corte Suprema, actual titular del ente regulador de aeropuertos y operador jurídico de Menem en reelección y otros afanes. Y comenzaron a trascender los increíbles detalles del escándalo alrededor del Nuevo Banco de La Rioja, donde la provincia puso recursos del tesoro público para sacar del brete financiero al empresario Elías Sahad simplemente porque ejerce su oficio: es amigo presidencial.

El Estado de Yoknapatawpha puede enseñarle algo al Estado argentino: para atrapar a un sospechoso la oportunidad es fugaz. Muy fugaz.

Escritora. Autora de Cartas peligrosas.


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