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ATRACCIONES
Por Juan Gelman

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t.gif (862 bytes) ¡Por qué sigue atrapando al lector una novela que se publicó hace exactamente 280 años? ¿Por qué Robinson Crusoe se prolonga en imitaciones, copias y adaptaciones narrativas en pleno siglo XX? ¿Será porque en este mundo globalizado y atomizante, que centrifuga en mil pedazos la solidaridad social, los seres humanos viven como en una isla desierta, sólo dependientes de sí mismos para luchar por la supervivencia? Pese a todos los cambios, ¿Occidente entonces no ha cambiado mucho desde que Daniel Defoe inventara al náufrago que con habilidad y trabajo transforma la desolación en un dominio habitable? Tal vez no cambió su esencia: finalmente, Crusoe tiene a Viernes de esclavo. A diferencia de los utopistas que lo precedieron, el inglés no pudo imaginar un mundo distinto.

Defoe (1660-1731) siempre consideró que el sistema mercantil era un bien social. "El comerciante convierte un húmedo pantano en un Estado populoso --asentó en su trisemanario Review of the State of the British Nation--, enriquece a los mendigos, ennoblece a los mecánicos, no sólo funda familias, sino también pueblos, ciudades, provincias, reinos. ¿Cómo puede ser algo deshonroso lo que por naturaleza es sostén del mundo?" Curiosamente, Defoe padeció no poco el régimen que elogiaba: comerció en diversos ramos y conoció la bancarrota varias veces. Inescrupuloso según propia confesión, fue --por ejemplo-- uno de los 19 aseguradores ingleses de buques a los que la guerra con Francia arruinó en 1692.

Es probable que la nobleza británica despreciara a los comerciantes por conciencia de clase, pero no fue ésa la única razón de la marginalidad de Defoe. Era un protestante disidente de la muy oficial Iglesia de Inglaterra. Metido en política, pasó de los tories a los whigs y viceversa --y viceversa-- con ritmo pendular. Panfletista agudísimo, atacó los prejuicios nacionalistas que se alzaron contra el nuevo rey, Guillermo de Orange. En 1703 fue arrestado por autor de libelos en defensa de los protestantes no conformistas. Lo multaron y sentenciaron a permanecer tres veces en la picota. Cuando esperaba preso el castigo escribió un "Himno a la picota" y todo el episodio se tornó en una especie de triunfo para él: mientras era expuesto atado al pilar de piedra, el poema se vendía por las calles y la gente bebía a su salud. En representación de otros contemporáneos, Jonathan Swift, el que hizo viajar a Gulliver, fingía olvidar el nombre de Defoe y si se lo recordaban, profería desdeñoso: "Ah, sí, ése que estuvo en la picota". Swift pensó que no había salida para las injusticias que presenciaba y que atacó duramente. Defoe creyó que era posible superarlas con la lucha individual. Ambos fueron prisioneros de la época.

Algunos críticos han considerado que Robinson Crusoe es una suerte de "Evangelio del trabajo". Otros estiman que su atractivo radica, visto lo que se ve, en que es una apología del capitalismo expresada imaginativamente, "una representación simbólica del orden capitalista moderno". El francés Michel Tournier en Viernes o los limbos del Pacífico y el sudafricano J. M. Coetzee en Foe reescriben al inglés para desnudar la ingenuidad ignorante de su propuesta mercantil. No falta quien asocia a Viernes con el concepto de "gasto improductivo" acuñado por Bataille. Martin Green opina que la narración refleja y estimula a fuerzas alineadas con el capitalismo tales como el nacionalismo, el imperialismo, el chauvinismo cultural, el machismo, "todas, energías agresivas a las que la literatura siempre ha opuesto una honrosa resistencia". Estas explicaciones teñidas de sociologismo no explican demasiado.

Defoe dio su propia interpretación en el prefacio de Reflexiones serias sobre la vida de Robinson Crusoe, una continuación publicada en 1720. Allí subraya que la novela tiene un sentido metafórico que muestra que "la diligencia infatigable y la resolución intrépida en las circunstancias más descorazonantes...son el único camino para salir de esas miserias". Sin cambiar, claro, el entorno social. Todos los protagonistas de sus novelas posteriores --Moll Flanders, Diario del año de la plaga, El coronel Jack, Roxana-- son, como Robinson Crusoe, seres solitarios con vidas de lucha constante en diferentes selvas, no precisamente literales, que los tornan obsesivos.

Defoe no perteneció al renglón de narradores utópicos como Gabriel Foigny, autor de La tierra austral conocida (1676), en que un náufrago francés se asimila a una sociedad de hermafroditas de 2,5 metros de altura; o como Denis Vairasse, que en Historia de los sevaritas (1679) cuenta que un náufrago holandés accede a una civilización muy adelantada que había organizado un príncipe persa en el exilio. El inglés practicó más bien la utopía económica, la ilusión de que bajo el capitalismo, con capacidad y trabajo, se alcanza sin falta la salvación personal. De alguna manera prefiguró el mito del self-made man. "En la escuela de la desgracia aprendí más filosofía que en la academia, y más criterio de la divinidad que el que baja desde el púlpito", dijo. Se consideró "un náufrago frecuente, aunque más en tierra que en el mar". Vivió acosado por las deudas y murió -–se dice-- escondiéndose de los acreedores.


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