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Por Hilda Cabrera
Reguerraz es uno de los actores más codiciados por los estudiantes de cine. Esperan su aporte. "Es un trabajo a pulmón", comenta. Cree ser un bicho raro para los productores de televisión, donde ha hecho contadas apariciones. Argentino de padres franceses, vivió en Francia durante diez años, hasta cumplir los 28. "Mis padres se fueron a España y me quedé en casa de una abuela materna. Estudié teatro y debuté con una obra de Marcel Achard. Regresé a la Argentina junto a un grupo de teatro, sin ánimo de quedarme, pero me quedé." --¿Cómo fue ese regreso? --Empecé yendo al Payró con Robertino Granados (que estrenó allí Opus a Buster Keaton, en 1974). Después hice ahí un Shakespeare (La Tempestad, en 1978). Jaime Kogan me vio y me dijo: "No me gustó lo que hiciste, pero tenés pasta de buen actor". Jaime era así, siempre tenía algo en contra. Me llamó para trabajar en Marathon, de Ricardo Monti, y en otra obra que se estrenó ese mismo año (1982), Ivanov, de Anton Chéjov. Después me convocó para Rayuela (la desanudada novela de Julio Cortázar en versión escénica de Monti). Proyectábamos varios trabajos con Jaime, pero murió. Fue una gran pérdida. --¿Qué significa para un actor trabajar en circuitos tan diferenciados? --El teatro me da alegría y creo ser un actor dúctil. Me arriesgo, a veces perdiendo económicamente, como me pasó con Quartett, de Heiner Müller, que estrené en cooperativa. Robert Sturua me llamó para Shylock, que se da en un teatro oficial, y me sentí muy bien. Es la tercera vez que me convoca. Algunos directores saben que no me gusta repetirme. Viví en Francia la experiencia de mayo del '68, y creo que eso me enseñó a romper códigos. Recibí influencias de Jerzy Grotowski, del Living Theatre... Entonces me preguntaba muy seguido por qué me dedicaba a este oficio. Me interesa recrear personajes, por eso me gustó que Sturua en lugar de mostrar a Tubal (un amigo judío de Shylock) de forma realista, lo convierta en una especie de patriarca que llega desde lo más oscuro de la noche. Esto me exige bucear en el cuerpo y en la imaginación. --¿Cree que esta puesta de Shylock, que no rechaza la existencia del prejuicio racial, pero tampoco lo justifica, es antisemita? --Para mí no lo es. Quizá tendríamos que partir de un análisis de la época, de cómo transcurría la vida de los cristianos y los judíos de Venecia. Es un tema complejo. Shylock tiene dos monólogos muy fuertes. Por ejemplo, cuando dice que tanto los cristianos como los judíos se alegran o padecen por cosas semejantes: se ríen si les hacen cosquillas, se mueren si los envenenan, y si se ofenden tratan de vengarse, o cuando les reprocha a los cristianos tener esclavos que les sirven como animales en los oficios más groseros. Lo que pasa es que Shylock aparece como un resentido con ansias de venganza. --¿Trabaja pensando en la reacción del público? --No, aun cuando sé que el público está siempre presente en un actor. Puede ocurrir, y eso es malo, que en una obra cómica uno se sienta tentado a poner el acento en algo que -sabe-- hará reír más. Pero cuando se fuerza la acción, el resultado generalmente es malo. Lo importante es que el público reciba algo. Cuando esto ocurre, se produce un silencio muy especial. No se oyen toses ni movimientos en las butacas. --¿Qué está proyectando ahora? --Por el momento mantengo reuniones, pero siempre ando en proyectos. Fui el primero que estrenó una obra de Bernard Marie Koltès en la Argentina. Compré los derechos de Batalla de negro y perros, que presentamos en Babilonia en 1994. Entonces dudaba entre esta obra y En la soledad de los campos de algodón. Traje también una pieza de Tankred Dorst (Yo, Feuerbach), después de un viaje a Europa. --¿Se instaló en Francia? --No, al principio, volvía cada tanto. Creía tener amigos, pero después no pensé más y me quedé en la Argentina. Acá formé pareja y tuve un hijo. Trabajaba mucho en el Payró. En 1978 estuve en Francia invitado por la Unesco y ahí tomé conciencia de lo que estaba ocurriendo en el país. En el plano político me tocó vivir cosas muy fuertes. La dictadura militar acá, y antes el mayo del '68 en Francia. Aquello era impresionante. La gente desbordaba a los partidos. Los obreros iban a hablar a la Sorbona. El general De Gaulle estaba amenazando con enviar tanques... Fue una revolución sin muertes. (En realidad hubo dos muertos: un comisario que fue atropellado accidentalmente por un camión y un estudiante de 16 años que se ahogó cuando intentaba escapar de la policía.) --¿Qué opina de aquella experiencia? --Era una época de gran desazón. La gente estaba insatisfecha y se rebelaba. Exigía un cambio social amplio, y no solamente una mejora de salarios. De repente, esa ebullición se detuvo y todo se fue muriendo. Después, creo, se convirtió en carnaval. --¿Cuál es su visión de la cultura en Buenos Aires? - -Este ha sido un año bastante malo en cuanto a la asistencia de público. En parte por la recesión y en parte por la tristeza. La gente está metida en sus propios problemas. Y en el plano de los gobernantes, no creo que se interesen realmente por la cultura. Les importan los megaeventos porque eso se ve, pero el conocimiento y el arte no, porque (salvo en intelectuales y artistas obsecuentes) son disciplinas que generan desconfianza, pueden desarrollarse en los márgenes de la sociedad y llegar incluso a molestar.
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