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Por Fabián Lebenglik En la trilogía que conforman las novela Hijo de hombre; Yo, el supremo, y El fiscal, Roa Bastos construyó un monumento/documento verbal sobre el monoteísmo del poder. Omnímodo y coercitivo, el poder está claramente representado y personificado en diferentes momentos del ciclo novelístico. Así como el contrapoder se reparte, por ejemplo, simbolizado en un grupo de campesinos que enarbola la talla popular de un Cristo esculpido por un leproso. En la tradición religiosa paraguaya el poder de la divinidad no se manifiesta en una sola representación determinada sino que puede aparecer en todas partes, porque es de raíz animista. El animismo subyace, sincrético, entre los patrones religiosos impuestos desde la época de las misiones jesuiticas y franciscanas. Pero no sólo en estas cuestiones Roa Bastos resulta una puerta de entrada privilegiada para la comprensión de la cultura paraguaya. La elección de Roa como punto de partida también responde a una cuestión de fondo: la producción más elaborada de la cultura paraguaya es la palabra. En sus obras se comprueba que la patria es la lengua. Y la patria de los paraguayos está repartida entre dos lenguas. El español es la lengua franca, la de la conquista y el poder, la del comercio, la forzosa: una lengua al mismo tiempo ajena y propia. El guaraní es, en cambio, el territorio propio, familiar, afectivo, la contraseña. El bilingüismo, en el Paraguay, es un dato central: sociológico, histórico, político y cultural. No es como el bilingüismo canadiense, por ejemplo, donde inglés y francés tienen un peso y un valor relativamente equivalentes. Los del español y el guaraní, en Paraguay, son territorios desiguales. Pero en la literatura de Roa Bastos el castellano está transformado por la música implícita del guaraní. La sintaxis española está completamente renovada por esa otra lengua que la cambia desde abajo y desde adentro. Este tipo de transculturaciones -así como el proceso en el que tuvieron lugar- es el que se comprueba, visualmente, en la exposición de arte popular paraguayo que se presenta en el Centro Recoleta en estos días. Se trata de una muestra de esculturas, objetos y miniaturas pertenecientes al Museo del Barro, que trazan un panorama desde el siglo XVII, a través de diferentes motivos, como maternidades, procesiones, máscaras, retablos, objetos zoo y antropomórficos, así como imágenes sacras y máscaras. El montaje de la exposición invierte el usual, que en muestras de este tipo suele colocar las piezas contra las paredes. Aquí todas las obras están ubicadas en el centro de la sala sobre un "cantero" de piedras rojas, y se ofrecen a la mirada de un modo teatral, definiendo secuencias temáticas, divididas de acuerdo con la enumeración del párrafo anterior. Las guardas y motivos abstractos aplicados a los objetos exhiben un repertorio limitado. Como todo arte popular heredero de tradiciones prehispánicas, el arte popular paraguayo se corresponde con una práctica que no estaba escindida de la vida cotidiana. En este sentido, la persistencia del animismo no buscaba fijar la divinidad en una figura o imagen determinada. Pero sí se cifraba cada elemento formal y cada pigmento. Hay una función para cada color y para cada forma, atribuibles a prácticas y rituales religiosos. Pero al mismo tiempo hay una referencialidad concreta con el entorno natural, con la flora y la fauna, por ejemplo, con el lapacho y el mono. Los jesuitas, el brazo espiritual de la Conquista, introdujeron con éxito la práctica de la pintura y el grabado entre los guaraníes, pero especialmente la de la escultura, a través de la talla y el modelado. La relación entre el modelo y la "copia" o entre el "original" europeo y la "reproducción" americana se recrea en esta muestra de manera explícita, colocando ambos ejemplos uno al lado del otro y demostrando cómo pueden llegar a diferenciarse hasta el punto que la "versión" reinterprete al "original". La estética barroca, triunfante en Europa, viajaba en la cabeza de los emisarios espirituales de la Corona -la misma Corona que los expulsa a fines del siglo XVIII-. El barroco que los historiadores interpretaron como desviación o anomalía de una forma precedente, equilibrada y pura, representada por lo clásico, fue sin embargo reinterpretado modernamente, por pensadores y escritores del postestructuralismo francés, como Roland Barthes y Gerard Genette, entre otros. Hay un texto clásico sobre el Barroco, escrito por el cubano Severo Sarduy a partir de aquellos franceses, donde el barroquismo es lúcidamente tomado como resistencia al poder: el supuesto esfuerzo antifuncional del Barroco es pensado como opuesto al orden racionalista triunfante. El Barroco americano sería, en esta nueva interpretación, lúdico y erótico: dos constantes que en esta muestra se advierten una y otra vez. "La confrontación entre la cultura española y la indígena -escribe Víctor Casartelli, curador de la exposición- se ha resuelto en formas nuevas que expresan la simbiosis entre la coercitiva acción de los conceptos de arte sostenidos por la conquista y la sutil aunque firme resistencia del indio a los intentos de vaciamiento de la dominación. (...) Ese itinerario de vitalidad bifronte ha señalado un camino que se inicia con las tallas en madera de las imágenes sacras que, en considerable cantidad, fueron realizadas desde principios del siglo XVII hasta finales del XVIII en las reducciones jesuiticas, primero, y en los conglomerados poblacionales regidos por la orden franciscana, después; creaciones que fueron realizadas por los indígenas en base a modelos que copiaban fielmente hasta que, con el correr de los años y al darse el mestizaje biológico y cultural, cobraron estilo propio". (Centro Recoleta, Junín 1930, hasta el 12 de diciembre.) "PARSIMONIA" EN RUTH BENZACAR Por F. L. Cuando una muestra tiene un curador, cosa que en las galerías sucede muy poco, se espera algo más que una lista de nombres. Se espera un guión, una argumentación, un relato que acompañe la selección, una lectura, un "manual de instrucciones"... cosa que aquí no se da. El texto del catálogo, completamente ajeno a la muestra, la coloca en el papel de una pura nostalgia. Más que una nostalgia, la exposición se vuelve un duelo sutil. En este sentido, se trata de una doble debilidad, porque es una exposición claramente epigonal del Rojas. Hasta el punto que algunos de los artistas elegidos ya han exhibido en el Rojas: por el contexto y el capricho de la selección se los coloca como epígonos de sí mismos. La noción de curador implícita en la muestra es la de un seleccionador instintivo, a su manera un "artista", que convoca y señala. Pero el curador debería ser alguien capaz de sostener sus decisiones. La rareza de que una galería convoque a un curador se vuelve entonces un lujo vano. (En Florida 1000, hasta el 18 de diciembre.)
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