Por Fernando DAddario Si la realidad se
dejara llevar ligeramente por los prejuicios, habría que imaginar que un padre
dinamarqués y una madre santiagueña fueron determinantes en la construcción de dos
características esenciales en Carlos Hugo Christensen: el sentido de la libertad y la
paciencia. El primer don le sirvió, entre otras cosas, para constituirse en un cineasta
adelantado a su tiempo. La segunda cualidad lo ayudó a sobrellevar el dolor que en los
últimos años le producía la demora en el estreno de su último film, La casa de
azúcar, basado en un cuento de Silvina Ocampo. Entre una y otra se le coló la muerte,
que lo sorprendió a los 85 años con un ataque al corazón en su casa de Río de Janeiro.
Para finalizar su película sólo restaba la mezcla de la música (que compuso Jacques
Morelenbaum, el habitual compañero de tareas de Caetano Veloso), y el doblaje al
castellano, pero la partida de dinero del INCAA se demoró más de la cuenta.Como en
realidad los prejuicios le hacen mal a la realidad, habrá que agregar que su sentido de
la libertad también contribuyó a que perdiera la paciencia. En los años 40 fue un
pionero en la incorporación del erotismo al cine argentino. En Safo, historia de una
pasión (1943) con Mecha Ortiz y Roberto Escalada, y en El ángel desnudo (1946), con Olga
Zubarry y Guillermo Battaglia, se tomó ciertas atribuciones que muchos años después él
mismo consideraría como juegos de niños, pero que en ese momento provocaron
más de un escándalo. La espalda de Zubarry al desnudo, por ejemplo, era demasiado para
la época. Christensen se defendía con el imbatible argumento de la ironía: decía que
una de las cosas que lo habían animado era el estupor que le producía escuchar las risas
de los espectadores cada vez que los personajes de una película se besaban o se decían
te quiero. Era la época de oro del cine nacional. A pesar de que la 2da.
Guerra Mundial provocaba limitaciones para conseguir material fílmico, las películas
argentinas marcaban una clara hegemonía en toda Latinoamérica. Se estrenaba un promedio
de 50 películas por año, y Christensen, un declarado admirador de John Ford y Torre
Nilsson, se codeaba con directores como Lucas Demare y Mario Soffici, entre otros. Como
buen producto de su época, su llegada al cine estuvo ligada al tango y a la radio. En El
Mundo conducía un popular programa radial, que terminó siendo su carta de presentación
en los estudios Lumiton (la Meca cinematográfica de Buenos Aires), donde empezó con buen
pie, trabajando como asistente de dirección en Así es la vida. A los 23 años dirigió
El inglés de los güesos (con Arturo García Buhr, basada en la novela de Benito Lynch),
y luego su carrera fluctuó entre las comedias dramáticas (Los chicos crecen), los ya
citados trabajos con fuerte contenido erótico y algunos policiales más que
interesantes, como La muerte camina en la lluvia (1948), Si muero antes de despertar y No
abras nunca esa puerta (1951).La osadía de varios de sus films y su temperamento fueron
motivo de cortocircuitos con los organismos fiscalizadores de la moral y las buenas
costumbres. En 1954 decidió irse del país. Lo esperaban en México, pero en el camino,
el productor Roberto Acacio lo convenció para que hicieran una película juntos en
Brasil. Trabajaron juntos en Manos sangrientas y fue un éxito. Se quedó entonces en
Río, donde basó su filmografía en la adaptación de textos de autores brasileños,
desde Guimaraes Rosa hasta Drummond de Andrade. También incursionó en el universo
borgeano, con una acertada versión de La intrusa. En los últimos tiempos, la tonada
portuguesa daba cuenta de su largo y voluntario exilio, que engañaba con esporádicas
visitas a Buenos Aires. Anteayer había recibido en Brasil un premio a su trayectoria.
Llegó a su casa de Río, y se acostó a dormir, sin siquiera desarmar la valija. Puede
que haya soñado con La casa de azúcar.
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