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Por Carlos Polimeni Los presidentes, ministros e intendentes pasan, las peleas, rencillas e internas pasan, los conciertos pasan, los días, los meses y los años pasan, las modas y tendencias pasan. Las buenas canciones y las grandes canciones a veces logran el milagro de sobrevivir a su tiempo. Al igual que los grandes discos y, en alguna ocasión, algunas malas canciones que la repetición fija. No hubo jamás un congreso que dictaminara que The Beatles son el grupo más importante de la historia de lo que generalmente se llama rock: ese dictamen surgió del inconsciente colectivo mundial. Varios discos y muchas canciones de The Beatles han vencido al tiempo, han superado incluso la circunstancia en que se hicieron públicas. El triunfo verdadero de un artista del campo de la música popular es lograr hacer o interpretar canciones que se queden a vivir con la gente. Atahualpa Yupanqui, subversivamente, pensaba que el triunfo final es que la gente retenga las canciones olvidándose, incluso, de su autor o intérprete.Los recitales que Andrés Calamaro está concretando en Buenos Aires con la excusa de presentar en vivo los temas de su abrumador compact doble Honestidad brutal están coronando la más infernal de sus temporadas, al cabo de casi veinte años de carrera. Parecen cerrar, junto a la década y el siglo, el período de excesos en que el músico se involucró luego de la espectacular venta casi 500 mil discos entre Argentina, España y el mercado latinoamericano de su anterior trabajo, Alta suciedad. Sin proponerlo (que no es lo mismo que sin proponérselo), Calamaro utiliza estos conciertos en vivo para recordar en qué lugar se siente dentro de la historia del rock argentino, ahora que la suerte del reconocimiento le sonríe y los números con cinco ceros rondan su figura. Ahora que, a los 38 años, siente que es hora de forzar un recambio generacional en la primera línea de la historia del rock hecho de la Argentina.Calamaro, dueño de una autoestima siempre en alza, piensa que sólo Los Redonditos de Ricota pueden discutirle el lugar de número uno. A veces lo dice, como en la entrevista que publicó el domingo pasado Página/12. En sus palabras, esa supuesta realidad deja a dos de sus compañeros generacionales, Fito Páez y Gustavo Cerati todos tienen hoy entre 36 y 40 peleando por el segundo y tercer lugar. Por eso, Andrés dispara sus municiones, reiteradamente, contra Luis Alberto Spinetta y Charly García, los dueños históricos, vale la pena subrayarlo otra vez, por peso de canciones, por decisión de la gente, de los primeros lugares de este podio teórico. Por eso mismo, una y otra vez el ex líder de Los Rodríguez vuelve su mirada de simpatía hacia los pioneros-pioneros, Los Gatos, Moris, Vox Dei, Pappo. En un reflejo ansioso y desvelado, Calamaro está pronunciándose una y otra vez sobre el veredicto de la historia, sin paciencia para esperarlo. Su estrategia, consciente o inconsciente, puede llevarlo a dos sitios muy diferentes entre sí. Puede dejar fija esa realidad antes de que se cristalice, o puede dejarlo en offside. Nunca ambas cosas a la vez. Tiene una cosa a favor: una cantidad importante de buenas canciones, un puñado de grandes canciones. Tiene una cosa en contra: la frontalidad de su estilo, que puede encantar a sus cholulos, pero también molestar a buena parte del resto del planeta. Todos estos asuntos flotan sobre la gira nacional que está concretando (tocó en Rosario y Mendoza, le queda Córdoba) con epicentro en los cuatro conciertos en el Gran Rex. Curiosamente, la misma cantidad que consiguieron Páez y Cerati en las presentaciones, en el mismo teatro, de sus discos Abre y Bocanada. Páez y Cerati aspiran al mismo lugar de influencia y respeto que Calamaro reclama. Sólo que no hablan de eso, que esperan el juicio del mañana sin desvelarse. Claro, a su modo ambos fueron tempranos ganadores. A Andrés la conjunción de prestigio personal y éxito interno le llegó a destiempo, demasiado tarde para sus condiciones. Acaso por eso, Páez y Cerati tienen un discurso ecuménico, sin exabruptos. Calamaro no duda hoy en elegir la senda del peleador callejero, seguro de que el rock es, antes que nada, actitud. No hay casualidad en el diseño del personaje-Calamaro, pero tampoco demasiado artificio. Andrés lleva adelante con holgura su papel de chico progre de Palermo aficionado a los paraísos artificiales, al que el amor hará más perdedor que ganador y al que una madrugada puede sorprender con gente de avería. Mientras otros están en estado de gracia, Andrés hace un arte del estado de desgracia. Una banda de rock, de muchachones queriendo parecer forajidos, siempre será un buen entorno para un hombre queriendo escapar del pasado.En esa explicitación al público de su visión del mundo musical, Calamaro cree oportuno subrayar el carácter rockero de su estirpe. Y hay algo que, entonces, desentona un poco. Es que, más allá de sus ambiciones, Calamaro es un artista pop, cuyas mejores canciones parecen haber nacido para tocar desde un piano, no para electrizar desde una guitarra. Lo de mejores podría suplantarse por esta idea: aquellas que se han quedado pegadas al ánimo de la gente. Hacia el final del show, eso quedó claro, cuando con Gringui Herrera como sola compañía, bien en postura de crooner micrófono en mano, vestido con saco Andrés encaró Costumbres argentinas, una canción de su etapa en Los Abuelos de la Nada. La gente no sólo la cantó de pe a pa, sino que le destinó una ovación conmovedora. El locuaz impenitente apenas alcanzó a murmurar: Sé que no merezco tanto.El espectáculo en sí es una relectura de Honestidad brutal. Incluye apenas un puñado de las canciones del doble, combinándola con una importante cantidad de citas de grandes temas de grandes figuras del rock internacional por mencionar algunas, Elvis Presley, Sting en The Police, The Rolling Stones y Bob Marley y un porcentaje del repertorio anterior. Todo volcado al formato rocker de tres y cuatro guitarras en escena, archivando sutilezas, haciendo honor a la idea de que la brutalidad es un derecho que tienen algunos sistemas nerviosos frágiles. En ese estilo de selección, hay canciones fundamentales del doble que quedan afuera, entre ellas La parte de adelante y La parte atrás, Son las nueve, Con abuelo, No tan Buenos Aires, Mi propia trampa, Clonazepan y circo, Jugar con fuego. Pero eso no es nada: es una parte de Calamaro la que queda fuera, como si en su puja por un lugar en la historia el poeta fértil y el músico imaginativo debieran quedar tapados por una mística rockera de guitarras hirientes.El espectáculo es, acaso, doblemente bueno: en esa tensión entre lo que Calamaro es y lo que Calamaro quisiera ser, en ese esfuerzo por ser tan Stone, tan Bob Dylan, y estar por encima del rockero argentino promedio, se adivinan, también, sus miedos, sus temores, sus límites. No hay una sola canción stone de Calamaro colada en el lugar que habitan las canciones sin tiempo. Las que hasta aquí quedaron son aquellas en que la artesanía de las palabras importa, en que la furia está dominada por la inteligencia. El día de la mujer mundial, Los aviones y Paloma ocupan ese lugar en Honestidad brutal. ¿Para qué? y Eclipsada son rocks que acaso en España impresionen, pero aquí parecen más de lo mismo de lo que siempre hubo. Al menos desde que alguien enchufó, marcó tres y empezó a cantar soñando con llegar al plexo de las chicas, varios años antes de que Calamaro naciera.
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