Por Horacio Bernades Al comienzo de La
niña de tus ojos, los miembros de la troupe protagónica se apiñan dentro de la
camioneta que los trae a la Alemania nazi, y sus rostros se ven felices e ilusionados.
Sobre el final, la misma camioneta los lleva de vuelta, pero ahora van tristes y
magullados. En esa simetría queda condensada, con total economía de medios, la
progresión del film, que comienza como comedia y termina como tragedia. El recurso a la
simetría, uno de los más clásicos con que cuenta el cine para expresar un sentido,
demuestra a las claras la tradición cinematográfica en la que Fernando Trueba inscribe
su film: la del máximo rigor estructural, a la manera de aquellos clásicos de Ernst
Lubitsch o Billy Wilder. De hecho, la historia de La niña de tus ojos remite
inevitablemente a Ser o no ser, superclásico de Lubitsch de comienzos de los 40. Si
en el film de Lubitsch un elenco de teatro intentaba sobrevivir en un país ocupado por el
nazismo, en el de Trueba (que ya en El año de las luces y Belle époque había dado
prueba de fidelidad a los clásicos) es gente de cine la que llega al propio corazón del
Reich.En la historia, es el año 1938, Franco está ganando la Guerra Civil española y
ellos llegan a Berlín con la misión de rodar una de esas gallegadas en las que nunca
faltaban castañuelas y gitanillas. Lo harán en medio de las razzias y con prisioneros de
los campos de concentración como figurantes, cantando cuplés en alemán y en tabernas
andaluzas que más parecen El gabinete del doctor Caligari. Si Lubitsch se reía de
Hitler, incluyendo en su película a un ridículo doble de flequillo, Trueba incorpora a
su ficción al mismísimo Joseph Goebbels y lo reduce a su mínima expresión: la de un
tullido acomplejado y libidinoso. Otra muestra del rigor con que el realizador y sus
guionistas construyen la trama, la tragedia se anuncia de entrada aunque no pueda
advertirse aún su exacta dimensión cuando el todopoderoso ministro de Propaganda
clava los ojos en la estrella española Macarena Granada (irresistible Penélope Cruz).
Confirmando que una comedia no tiene por qué no ser política, a Trueba le basta con
mostrar cómo Goebbels (o Güével, como pronuncia la andaluza Macarena) intenta violar a
la bella para fijar, en una sola imagen, la verdadera naturaleza del nazismo. Más allá
de este trasfondo oscuro, el desarrollo de La niña de tus ojos se encarrila en salerosas
pinceladas de color, con las que realizador y guionistas (encabezados por Rafael Azcona,
expertísimo en estas lides) pintan a los miembros del elenco español. Allí aparecen la
actriz envidiosa, el vano galán que finge heridas de guerra, el decorador gay (Santiago
Segura, de rechupete), el productor que champurrea un alemán imposible, la alcohólica
actriz de carácter (justísima María Rosa Sardá). Y, sobre todo, esa triste, imposible
historia de amor que une al director (un excelente Santiago Resines) con Macarena, quien,
cuando las papas quemen, probará su condición de heroína. Pero hay otros dos
enamorados, menos evidentes, en La niña de tus ojos. Uno, secreto y conmovedor, es el
traductor, cuyos ojos le dicen a la temperamental andaluza aquello que las palabras no se
animan a traducir. El otro enamorado invisible es la cámara, que parecería querer
inmortalizar a Penélope (vista aquí en varios films, entre ellos Todo sobre mi madre, de
Pedro Almodóvar, en que hace de monja que queda embarazada) en pleno esplendor. Enfundada
en un vestido encarnado, los negros ojazos iluminando a pleno el inmenso estudio de la
Ufa, los hombros marcando el vaivén de un cuplé, queda claro entonces quién es la niña
de sus ojos. De los ojos de la cámara, se entiende.
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