Por Martín Pérez
Desde Mar del Plata Sucedió el jueves pasado, por la noche. Era la
segunda y última pasada de Nueva Aurora, el film debut de Emile Deleuze hija del
filósofo francés Gilles Deleuze, que había merecido buenos comentarios en el boca
a boca. En otras ediciones del Festival de Mar del Plata, tales referencias hubieran
bastado para generar entusiasmo y sala llena, así como preocupación por conseguir
entradas. Esta vez, en cambio, los cronistas que se acercaron al Provincial media hora
antes de la función con su acreditación en la mano se encontraron ante un hall desierto.
Recién sobre el comienzo de la función, apenas una treintena de personas ocupó sus
lugares. Sin colas ni apretujones, y ante una sala virtualmente desierta, Nueva Aurora
confirmó las buenas referencias. Así como el hecho de que, si el balance final del caos
de cada Festival de Mar del Plata siempre era salvado por la respuesta de la gente y la
pasión por el cine, esta vez ni siquiera eso. A las desprolijidades se sumó la
indiferencia, con una llamativa ausencia no sólo de público sino también de películas,
estudiantes y hasta gente de cine. Un vacío que el año pasado respondió a un
publicitado boicot, mientras que este año apenas si reflejó un año de virtual
parálisis de las actividades del Instituto de Cinematografía y la desaparición de sus
circunstanciales aliados. Con tales antecedentes, en Mar del Plata sucedió lo que tenía
que pasar. Poco y nada. La única razón por la que a esta versión del Festival Mahárbiz
no se puede resumir con el título de Crónica de una muerte anunciada, es
simplemente porque el empresario Aldrey Iglesias responsable privado de la
organización de este festival anunció muy orondo la realización de Mar del Plata
2000 en la gala de cierre del sábado por la noche. Con fecha y todo: entre el 16 y el 25
de noviembre próximos, y con Mahárbiz como director general. Semejante entusiasmo ante
el paupérrimo balance que deja esta primera edición privatizada parece confirmar el
hecho de que para el empresario Iglesias que ha confesado varias veces lo poco que
sabe de cine el Festival es apenas una nueva joya de su imperio marplatense. Y para
regocijarse con su devenir diario, siempre puede leer las noticias a medida publicadas por
el periódico La Capital de su propiedad que fue capaz de titular sin
ruborizarse sobre el gran éxito del Festival incluso en los primeros días,
cuando las entradas vendidas no llegaban al 50 por ciento de las cifras del año pasado.
Extraño empresario es Iglesias, sin embargo, que le pagó 30 mil dólares a Jeremy Irons
para que estuviera presente en una gala de cierre raleada de público cuyo programa
incluía show de Eleonora Cassano, entrega de estatuillas a premiados ausentes y
preestreno de una película de Bernardo Bertolucci, Cautivos de Amor, cuyas entradas
valían la friolera de 25 dólares.Aún corriendo el riesgo de agotar al lector, realizar
una enumeración de las desidias organizativas de Mar del Plata sirve para dar una idea
cabal de los que significó para el espectador común intentar ver las películas del
Festival. Además de títulos que aparecían y desaparecían de las grillas de exhibición
sin mayores explicaciones, la ausencia de invitados derivó en presentaciones inútiles y
vacías. Al presentar SLC Punk en competencia con apenas la presencia de su flamante
distribuidor local, por ejemplo, el director y seleccionador Juan Carlos Desanzo dijo muy
orondo: La elegí porque es una película muy zarpada. Pero la presentación
que mejor representa el desorganizado desparpajo del festival fue la que Sabina Sigler
directora operativa hizo de la norteamericana Los muchachos no lloran:
Esta película ingresó a última hora así que no la vi, pero seguramente pasarán
un buen momento, dijo de un film que cuentala brutal violación y asesinato de una
joven que se hace pasar por un muchacho. Sin embargo, el peor efecto de una privatización
que pareció más bien una entrega sin condiciones fue la calidad de las salas y las
exhibiciones. Parecería que, con el traspaso a manos de Iglesias, el Festival ha dejado
de ser de Mar del Plata sino de su feudo personal. Y como dicho feudo no incluye las
mayoría de las salas comerciales de la ciudad, el hecho de no llegar a un acuerdo con
ellas obligó a improvisar salas aquí y allá. La disputa llegó al punto de que los
otros cines programaron festivales paralelos con films de Todd Solondz y
demás, lo que motivó una sencilla respuesta de Iglesias: durante la toda la semana
pasada, su diario no informó sobre las programaciones de las salas ajenas a su evento. El
efecto de semejante disputa para los resignados espectadores del Festival fue tener que
sufrir las exhibiciones más bochornosas. Cortinas que nunca se cerraban al sol
marplatense como las de la sala Colón o la Neptuno, proyecciones con permanentes
problemas de encuadre como las del Provincial, e incluso ciclos como el de los clásicos
seleccionados por el homenajeado director francés Jean-Paul Rappeneau decididamente
condenados por la falta de un adaptador de los nuevos proyectores a las viejas medidas. En
este último caso, lo increíble es que una vez constatado el problema sólo es
posible ver el film con sus correspondientes subtitulados resignando la parte superior del
cuadro las funciones se continuaron durante toda la semana, sin avisar a los
inocentes espectadores que compraban su entrada para ver, por ejemplo, Un día en el campo
de Jean Renoir con sus protagonistas permanentemente decapitados. El del Provincial es un
caso aparte, ya que la sala fue habilitada provisionalmente para funcionar como cine sólo
durante el mes de noviembre. Ver una película allí resultó un suplicio, algo que
sufrieron en carne propia los directores del film argentino Cien años de perdón. Cuando
comenzó la exhibición del mismo, comenzaron los silbidos porque el proyectorista había
enrollado al revés la película. Una vez en la cabina, los directores se dieron cuenta
que todos los rollos estaban igual, y pidieron disculpas al público por la demora.
Esto es Mar del Plata: films que se enrollan de cualquier manera, y sólo se dan
cuenta que están al revés a la hora de pasarlos, dijeron sus directores, Juan
Ameijeiras y Toti Glusman. Ante semejante panorama diario, si esta edición de Mar del
Plata no fue un lamento continuo es porque nadie pareció preocuparse de nada. Lo más
importante ya se sabía antes de comenzar el Festival: Mahárbiz deja el Incaa en quince
días, y la privatización que ostenta Iglesias incluye la edición del año que viene. El
cine, como corresponde a un Festival cuyo organizador mira de lejos al séptimo arte, fue
lo de menos. Con los elogiados ciclos Contracampo y La Mujer y el cine ausentes sin aviso,
la única sección que dio seguras alegrías fue la de Operas Primas, donde -entre
otros aparecieron films como el ya mencionado Nueva Aurora, La Zona de Guerra de Tim
Roth; o Cazador de Ratas, la sorpresa del Festival. Pero la organización no ayudó
demasiado a que el mejor cine que siempre aparece, aquí o allá tuviese su
público: problemas de salas mediante, los títulos más interesantes salvo
excepciones fueron los menos repetidos. Como muestra baste un botón: cuando llegó
la hora de diagramar la programación del domingo, luego de los premios, dicen que Sabina
Sigler decidió no pasar Las bodas de Dios, merecida ganadora del Ombú de Oro. Y no se
pasó. ¿La explicación? A la gente no le gustó, aseguran que dijo la
directora operativa de un Festival al que ni siquiera lo podía salvar el buen nivel de su
jurado oficial.
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