1.
Los autos Duravit tenían alma, puede asegurarse. Y era (casi) cierto que duraban una
vida. Al menos eso parecía a los ojos de aquellos niños de los '60, que juntaban monedas
para las figuritas "Marte Ataca" y los caramelos "Media hora", antes
de que el mundo cupiese en los aparatos de televisión. Algunos egresaron de la niñez sin
lograr que esos autos de plástico duro se rompieran. Estaban hechos con intención de
para siempre --en rigor, ya sabemos que nada es para siempre-- como las muñecas de
porcelana, las bicicletas inglesas, los zapatos Pie Tutoris, las pelotas de fútbol
cosidas a mano. Resistían al agua, al fuego y hasta a las alturas más grandes. Pudo con
ellos más el olvido que la física: ¿cuántos Duravit habrá en desvanes, en cajas que
ya nadie abre, en valijas guardadas en arcones?
Cuando John Lasseter le vendió a Disney la
idea de Toy Story para apuntalar el decidido perfil progre de sus películas infantiles de
los '90, estaba trasladando la lógica de su generación al análisis del modo en que se
entretienen hoy los niños. Lasseter concretó en ese film de animación el mismo truco de
Jonathan Swift en Viajes de Gulliver, sólo que dos largos siglos después. Si Swift
metió a su personaje en mundos manejados por animales que hablaban y pensaban, por
enanitos y por gigantes, Lasseter diseñó una historia en que los juguetes tienen vida,
sólo que cuando los humanos no los ven. El recurso de que los humanos sean mirados,
analizados y juzgados por seres u objetos no es, como se ve, nuevo ni revolucionario. Sin
embargo, le permitió al director bordar una fábula moral a contramano de buena parte de
lo que es hoy el consumo infantil. Lasseter pasó por alto la tentación-Pinocho, es decir
poner en manos de un creador, como en Frankestein, la capacidad de dar vida a los
muñecos. Fue mucho más allá: dio por hecho que éstos tienen vida y metió a los
espectadores de lleno en sus aventuras.
La historia del film inicial era la del
arribo de un juguete nuevo, de la era tecnológica, a la habitación de un niño repleta
de juguetes tradicionales. El choque entre el jefe de la banda de juguetes residentes, el
viejo cowboy de trapo Woody, y el guerrero espacial recién llegado, Buzz Lightyear, era,
en realidad, el choque entre dos concepciones. De un lado, una tradición del
entretenimiento, en la que hay historias y personajes respetables, y productos de nobleza
antigua. Del otro, una industria que repleta el mercado de productos luminosos de
apariencia sofisticada, discurso futurista y días contados, y se impone apoyada en la
repetición televisiva y el merchandasing. Que hace sentir parias a los niños que no
tienen lo que les muestran por televisión esos otros niños felices, actuando alegría
mientras los locutores hablan con signos de exclamación. Los juguetes de aquella
industria nacieron viejos, porque son de una era en que importaba más la calidad que la
novedad. Los juguetes de esta era nacen condenados al olvido rápido. Que luego de varias
escaramuzas Woody y Buzz --un cowboy a la vieja usanza y un cowboy del espacio-- descubran
a lo largo del film que sólo juntos podrán, y se hagan amigos, era esperable desde el
primer encontronazo. El film no pretendía innovar en la forma de contar (ni proponer una
discusión, claro está, sobre la ética de los cowboys y su valiente exterminio de
indios) sino sembrar una semilla subversiva en las mentes infantiles: sugerirles que hay
una vida intensa tras la apariencia de la inmovilidad. Señalándoles, al tiempo, que el
pasado y el futuro pueden darse la mano, que el mañana no llegará para abolir el ayer.
No hubo merchandasing de Toy Story.
2. Como las reglas
han quedado claras en la primera película, Toy Story 2, desde el jueves en los cines
argentinos, redobla la apuesta. Ahora el enemigo será el coleccionismo de viejos
juguetes, es decir aquella ética que respeta tanto, pero tanto, el pasado, que lo
inmoviliza. Logrando con ellos, pingües dineros. El pobre Woody, que se sentía un
ridículo exponente de un tiempo ido portando sombrero ante
un adversario con escafandra, se ve metido en una aventura mayor que la anterior: lo
secuestra un vendedor de juguetes que reconoce en él a una clase de muñecos que ya no se
fabrica. En Japón, pagarán una fortuna por él, que al ser secuestrado viene a completar
un lote de viejos exponentes de la industria artesanal. Woody está convencido de que
será bueno marchar hacia ese destino. Se ha solidarizado, además, con los eventuales
compañeros de ruta, juguetes de su época que nadie compró o, peor, que alguien compró
y un día tiró a la basura. Será en el momento final de decisión que Woody recordará
una idea clave: que un juguete no tiene sentido sin un niño. Que para cada juguete en el
mundo existe un chico y que cada chico merece tener su juguete. (En los '70, el dúo
Vivencia, por otros motivos olvidado, lo había dicho bien, en el tema "Los juguetes
y los niños": "Y mientras los chicos miran/ los juguetes se preguntan/ con
tantos niños afuera/ que hacemos en la vidriera.) La decisión es, además: prefiero el
calor de una vida con afecto --en el film los muñecos saben que su dueño crecerá y que
pueden archivarlos y conocen el peligro de romperse o estropearse-- a la frialdad del
bronce eterno. El malo de Toy Story 2 es alguien que ama demasiado el pasado. No lo ama
porque sí: sabe que puede hacerse negocio revindicando el pasado para detenerlo en
museos.
3. Está claro
que Ariel Dorfman y André Matellard estiraron demasiado la soga cuando al fuego de los
tempranos 70 imaginaron un gigantesco complot del Imperio para transmitir ideología y
colonizar mentes a través de los dibujos animados e historietas. Sin embargo, los errores
en el calibre de la apreciación --repasar, sino, Para leer al Pato Donald, La última
aventura del Llanero Solitario, Superman y sus amigos del alma--, ese irse de mambo tan
típico de la época, no invalidan el método. Aún hoy, analizar qué ideas transmiten
los films, programas y cortos de animación es un ejercicio posible, siempre y cuando se
tenga el tino de no caer en el esquema de las verdades reveladas e irrebatibles. En el
caso del mundo de Disney, las ideas parecen en las antípodas de aquellas contra las que
despotricaban los teóricos de los 70. Desde 1989 a hoy, a partir de La Sirenita, Disney
ha redondeado una serie de películas para niños --entre ellas Aladino, El Rey León, La
Bella y la Bestia, Mulán, Pocahontas, Hércules, Tarzán-- en que la corrección
política, el respeto por las minorías y la denuncia de los abusos del poder se dan la
mano con el sello de la casa, que es la calidad evolutiva del dibujo y, hoy, el dominio de
la técnica de animación por computadoras. Basta ver algunos de los films en el rubro de
los otros estudios para advertir hasta qué punto los nuevos ejecutivos de la casa que
lleva el nombre del reaccionario Walt son productos de una era distinta, abierta a las
nuevas concepciones de la historia. No en vano, el imperio Disney sufre en Estados Unidos
el hostigamiento de los sectores de ultraderecha, que han creído ver el demonio agazapado
en varios de sus films. Sobre todo, porque creen en el Demonio, y por ende se ven
compelidos a buscarlo en todas partes.
Si se acepta con Dorfman and Co. que los
films que impresionan fuertemente en la niñez no sólo originan sensibilidades --¿cómo
no amar los ciervos después de Bambi, los elefantes tras Dumbo, o los dálmatas luego de
La noche de las narices frías?-- sino que además cuelan ideas y percepciones del mundo,
está claro que las chicas que vieron Mulán o Pocahontas tendrán en el alma estímulos
más que diferentes a los de sus abuelas a la hora de resolver las encrucijadas que sus
vidas les planteen. ¿Qué chico sensible aplasta hormigas e insectos con furia después
de ver Bichos o Antz? ¿Qué padres se animan a tirar a la basura esos juguetes que ya no
se usan, después de Toy Story y Toy Story 2?
4. Las películas
para chicos... ¿son películas para chicos? |