El
miércoles fui a La Plata. En su plaza principal estaban las Madres. Hicieron un acto por
los presos políticos. El tema siempre olvidado. Fue hermoso ver los rostros amigos:
estaban allí, como siempre. ¡Si habremos aguardado en antesalas para llamar la atención
sobre las injusticias sociales! Junto a esas mujeres de las comisiones pro presos,
infatigables, generosas, con la palabra de aliento entre el ruido de cerrojos, y la
protesta en las manifestaciones frente a los rostros policíacos, momias eternas del
despotismo. O esos abogados de la Liga por los Derechos del Hombre, incansables a través
de las épocas calculando articulados dónde poner la veta del amparo y del derecho de los
perseguidos. En el acto estaban los desocupados, esos, sí, que gozan de libertad pero
esencialmente la libertad de morirse de hambre. Son desocupados, llevan el color de la
tierra y sus ojos norteños, con sus hermosos niños. Entonces allí estaban los dos
aspectos de este espacio que es también la sociedad argentina: los que se les niega la
libertad por luchar contra la violencia estructural y los que tienen libertad pero sólo
para sentir la humillación del marginado. (El jueves a la mañana vi en la tapa de los
diarios a la dama y los señores encorbatados del gabinete del nuevo gobierno que supimos
conseguir. Les miro los rostros: a ninguno los vi jamás visitar una cárcel o formar
parte de una comisión pro presos. Tal vez sea una condición sine qua non para ser
triunfador en el actual país argentino.)
Ya van a cumplirse once años desde que
nuestra sociedad mantiene presos a los jóvenes de La Tablada. Nunca tal vez en mi vida me
sentí tan violentado por el problema ético que significa vivir en un país donde todos
los asesinos del sistema de desaparición de personas que habían actuado con las armas de
la Nación, los organismos de la Nación y las instituciones de la Nación, es decir,
desde arriba y con toda impunidad, se pasean libres por nuestras ciudades en virtud de
leyes otorgadas por los gobiernos de los dos partidos mayoritarios, mientras que a los
jóvenes que intentaron ocupar el cuartel de La Tablada se los había condenado de por
vida en la peor cárcel del país, construida --vaya la ironía-- por el dictador Videla.
De alguna manera se continuaba con otras formas la represión comenzada en 1976. Es decir,
para los de abajo, aquellos que intentaban algo con el riesgo de sus vidas y dando la
cara, el castigo con todo el peso de la ley; para los que en cambio lo hacían con la
impunidad del poder, el descarado perdón público, y ahora los cargos públicos. Más
todavía, a los comandantes se los juzgó con todas las garantías mientras que el juicio
a que fueron sometidos los jóvenes del Movimiento Todos por la Patria careció de valor
jurídico como después lo comprobaría el organismo de derechos humanos de la OEA. La
jueza Martha Herrera, uno de los jueces, ha pasado a la historia del mamarracho jurídico
por los interrogantes de corte francamente macartista a que sometió al sacerdote
Puigjané. Además no se les dio el derecho de apelación a los condenados. Ni siquiera se
investigaron los fusilamientos ni las desapariciones que cometió el represor general
Arrillaga, comandante de las fuerzas militares y policiales. Este último es uno de los
cargos que hace justamente la OEA contra quienes intervinieron en la represión ordenada
por Alfonsín.
Y aquí está la clave. Por qué jamás
nadie, ninguna institución se interesó en investigar hasta las últimas consecuencias lo
ocurrido en La Tablada en aquel año 1989. La pregunta fundamental es por qué el
semanario El Ciudadano que financiaba el sector de Alfonsín calificó una semana antes de
los hechos sangrientos al Movimiento Todos por la Patria como "organización
defensora a ultranza de los derechos humanos" y a la semana siguiente "la
organización terrorista MTP". ¿Por qué ese cambio? ¿El presidente Alfonsín
estaba mal informado o demasiado bien informado? Hay otro detalle tétrico. Cuando el MTP
intenta entrar en el cuartel, Alfonsín nombra represor al general Arrillaga, uno de los
peores verdugos del proceso videliano, nada menos que el autor de la "Noche de las
corbatas" en Mar del Plata. Arrillaga llega de inmediato con sus tanques y
ametralladoras y granadas de napalm a La Tablada. (Fíjese el lector: ante un golpe
militar anterior se envía al general Alais a reprimir, que no llegaba nunca. En cambio
ante los civiles de izquierda, se envía al general probado en el método de la
desaparición de personas, quien llega a La Tablada casi antes que los atacantes.) (Otro
detalle: ante el primer levantamiento del carapintada Rico, el propio presidente Alfonsín
vuela en helicóptero hasta el cuartel para parlamentar contra el infame traidor a la
democracia, en tanto que a La Tablada, Alfonsín concurre recién cuando ya todo está
terminado y se fotografía sonriente al lado de dos oficiales represores y ante el
cadáver aplastado de un joven guerrillero. ¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué ordenó
que reprimiera el Ejército de esa manera bestial y no se llevó del consejo del jefe de
Policía Federal, comisario Pirker, quien dijo que la mejor forma de no causar víctimas
era rodear el cuartel, sitiarlo durante días y reducir la resistencia a cero mediante el
disparo reiterado de gases lacrimógenos?). No, se hizo todo a sangre y fuego. Nunca se
llevó a cabo una investigación sobre los denunciados fusilamientos y desaparición de
miembros del MTP. Pasó a formar parte de las leyendas negras "de eso no se
habla", pero ya vendrá un historiador que vaya paso a paso descubriendo toda la
verdad en una investigación irrebatible. Recuerdo el ambiente que se formó en los
primeros días. El afán de tapar la verdad llevó al periódico alfonsinista El Ciudadano
dirigido por Ramiro de Casasbellas a insinuar la sospecha que quienes habíamos creado el
clima para el ataque de La Tablada éramos "Eduardo Galeano, Osvaldo Bayer y Juan
Gelman" a quienes se nos denominó allí "utopistas patológicos". Una
infame mentira usada por el alfonsinismo para encubrir todas las sospechas que recaían
sobre la culpabilidad de esa matanza innecesaria. A la que agregó un tinte especial el
propio ministro del Interior Nosiglia, quien declaró ante la Justicia que no se había
enterado de los hechos porque casualmente se encontraba en Punta del Este. Además
Alfonsín no quiso declarar personalmente ante la Justicia sino que lo hizo por escrito.
Un derecho, sí, pero no una actitud de quien debería haber ayudado a lograr la verdad,
toda la verdad.
Después comenzó el silencio. Y la cárcel
más abyecta para quienes no tenían voz. Hicimos cien antesalas. Todos los ministros de
Justicia del menemismo nos dijeron: ni. El mismo aparato menemista calló ante la
resolución de la OEA sobre este caso. ¿Justicia? Para qué. También el radicalismo
miró para otro lado. Pero lo que dolió profundamente fue cuando el Chacho Alvarez y la
señora Fernández Meijide, el año pasado, pasaron a declarar enfáticamente que estaban
contra toda medida que oliera a amnistía. Ese día me dio vergüenza ajena.
Preferible ser utopista patológico y no
oportunista patológico.
Hay otros presos políticos en la Argentina:
los hermanos Paz, y los miembros del grupo que atentaron contra el médico torturador
Jorge Bergés (aquí está claro: el torturador, libre y cobrando jubilación del Estado,
los que quisieron hacer justicia porque no hay justicia, en la cárcel). También está el
jubilado Castells que le faltó el respeto al gran consorcio Wall Mart, y los patriotas
latinoamericanos Claudio Molina Donoso y Julio Mera Collazos presos en nuestras cárceles
en procesos de extradición por pertenecer a organizaciones revolucionarias. Claro, para
estar libres hay que llamarse Monzer Al Kassar o Ibrahim Al Ibrahim.
Mi deseo ferviente y democrático es que el
año 2000 nos despierte con todos los presos que nombramos hoy, en libertad. Cuando
recuperen la ansiada libertad les abriré mi casa con empanadas y vino tinto y guitarras y
alegría hasta que alboree la madrugada. |