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Por Mariana Enríquez Antes de que La Renga saliera al escenario en el estadio de Huracán, ya había comenzado la lluvia. Que arruinó apenas la fiesta, sobre todo porque humedeció las bengalas, y le cortó la inspiración a un novedoso lanzallamas que escupía fuego desde la popular. Pero las 35.000 personas que el sábado se acercaron a la cancha (anoche se concretó la segunda presentación del grupo) implementaron una nueva forma de guarecerse de los chaparrones: arrancar el plástico protector instalado sobre el césped, para utilizarlo como paraguas/techos. Chizzo, el cantante de la banda, salió antes de empezar a tocar para pedirle a la gente que pusiera el protector de césped en su lugar, y es cierto que muchos rengueros, siempre leales, le hicieron caso. Pero cuando el diluvio se instaló definitivamente, las bengalas fueron rápidamente reemplazadas por cuadrados de plástico gris. Muchos valientes, sin embargo, soportaron la lluvia fría con estoicismo. El del sábado fue un show clásico de La Renga. Largo, como siempre, sencillo y emocionante. Puntualmente comenzaron con "El Hombre de la estrella", una elección no muy acertada, porque se trata de una de las canciones más flojas de su regular último disco. Pero enseguida el show levantó vuelo con "Desnudo para siempre" y "Cuándo vendrán", dos clásicos de Despedazado por mil partes, el mejor disco de la banda, una seguidilla de himnos de estadio difíciles de repetir. Quizá una de las características que destacan a La Renga del inmenso revoltijo de lo que con alguna ligereza se ha dado en llamar "rock barrial" sea esa virtud: la emoción. Por varios motivos, por sus letras que se convierten en consignas, repetidas infinitamente en las banderas que cuelgan de los alambrados en cada show, por la dimensión épica de los estribillos, por una actitud realmente honesta, La Renga sabe tocar algo en la gente, y provocarles una fidelidad asombrosa. Puede haber bandas más originales, con más vuelo compositivo, pero hay pocos grupos más emocionantes que La Renga, y discutir eso es ocioso, y hasta prejuicioso. Las 35.000 personas que se acercaron el sábado al estadio llegaban sobre todo del Gran Buenos Aires. Podían leerse las procedencias en las banderas: Grand Bourg, Moreno, Tolosa, Ciudad Evita. Cada bandera ostentaba un fragmento de letra consigna "es que la muerte está tan segura de vencer/ que nos da toda una vida de ventaja". "Cuando el mundo no tiene respuesta o se vuelve incomprensible/ yo sigo acá, insoportablemente vivo". "Y en qué lugar habrá consuelo para mi locura". Los invitados especiales son otro ritual de la banda, pero el sábado hubo algunas sorpresas. Como siempre estuvo Ricardo Mollo, con su guitarra para tocar en "Reíte", pero promediando el show visitó el escenario Pappo, acompañando a la banda en un viejo tema de su primer disco A dónde Me Lleva la Vida, "2 + 2 = 3" y después "Fiesta Cervezal". Más tarde, para "Ser Yo", subió Larry, de Nepal. Además, La Renga presentó dos temas nuevos, "En el baldío" y "El Rey", en los que no se percibe ningún cambio significativo de estilo. La Renga no es una banda que dé sorpresas estilísticas. Pero se les nota últimamente alguna preocupación por lo visual: este show incluyó tres pantallas (es cierto que con un por demás molesto efecto de llamaradas que no permitían ver muy bien) y un muy mejorado juego de luces. Un final de show plagado de a esta altura clásicos como "El Rito de los corazones sangrando" o la coreadísima (ya la banda no necesita cantarla) "La nave del olvido", además de infaltables como "El Final es en donde partí" y "Somos los mismos de siempre", hizo olvidar la lluvia, e incitaron a la algarabía general. Aunque las bengalas humedecidas se negaran a arder.
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