Por Diego Fischerman La figura de
Chopin es enigmática. No porque se sepa poco de él. Tampoco porque su música sea
impopular. Más bien todo lo contrario. Pero lo que se sabe oculta tanto como lo que
muestra, y su popularidad se debe sólo a algunos de los aspectos de su música. Entendido
como símbolo más perfecto del romanticismo del siglo XIX y como ejemplo indiscutible de
un arte que demanda un alto virtuosismo interpretativo, podría decirse que el verdadero
Chopin no está ni en el melodista que alguna vez sirvió para musicalizar un teleteatro
con Soledad Silveyra ni en el vehículo para el lucimiento de pianistas sobrehumanos. O,
por lo menos, no sólo allí.El compositor Sergio Hualpa solía señalar a sus alumnos
cómo las bellas melodías de Chopin eran más aparentes que reales y de qué manera era
la armonía la que hacía atractivos a esos encadenamientos de notas. La idea de ilusión,
en todo caso, le sienta bastante bien a una música que en muchos aspectos anticipa la
estética impresionista. Nada, en Chopin, está puesto para lo que parece. Sus
disonancias, por ejemplo, tienen más que ver con la generación de un efecto de color o
de inestabilidad rítmica que con un verdadero papel de tensión o de dilación en la
resolución de un conflicto armónico. Una clave la da el pianista y compositor Ignaz
Moscheles: Escuché tocar a Chopin cuenta en una carta y recién en ese
momento lo entendí; todas esas disonancias que en la partitura parecen duras y extrañas,
cuando él toca, con ese deslizarse sobre el teclado, son como una sombra o una luz difusa
que se filtra sobre la música. Resulta significativo que un contemporáneo de
Chopin se refiriera a su música con términos como luz difusa y que hiciera
referencia a la idea de luz filtrada conceptos que tiempo después servirían para
hablar de Monet o Renoir. Si algo resulta claro frente a la maravillosa integral
recién editada por Deutsche Grammophon es hasta qué punto la obra de Chopin conforma
efectivamente un cuerpo indivisible. A diferencia de otros autores, en su producción no
hay una verdadera diferencia entre composiciones mayores y menores. Tal vez porque todas
ellas son en alguna medida menores. O, quizá, porque Chopin encontró la manera de hacer
arte con esas pequeñas piezas de entretenimiento que alimentaban la vida social de los
salones parisinos del 1830. Para el mundo artístico e intelectual de esa época y ese
lugar, el entretenimiento era una forma del arte. Como lo era la propia vida. Los artistas
vivían su biografía como parte (y a veces parte fundamental) de su obra y para ellos no
había un corte entre sus poemas, novelas y cuadros, y las conversaciones y amoríos que
sostenían aplicando sus enseñanzas. Las mazurkas, valses, polonesas, nocturnos y baladas
de Chopin formaban parte de ese mundo cultural y en todos los casos desarrollan hipótesis
similares con respecto al lenguaje musical. Incluso las sonatas y conciertos o las obras
más abstractas estudios y preludios gozan de esa misma suerte de liviandad
aparente. Entonces, este lujoso álbum de 17 CDs de precio medio (se vende en los
comercios a aproximadamente $ 300) tiene la particularidad de no incluir nada
prescindible. Hasta las canciones juveniles (en que el piano, curiosamente, se limita a un
acompañamiento bastante esquemático) tienen la virtud de completar a la perfección el
cuadro. Un magnífico librito y la calidad sonora de las grabaciones (o las
remasterizaciones, en el caso de grabaciones históricas como la de Stefan Askenase
uno de los maestros de Martha Argerich del Rondo à l krakowiak, registrada en
1959) aumentan los atractivos pero, obviamente, lo importante está en la música. Las
Baladas por Krystian Zymerman, los Estudios por Maurizio Pollini, los Preludios por
Argerich, quien además toca en dúo con Mstislav Rostropovich en las obras para cello y
piano, Arrau en las piezas breves con orquesta, están entre las mejores versiones
grabadas en disco. Y las canciones, por Elzbieta Szmytka y Malcolm Martineau, nunca
habían sido editadas hasta el momento.
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