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Por Inés Tenewicki "Me imaginaba todo, y sin embargo te seguía viendo a vos", le dijo una nena de seis años a la narradora Juana La Rosa, después de ver Juana de la valija. Y eso es justamente lo que la artista se propone: provocar en el espectador imágenes diferentes de la situación real, pero sólo a través de los mundos que construyen sus palabras. Juana de la valija es un espectáculo de narración oral que transcurre en medio de una escenografía mínima: Juana sola, vestida con jardinero, borceguíes y boina, permanece sentada en una silla bajita, frente a una valija vieja que encierra pequeñas cajas. De las cajas, repletas de papelitos, van saliendo historias, que ella narra con naturalidad como si fuera una tía de las de antes, con tiempo para contar cuentos y deshilachar historias propias y ajenas. Sin música, ni color, ni acciones sobre el escenario, la forma de conquistar la atención de la platea es crear un clima cálido e íntimo, a partir de recursos como la voz, las palabras y la expresión. De su valija, disparadora de relatos, emergen cuentos como "La verdadera historia del Ratón Feroz" de Graciela Montes, o "La Princesa Suki Muki" de María Elena Walsh, pero también piropos, anécdotas de su infancia, trabalenguas o poemas. Para eso tiene una caja con cartas, otra con libros diminutos, otra con canciones de cuna. "Soy una especie de coleccionista; anoto lo que escucho y lo guardo. Lo hago para poder dar luego. Cada vez le doy más espacio a lo que quieran decir los chicos; ellos escriben sus deseos en papelitos que después guardo en la valija, para que lleguen a otros chicos". A Juana La Rosa se le escapan las lágrimas cuando se acuerda de los pedidos de algunos espectadores que suelen frecuentar, porque son vecinos, el Museo del Títere, en Piedras al 900. "Se repiten deseos como que sus papás encuentren trabajo o que puedan mudarse a una casa más grande", recuerda la narradora con emoción. Para este espectáculo La Rosa convocó al director Claudio Hochman, que la asesoró en lo relativo a la puesta en escena. "Necesitaba alguien que me ayudara a darle una vuelta de tuerca, porque desde 1989 venía trabajando con una canasta con libros, que funcionaba como una caja de sorpresas. La valija fue una idea de Hochman, que me aconsejó además que incorporara la participación de los chicos al espectáculo". Para Juana La Rosa, la narración oral llegó como la evolución natural de su trabajo con chicos desde sus comienzos como animadora cultural. De profesión arquitecta, en 1984 había montado un centro cultural para chicos y organizaba ferias del libro en escuelas. Contar cuentos, en esa época, era parte del juego con los chicos y las palabras, que se multiplicaba luego en sus cursos de capacitación docente en el Instituto Vocacional de Arte. El juego de contar pasó a ser un oficio, o un arte, después de tomar cursos de narración oral y de establecer contacto con otros narradores. "Primero vino Daniel Mato, un investigador argentino radicado en Venezuela que fue quien le dio, de algún modo, legalidad a la narración oral, y trascendencia al hecho de narrar más allá de lo íntimo. Fue entonces que lo empecé a ver como un arte", reflexiona La Rosa. En 1987 conoció a narradoras como Ana María Bovo, Marta Lorente, Elva Marinángelis y Delia Maunás, y se constituyó una especie de grupo que trabajó en conjunto aunque cada una con su propio repertorio. Sólo con Elva Marinángelis armó un dúo de narradoras, y con ella plasmó "un conjunto de voces con una buena circulación de energía". Entonces hicieron juntas, en 1990, Cuentos envalijados, un trabajo sobre la memoria, y en 1992 Latinoamérica en cuentos, con textos de Carlos Fuentes y leyendas del Popol Vuh, entre un variado repertorio. Después de un trabajo para adultos con dirección de Inda Ledesma, que se llamó Abrir grandes los ojos, hicieron Peregrino de amor, en el Museo Larreta, con guión propio, puesta en escena de Claudio Hochman y una selección de cuentos de tradición oral oriental. "Con Elva, como no veníamos del teatro, necesitábamos 'maestros' para trabajar la creatividad, la expresión, el texto. Habíamos tomado cursos con el cubano Francisco Garzón Céspedes y con el italiano Marco Baleani. Este último nos ayudó a trabajar el cruce entre el cuerpo y el texto, que es lo más difícil: meterse en la imagen de la palabra", recuerda la narradora.
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