Nacieron
cuando el siglo XIX estaba convirtiéndose en el XX, hijos de familias europeas que no
entendían del todo bien una Argentina en formación en la que todo olía a futuro. Jorge
Luis Borges leyó El Quijote en inglés; Enrique Cadícamo hacía esfuerzos por aprender a
la vez español e italiano. La recoleta madre de Georgie no entendía cómo podía
escribirse buena literatura en una lengua tan limitada como la española, y le transmitió
a su hijo esa convicción. Cadícamo, hijo de italianos revoltosos, se devoró completo a
Gabriele D'Annunzio, llenándose temprano de una melancolía engañosa: de chico, solía
sentir nostalgias de lo que nunca había pasado. Borges venía de una familia de
terratenientes; Cadícamo era uno de los nueve vástagos del mayordomo de una estancia de
Luján.
A los dos los deslumbró el modernismo, acaso
por orgullo: el nicaragüense Rubén Darío, con esa cara de
indio, había logrado la hazaña de hacer que los escritores españoles entendiesen que
América era algo más que una colonia (cultural). Ambos fueron empleados públicos cuando
el peso no les alcanzaba y les daba vergüenza ser mantenidos: Borges archivaba libros en
una biblioteca pública de Almagro; Cadícamo fue escribiente en el Archivo del Consejo
Nacional de Educación. Los entusiasmó Hipólito Yrigoyen y les dolió el golpe del '30.
Para entonces, ambos se consideraban ciudadanos del mundo, pese a que el mundo, que era
Europa, quedaba a un mes en barco. Sin conocerse personalmente ni respetarse en demasía,
mirándose históricamente de costado, Borges y Cadícamo se dedicaron a contar el siglo
argentino. Uno, seguro de que era un deber apuntar lo más alto y lejos posible. Otro,
convencido de que podía ayudar a jerarquizar el arte popular. A su modo, coincidieron en
inventar oficios que no existían, y vivieron con holgura de eso. Borges inventó el
oficio de gran escritor argentino; Cadícamo inventó el oficio de letrista de tango.
Podría agregarse, en broma, que de no haber sido así, tendrían que haber trabajado.
Borges murió en 1986 en Ginebra, cuando
promediaba el Mundial de fútbol de México, que Argentina ganaría, con lo que se ahorró
un posible disgusto. Pocas cosas más lejanas a su gusto que los
gustos populares en que Cadícamo se había propuesto intervenir. Cadícamo, que acaba de
decir chau, creció en una época y un ambiente que el paso del tiempo se encargarían de
inmortalizar: vivió a toda velocidad la belle époque argentina, previa a la llegada del
peronismo, esa fiesta de pocos a la que podía accederse por portación de aspecto. Ambos
fueron hechizados por el tango, de modo diferente. Borges, porque le permitía fantasear
con lo que no había conocido y juguetear con la única épica que le parecía posible en
un país ubicado en el culo del mundo. Cadícamo, porque estuvo en el momento exacto en el
lugar preciso, con su oficio recién inventado en bandolera, y entonces le fue fácil
escribir empezando por lo que veía. Borges quedó anclado en un tango que todavía era
milonga, lleno de guapos y compadritos, de olor prostibulario, el tango de una época que
conoció por los relatos de Evaristo Carriego y que en vano intentó rescatar del olvido.
Cadícamo se metió de lleno en el terreno del tango canción, después de que Carlos
Gardel casi lo inventara, y hasta los 50 bordó varias de sus mejores piezas. Después,
como Borges, empezó a extrañar los tiempos idos. La diferencia era vivencial, no sólo
literaria: Borges nunca vio un guapo de cerca, ni tenía el coraje necesario para
internarse en ámbitos físicos desaprobados por el ojo de doña Leonor. Cadícamo no
necesitaba que le contaran lo que eran las noches de cabaret, la ingesta de cocaína, el
champagne tomado a rolete, el mundo de las putas y los cafishios, los trajes a medida.
Es probable que, de cada diez tangos que la
gente común cite a la hora de elegir a sus preferidos, por lo menos tres sean de
Cadícamo. "Los mareados", "Nostalgias", "Niebla del
Riachuelo", "La casita de mis viejos", "Muñeca brava",
"Garúa", "Anclao en París", "Por la vuelta", han hecho
mucho más aportes a la identidad nacional que lo que la historia está hoy en condiciones
de reconocer. Los grandes-grandes letristas del tango, esa secuencia que Cadícamo integra
junto con Alfredo Le Pera, Celedonio Flores, José María Contursi, Enrique Santos
Discépolo, Cátulo Castillo, Homero Manzi, Homero Expósito, son próceres culturales a
los que el país todavía no ha sabido cómo hacerles justicia. Acaso porque la fabulosa
invención cultural que fue el tango todavía es mirada con la peor de las mezclas --la de
la ignorancia con la soberbia-- por cierto establishment académico que sigue pensando, ya
en el siglo XXI, en un saber único superior, que habita sólo los libros. Manzi lo tenía
claro cuando decidió que en lugar de escribir para las cátedras escribiría para gente.
El hoy tan discutible Ernesto Sabato pensó
alguna vez que unos versos como "Ibas linda, como un sol/ se paraban pa'mirarte"
no tienen nada que envidiarles a los más grandes de la historia de la lírica del idioma.
¿Se puede escribir una letra de canción superior a "Los mareados" (que nació
como "Los dopados", en una época en que los muchachos de antes sí conocían
cocó y morfina, y después cayó en manos de la censura y, más tarde, del sentido
común)? ¿No es una joya de la expresión describir a una mujer en un estado especial con
una combinación de tres palabras, de justa fama: "Rara... como encendida"? ¿Es
mejorable, literariamente pensando, la idea: "Garúa, tristeza, hasta el cielo se ha
puesto a llorar?". O, mejor dicho, ¿tiene tanto que envidiarle a "Moriré en
París con aguacero/ un día del que ya tengo el recuerdo", del peruano César
Vallejo? ¿No pagarían los mejores letristas del planeta, de cualquier rubro, por haber
escrito "Nostalgias" ("de escuchar tu risa loca/ y sentir junto a mi boca/
como un fuego tu respiración")? Hay muchas estéticas, sobre todo la rockera,
influidas con certeza por las grandes plumas del tango, al que sistemáticamente se
recurre a la hora del ingenio, como fuente inagotable de expresiones: No habrá más penas
ni olvido, le puso Osvaldo Soriano a una de sus novelas, El mismo amor, la misma lluvia
(frase con que comienza la segunda estrofa de "Por la vuelta") se llamó una
película de Juan José Campanella. La revolución que fue el movimiento del Nuevo
Cancionero, en los 60, buscaba, entre otras cosas, que las letras del género llegasen
allí donde el tango hace tiempo que se había estacionado: a hablar de lo que le pasaba a
la gente real, no de los hermosos paisajes nacionales. Sí, está bien, el Nuevo
Cancionero tenía un programa de acción política y el tango, en su conjunto, no. El
programa de acción política del tango era su cancionero, que a esa altura, en lo
fundamental, estaba listo para la posteridad.
Borges soñó con la fama, la consiguió ya de grande, y una
vez que la tuvo no supo bien qué hacer con ella. Había pensado, inolvidablemente, y
acaso para justificarse: "El tango crea un turbio pasado irreal, que de alguna manera
es cierto". Cadícamo escribió, en el prólogo de su autobiografía: "La gloria
es una herencia que se cobra después de muerto". Borges está enterrado en Ginebra.
Cadícamo, en la Chacarita. Borges fue el más grande escritor europeo nacido en la
Argentina. Con el adiós del dandy Cadícamo, que andaba dándoles vueltas hasta el final
a los mismos temas de siempre --aquel Buenos Aires que el tiempo devoró-- parecería
haber muerto el penúltimo porteño. |