La lenta, dificultosa y muy cuidada apertura al público de documentos de los servicios secretos de la ex URSS -que portaron sucesivamente las siglas CHEKA, NKVD, KGB, hoy SVR-- trae algunos asombros. El poeta ruso Víctor Chentalinski indagó los correspondientes a una decena de escritores que aniquiló el estalinismo y encontró que Máximo Gorki, ídolo aparente del poder, gozaba de un frondoso expediente que incluía buena parte de su correspondencia copiada o secuestrada. Amy Knight, autora de una prolija biografía de Lavrenti Beria, descubrió que éste, el más sádico y sanguinario de los jefes de la policía política del Kremlin, llegó a propugnar reformas al sistema algo audaces para 1953, año de la muerte del "Padrecito de los Pueblos". Las actividades de Beria despiertan franca repugnancia. En 1932, como jefe de la policía secreta en Transcaucasia, desató una represión tan feroz que hasta Stalin mismo decidió llamarlo al orden y a Moscú. En plena guerra mundial, no se limitó a deportar a las minorías nacionales del norte del Cáucaso cumpliendo órdenes del jefe: "Si está usted de acuerdo -le telegrafió--, haré los preparativos necesarios para deportar a los balkares antes de mi regreso a Moscú". Beria fue un tenorio de carácter más bien inmundo. Ordenaba a sus subordinados que le trajeran, en general a la fuerza, chicas bonitas para satisfacerse sexualmente. "Es nuestro Himmler", decía Stalin de él. Amy Knight sostiene que Beria, sin embargo, deseaba aflojar el yugo del centro sobre la variada gama de repúblicas no rusas, reducir la escala de la represión, negociar un acercamiento con el mariscal Tito, ese temprano rebelde de Moscú, achicar las tensiones con Occidente, recortar los compromisos externos de la URSS y abandonar la pretensión de un mundo comunista. Insistía así en la idea de la construcción del comunismo en un solo país, o un puñado de países, defendida -ahora sí-- por bombas nucleares. Esta invasión de las competencias de Mólotov, el entonces canciller, se formulaba en medio de una lucha encarnizada por la sucesión de Stalin. Para desembarazarse de su rival más peligroso, Jrushov apoyó a Mólotov y Beria fue arrestado en junio del '53, juzgado en diciembre y fusilado antes por las dudas. De manera irreversible, probó su propia medicina. No todos los secretos inmersos en las entrañas de la SVR son tan siniestros. Algunos equiparan y aun superan la imaginación --o el conocimiento-- de John Le Carré. David E. Murphy y George Bailey, ex agentes de la CIA, y el teniente general Serguei A. Kondrashev, ex capitoste de la KGB, concretaron la aventura de escribir un libro a seis manos: Battleground Berlin, CIA versus KGB in the Cold War. Murphy fue un legendario jefe de la base de la CIA en Berlín, a cargo de las operaciones de espionaje en la URSS y Alemania Oriental; Bailey, ex director de Radio Libertad; Kondrashev, agente de jerarquía en las estaciones Berlín y Viena de la KGB. Los tres conocen a fondo la materia y desenterraron pormenores del caso George Blake. Blake pertenecía a los servicios secretos británicos -SIS o MI-6--. Reclutado por la KGB, supo entregarle informaciones valiosas. La más importante fue sin duda la revelación de que en la Berlín dividida, ingleses y yanquis planeaban construir un túnel que, desde el sector occidental, se internara en el oriental. Su objetivo: monitorear las comunicaciones del mando soviético. En el Londres de 1954, cuando la relación Blake-Kondrashev estaba en su apogeo, el de la KGB buscaba siempre un pretexto plausible para desaparecer y encontrarse con el británico. El 18 de enero de ese año, en su calidad de consejero cultural de la embajada de la URSS, Kondrashev acompañó al aeropuerto a una delegación de ajedrecistas rusos que regresaban a su patria, y pasó el resto del día haciendo compras y viendo una película. Otro agente de la KGB vigilaba su itinerario para detectar un eventual seguimiento por agentes británicos. El contacto con Blake tuvo lugar en la imperial de un ómnibus. Tras recibir el sobre que éste le dejara muy discretamente, Kondrashev se bajó unas paradas después. El sobre contenía una copia al carbónico de las minutas de una conferencia CIA-SIS sobre el futuro túnel de Berlín, celebrada en Londres del 15 al 18 de diciembre de 1953. El Kremlin fue informado de inmediato. Y adoptó medidas extraordinarias de seguridad para cubrir a Blake: sólo tres altos miembros de la KGB sabían de su existencia y ni aun Yevgueni Pitovranov, jefe del vasto aparato de espionaje instalado en Alemania Oriental, conocía la fuente de las informaciones sobre el túnel. A sabiendas de que yanquis y británicos grababan sus conversaciones telefónicas, los soviéticos fingieron ignorar el hecho durante dos años. Sólo en abril de 1956 lo "descubrieron" por "accidente" y también esto fue para proteger a Blake. Los tres autores narran la viceversa, el caso del teniente coronel Piotr Popov, de los servicios de inteligencia militares de la URSS, que la CIA reclutó en Viena en 1953. Dos años después fue transferido a Alemania Oriental y pasaba sus informes a la CIA por conducto de la misión militar británica allí estacionada. Popov -y no sólo-- ignoraba que Blake era uno de los agentes de la misión. Fue descubierto, llamado a Moscú, arrestado, y la KGB quiso convertirlo en triple agente e informante de las actividades y planes de la CIA. Popov aparentó aceptar, volvió a Berlín, contactó a agentes estadounidenses, explicó que se encontraba bajo control soviético y pidió ayuda. Tuvo menos suerte que Blake. La CIA nada hizo por él y fue fusilado en 1960. Volviendo a los archivos policiales encontrados en la provincia de Buenos Aires no hace mucho: abundan las sorpresas en los registros del poder. Esa memoria de su propio ejercicio es implacable y, a la vez, clara prueba de latrocinios, asesinatos, injusticias de cuyo saber el poder se apropia y niega a quienes las padecen. Ese acto es tan antihumano como los crímenes que protege. Es un acto de ladrón, como bien saben los familiares de los desaparecidos que aún no pueden conocer la suerte que corrieron sus seres queridos. Quienes la conocen callan. También ese silencio es un crimen contra la humanidad. |