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CADA VEZ MAS FIESTAS DE EGRESADOS TERMINAN A LAS TROMPADAS
Un rito iniciático, pero violento

Hay quienes reducen todo a la inclinación adolescente hacia el alcohol. Otros advierten que el riesgo es el ciclo que se termina sin una perspectiva cierta por lo que vendrá, por el esquivo mercado laboral. Lo cierto es cada vez más fiestas de estudiantes derivan en batallas. Un análisis de los especialistas.

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“En el caso de los egresados, se pasa de un festejo de culminación simbólico al acto concreto de romper en la realidad.”

Por Cristian Alarcón

t.gif (862 bytes) ”Parece –dice con voz gasallesca la regente de una escuela municipal– que recibirse y dejar una etapa de la vida los pone medio tensos a estos niñitos.” Aunque cerca de la ironía, la funcionaria coincide con el análisis que los especialistas hacen de las batallas campales que chicos de 17 y 18 años han protagonizado en el fragor de las últimas semanas, durante sus fiestas de egresados. Treinta adolescentes heridos en un festejo en la disco Chichiloca, y cuatro sucesivas peleas en boliches nocturnos, las últimas en un boliche de Floresta y en dos de La Plata, que terminaron con secundarios sangrantes, confirman una tendencia. Matizada siempre de alcohol y a veces de guerras por antipatías rockeras, futboleras o sexuales, la trompada no es extraña para los adolescentes que vienen practicando con policías o patovicas. Pero cuando se internan en los bordes de la vida adulta, rumbo al esquivo mercado laboral, la joda loca del fin de curso puede ser pesadilla y peligro.
El Cielo, Pachá, La Embajada eran hace dos años la lista de discos que las muchachas de Actitud María Marta gritaban con asco desde su banda de rap militante. Por estos días, esas fábricas de ocio, tal como se las califica desde la sociología, resultan más que el lugar donde actúan los dispositivos de discriminación social a través de las puertas controladas, un escenario donde los propios consumidores de diversión protagonizan el acto de aguarse la fiesta. “Es loco, pero vos ves cómo tus propios amigos empiezan a joder y que está por pudrirse todo. A mí me pasa porque no tomo tanto... Hay otros que se matan.” Diego Raimundi está en cuarto año de la Escuela de Comercio 25 y este año, por sus contactos con los de quinto de otras escuelas, ha tenido ya siete fiestas y quedan noches hasta que termine el año festivo. Aunque no quiere parecerse a la de matemáticas, “que se lo pasa diciendo que somos todos unos choborras”, cree, desde una orgullosa sobriedad, que sus compañeritos “no saben chupar y por eso terminan a las trompadas”.
Fauces, espuma, abulia
Diego calcula bien: su confesión es cierto pasto para algunas fieras. De seis directivos de escuelas medias consultados por este diario, cuatro de ellos no quieren opinar con sus nombres y cargos sobre la violencia de los alumnos, pero ante la insistencia lo primero que acusan es el demonio del alcohol adolescente. “Hemos hecho controles en los quioscos de los alrededores pidiendo que no les vendan a los alumnos, por lo menos a los menores, porque algunos de sexto ya tienen edad para comprar libremente”, le dice a Página/12 la rectora de un colegio técnico de Constitución, que asegura oler el drama en las fauces de sus pupilos. Para Cristina Rodríguez, regente del turno tarde de la Escuela Técnica 26 “Confederación Suiza”, la situación no se genera en unos tragos de más: “Creo que al irse del sistema manifiestan una agresión hacia los adultos, que no les damos ni valores éticos ni un futuro seguro. Es notorio cómo hablan de que para qué van a estudiar si los padres no tienen trabajo”, dice, reduciendo el drama del alcohol a pura espuma, de cerveza.
Es en ese flanco débil donde pone el acento Hebe Perrone, directora de la carrera Psicoanálisis con Adolescentes, de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires, APBA, para quien, más allá de la adicción, lo que los chicos violentos “buscan romper, con todas las ataduras que representan el lugar de los adultos, los padres y lo institucional, es la monotonía extrema que les provoca la abulia del colegio y la falta de oportunidades y proyectos que generamos los adultos”. Perrone despeja el mito de que la violencia es patrimonio de una clase social o que el monstruo discrimina entre escuela pública y privada. “Esta violencia no es excepcional, como tampoco lo son las adicciones: ambas problemáticas están generalizadas e instaladas peligrosamente en los adolescentes”. Habiendo pasado de la cancha al recital de rock –escenarios donde el enfrentamiento era con lapolicía–, y luego a las discos, este año el síntoma se hizo evidente también al aire libre, cuando miles de secundarios coparon los bosques de Palermo y dejaron a su paso lo que parecía la devastación posterior a una plaga de langostas.
La antropología del vicio que estuvo a cargo de la Dirección de Espacios Verdes del Gobierno de la Ciudad arrojó sorprendentes resultados: el día después, las cuadrillas levantaron del lugar casi 12 mil envases de vino tetrabrick, más de 7 mil botellas de cerveza y mil de bebidas blancas. Al consumo le siguieron algunos desbordes. El más afectado por la furia de primavera fue el concesionario de los botes, que perdió 20 embarcaciones, deslizadores, remos y salvavidas que terminaron en los fondos del lago artificial. La revuelta –que tuvo su costado woodstockiano cuando, medio desnudos, chicos y chicas jugaron con el barro de la última lluvia– motivó una amenaza de la Dirección de Espacios Verdes porteña, que le pidió al Gobierno que estudie si en el 2000 les abre o les clausura los bosques a los estudiantes en su día.
Diferencia, metáfora,
mercado
La escena de la batalla en Chichiloca, la disco de Núñez que ahora funciona en las instalaciones del Club Defensores, fue según el relato de los que quedaron atrapados entre trompadas, patadas, botellazos, sillazos y sombrillazos, como las que se libraban tras las puertas vaivén en las cantinas del Far West, donde los nenes de pecho no existían. Los testimonios de los secundarios del Manuel Belgrano y de la directora del colegio, Beatriz Palomares, coinciden en que todo comenzó por 15 patovicas de la hinchada del club que entraron al tribal grito de “¡Dale Defe!”. Pero, si se rastrea entre los chicos, el origen de las grescas se va del fútbol a la tribu –redondos contra chetos, bailanteros contra heavies–, pasando por los avances a novias ajenas, el “me miró mal”, o como describen dos alumnas del Colegio Lasalle de Florida, “los negros cabeza que le pegan a uno porque lo creen cheto”.
Pero la diferencia como motor de la violencia no es siempre la única explicación. En sí misma, la fiesta de egresados resulta un rito iniciático, el pasaje de un orden a otro, de la adolescencia y la dependencia al mundo de los adultos. “En el caso de los egresados, se pasa de un festejo de culminación simbólico al acto concreto de romper en la realidad. Ya no hay sustitución, no hay metáfora”, sostiene la psicóloga Lidia Gilgun, directora del Area de Adicciones de la APBA. A esta concreción, Gilgun la contextualiza con “la posmodernidad, la globalización y la sustitución de las normas institucionales por las leyes del mercado”. Es en ese marco en que el adolescente “rompe en la realidad con lo que debería romper en lo simbólico”. Perrone apunta otros factores: “Estamos muy angustiados con los cambios que se van a producir con la nueva administración y eso se transmite. Todos los días las expectativas de la gente se van al piso y allí está en juego esa ansiedad que produce la transición frente a lo que vendrá y no se conoce”.

 

Un egreso que es familiar

La virulencia a la que pueden llegar los chicos de quinto a la hora del festejo que no cesa, ése que se vive sólo en un viaje de egresados, llegó a generar una especie de impuesto en San Martín de los Andes para evitar o prevenir los destrozos provocados por adolescentes foráneos. Después de varios incidentes menores, los concejales montañeses sancionaron el año pasado la obligatoriedad de un seguro de garantía de cien pesos para las empresas turísticas que lleven estudiantes a esos pagos y de 30 para los hoteleros. Esos montos son trasladados a los costos de los egresados, con lo que la medida logra desalentar el turismo de adolescentes, al que se lo consideró peligroso y poco rentable.
La licenciada Lidia Gilgun, quien desde mayo del ‘98 trabajó con grupos de padres discutiendo las condiciones en que sus hijos egresan y “el lugar que a ellos les cabe en el acompañamiento de esa etapa”, sostiene que el tratamiento de la cuestión, para prevenir situaciones violentas, debería formar parte de la currículas oficiales. Gilgun considera que los padres creen posible delegar el cuidado de los adolescentes en otros adultos responsables, ahorrándose preocupaciones. Y que se equivocan. “El tiempo del egreso –dice– es la última etapa en que los padres pueden tender el lazo familiar con el hijo, un lazo que sujete y no que asfixie, el último contacto importante de la familia con el chico.”

 

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