OPINION
Vengo por el suicidio
Por Cristina Cogliati |
Vengo por el suicidio,
decía un señor agobiado por el calor y la espera, mientras una señorita atildada,
detrás de una ventanilla de un organismo público en una provincia norteña, lo miraba
sin mucho esmero.
La confusión entre suicidio y subsidio, tantas veces escuchada, nos llevó a reflexionar
sobre los sabios usos populares del lenguaje y nos invitó a revisar las implicancias de
esta ¿modalidad? de la política social. El otorgamiento de subsidios, ayudas económicas
o bonos compensatorios, destinados a poblaciones con escasos recursos, han sido
estrategias tradicionalmente utilizadas por las políticas sociales con la intención de
dar respuesta a las emergencias sociales. Estas estrategias,
de corte asistencialista, a veces se formulan desde la ilusión bienintencionada de que la
urgencia será superada, el incendio apagado, y comenzará una nueva etapa.
Así es como, por ejemplo, existen programas transitorios de empleo, que se
formulan e implementan para paliar una situación supuestamente coyuntural, que terminan
siendo opciones para poblaciones enteras que se constituyen en beneficiarios
permanentes de estos programas. En la medida en que las acciones transitorias no estén
acompañadas por estrategias de mediano plazo, la ilusión bienintencionada se desmorona.
Las políticas sociales, dirigidas a dar sectores histórica o recientemente empobrecidos,
(pobres estructurales o nuevos pobres), han pecado, en nuestro medio, de no poder superar
la etapa del asistencialismo. Situación agravada por la existencia de programas que
abordan los problemas parcialmente y por la nociva práctica del clientelismo. Cuando la
cultura del subsidio se instala como una modalidad permanente de la política social, es
naturalizada por la población beneficiaria. Al no cumplir con ningún rol socialmente
valorado, se quiebra la autoestima, se deterioran los vínculos en el seno de la familia y
se impacta negativamente en la posibilidad de integración social. Los mecanismos de
dependencia y pasividad que se generan son comportamientos culturales difíciles de
erradicar. El señor que busca su suicidio recurre a una alternativa,
probablemente única entre sus posibilidades, que, lejos de ayudarle a recuperar su
expectativa y capacidad de trabajo perdidas, le confirma la inexorabilidad de su
exclusión. A ese suicidio se está refiriendo. ¿Cuál es la política social que
subsidia, pero no suicida? ¿Cuáles son las posibilidades de implementación de esta
política en momentos de crisis económica y social?
Estamos hablando de:
Acciones que respeten los tiempos de los procesos sociales por sobre los tiempos de
dar cuenta de los resultados de una gestión política (tiempos que deben ser considerados
privilegiadamente cuando se diseñan los indicadores de impacto con los que los organismos
internacionales evalúan la eficacia de los programas).
Estrategias que consideren las necesidades de recuperación de la cultura y la
dignidad del trabajo entendido como actividad creativa y transformadora, porque es la
principal instancia de inserción y participación social.
Contratos de compromiso mutuo, que no legitimen el lugar del beneficiario como mero un
receptor, porque de esta manera se le refuerza la pobreza.
Programas sociales articulados, que apunten a dar respuesta de manera integral a las
necesidades básicas, incluyendo privilegiadamente la recuperación de la autoestima
perdida.
Este enfoque, además de tener resultados más exitosos en términos de dignidad colectiva
(para quienes lo implementan y para quienes lo reciben) no necesariamente incrementa el
gasto, como lo prueba el menor presupuesto asignado a algunos de los programas
participativos vigentes en relación con otros de índole transitorio y asistencial. El
aumento de la pobrezahabla de la urgencia por reencontrar estrategias y alternativas que
no suiciden a la población. El desafío es hoy.
* Sociólogas, directoras de Crisol, Proyectos Sociales. |
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