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Por Julio Nudler Por esta vez, el Día del Tango, que conmemora el nacimiento, un mismo 11 de diciembre de diferentes años, de Carlos Gardel y de Julio De Caro, le pertenece más a éste que a aquél. Porque De Caro, muerto en 1980, artífice del tango instrumental moderno y uno de los mayores y más gravitantes artistas de la Argentina en el siglo XX, cumpliría hoy 100 años. El crítico musical Federico Monjeau escribió hace algunos años que "tal vez nadie se habría sorprendido tanto de los extraordinarios desarrollos instrumentales de Astor Piazzolla si hubiera escuchado atentamente los planteos que ensayaba De Caro ya en la década del 20". A pesar de sus audacias estéticas, éste pudo recordar en su vejez: "Yo nunca fui rechazado. A mí venían a escucharme el compadrito, el lustrabotas y el hombre de sociedad. Fui resistido sólo por los mediocres." Quien quiera saber de qué se trata puede hoy recurrir a los diversos CD nacionales o importados que, con mayor o menor esmero, recogen una parte --lamentablemente pequeña-- de la discografía que a lo largo de 30 años reunió con su sexteto y con su posterior orquesta. El estilo de interpretación de De Caro, que tomó magnitud de escuela (la mítica escuela decareana), desbordó los límites de sus propias agrupaciones para impregnar a las mejores orquestas del género, de Pugliese a Gobbi, de Troilo a Salgán. Supo, además, condensar su concepción del tango en una inigualable serie de bellísimas composiciones, en las que, según define Horacio Ferrer, fundió dos corrientes: la criollista de Eduardo Arolas y la europeizante de Juan Carlos Cobián. Los nombres de algunos de sus tangos más célebres, como "Tierra querida" u "Orgullo criollo", testimonian sentimientos hoy casi inhallables. Es historia conocida que su prolífico padre, José De Caro, lo echó de la casa cuando descubrió que era tanguero. "Papá era un gran músico, un gran hombre, pero con ideas algo rígidas, producto de la época...", explicaría alguna vez Julio. Muchos años después de la ruptura, encontró a su viejo semiescondido en el cine Opera, durante un concierto de la orquesta. "Tratando de ocultar su emoción, me pidió que fuésemos a casa. Ese día --contó-- fumé delante de él por primera vez. Yo tenía 37 años. Nunca se borrará de mi mente el momento en que mi padre me perdonó." Pero, ¿cuál era su culpa? Se había iniciado en la adolescencia bajo el influjo de los grandes talentos que habían transformado el tango primitivo. Julio contaría en los reportajes este temprano episodio: "A los 15 años me pusieron unos pantalones largos y me llevaron a escondidas al Palais de Glace, un lujoso salón donde tocaba Roberto Firpo." Pero el público lo descubrió, y debió subir al palco y tomar un violín. Cuando bajó, una cocotte --de las muchas mantenidas de los aristócratas de entonces-- se le arrojó encima. Quien lo salvó del acoso fue Arolas, que tiempo después lo incorporaría a su orquesta. Luego, los grandes melodistas del tango, particularmente Cobián y Enrique Delfino, gravitarían decisivamente en De Caro. El sexteto que condujo a partir de 1924, basado en el que dejó Cobián, amplió el horizonte espiritual del tango, transformando el sonido orquestal en una acuarela de aquella hermosa Buenos Aires de adoquines, fachadas grises, tranvías y arboledas, de sus barrios apacibles y de su rica cultura popular, florecida en una sociedad que no había comenzado aún a padecer la era de los golpes militares. Sin perder carácter bravío ni ánimo retozón, y sobre todo sin pecar contra la esencia arrabalera del tango, De Caro le añadió una pátina de morbidez y melancolía que expresaba mejor las penas del inmigrante y la triste vida de los obreros y las costureras, aunque sin caer en demagogia alguna y pudiendo ser oído con agrado por burgueses de refinado gusto. En notable coincidencia, mientras De Caro sentaba el nuevo modelo de interpretación instrumental de la música rioplatense, Gardel estaba inventando de la nada, para la misma época, la manera de cantar el tango. Gardel y De Caro se constituyeron desde entonces en la suprema guía, cada cual en su ámbito. "Gardeliano" y "decareano" son, así, los mejores calificativos a que todo intérprete puede aspirar. Ahora bien: cuando se dice De Caro, también se está diciendo Francisco, el hermano pianista, intérprete decisivo y creador de tangos de ensueño como "Flores negras" o "Loca bohemia", entre muchos otros. Y también se dice Pedro Maffia ("Taconeando") y Pedro Laurenz ("Mal de amores), los dos bandoneonistas del sexteto que sentaron actitudes musicales opuestas y complementarias, como el intimismo aterciopelado de Maffia y la exaltación expresiva de Laurenz. De Caro grabó 420 obras, aunque tal vez existan unas veinte grabaciones más. El grueso de su discografía se concentra en el período 1924-1932, que se subdivide en dos grandes series: la del sello Victor, hasta 1928, y la de Brunswick, desde 1929. Ya en los 40 quedó un poco al margen de la evolución del tango, algo incómodo con el estrellato de los cantores, como si a él ya sólo le tocara ser el depositario de las esencias. Entre 1949 y 1953 llevó al disco 38 temas para el sello Odeón, en un valiosísimo testamento sonoro, en el que con cierto anacronismo vuelve sobre grandes obras que ya había grabado con medios técnicos más precarios, e incluye algunas novedades. Notablemente, "Aníbal Troilo", conmovedor homenaje en tango al gran bandoneonista, director y compositor.
UNA ENTREVISTA HISTORICA, PUBLICADA EN 1973 El siguiente es un fragmento de una entrevista que Julio De Caro concedió en 1973 a la revista Siete Días. --¿Cuándo comenzó a gustarle el tango? --Desde muy chico. Me volvía loco al escuchar un tango. A los 15 años, me pusieron unos pantalones largos y me llevaron a escondidas al Palais de Glace, un lujoso salón donde tocaba Roberto Firpo. Allí estaba yo sentado, medio disfrazado cuando comienzo a oír una gritería: "¡Que toque el pibe!". Yo también me uní al coro, pensando que pedían "El Pibe", un famoso tango de Greco. De pronto dos brazos me alzan en vilo y me llevan al proscenio. Cuando me pusieron el violín bajo el brazo, me abandonó el miedo. Toqué "La cumparsita", pidiendo permiso para introducir dos contrapuntos. Cuando acabé la pieza, hubo una ovación delirante. --¿Cómo vivió ese primer contacto con el público? --Me asusté mucho, ¿sabe? Ese era un lugar muy especial. Estaba lleno de cocottes, que eran las mantenidas de los hombres ricos, de la talla de Benito Villanueva o de un Alzaga Unzué... Cuando bajaba del palco, una de ellas se me tiró encima y la emprendió a besos y mordiscos. Me baboseaban todo. Yo estaba espantado. Hasta que un hombre le dio un empujón y me dijo: "Vení pibe, vos vas a tocar conmigo. Enredándome en los pantalones, gané la calle perseguido por mi salvador. Era nada menos que Eduardo Arolas. --Se decía que Arolas no gozó de buena fama, que era proxeneta y otras cosas... ¿Cómo logró conciliar su estilo burgués con esa forma de malevaje? --Lo que se dice de Arolas habrá sido antes. Cuando yo lo conocí era un señor, un gran maestro. ¿De qué escuela cree que provinieron Laurenz y Maffia? Con el malevaje yo no tuve nada que ver... Siempre lo pasé estudiando, arreglando y tocando mi música. --Pero algunas escapaditas habrá tenido... --Mire, yo he sido siempre muy hombre. Pero también fui muy honesto. Jamás desgracié
a ninguna muchacha. Siempre les aconsejaba que no se casaran con artistas, que nosotros no
estamos hechos para el matrimonio. No voy a negar que conviví con dos señoras, pero tuve
la delicadeza, cuando me despedí de ellas, de dejar su futuro económico asegurado. A una
le regalé una casa, completamente instalada, en Vicente López. Para la otra, que se fue
a Francia, saqué todo el dinero que tenía en un banco y se lo regalé. Ambas habían
dejado su arte por mí y no era justo que yo las dejara desprotegidas.
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