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Destete
Por Antonio Dal Masetto

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t.gif (862 bytes) El tema de conversación en el bar son los hijos que se resisten a asumir su adultez. Estamos a las puertas de un nuevo siglo, de un nuevo milenio, ¿cómo hacer para que se rajen del nido familiar y armen el suyo propio de una buena vez?

--Yo tengo uno de 30 y sigue viviendo en casa como si tuviera doce --dice un parroquiano--. Estuvo estudiando dos carreras simultáneamente, le falta una materia en cada una, no se quiere recibir y planifica empezar una tercera. Tiene vocación de estudiante crónico. Si esto sigue así, no me voy a poder jubilar nunca, le voy a tener que costear los estudios al querubín hasta el final de mi vida. Me pregunto qué va a pasar cuando faltemos mi mujer y yo. El académico se me va a desintegrar en el espacio.

--Yo tengo una hija de 28 años que no tiene la menor intención de irse de la casa --dice la señora Lucrecia--. Se dedica a las religiones comparadas. Es una mística. La gurrumina no cree en el dinero, no cree en la ley de la gravedad, todo lo material le resulta ajeno. Pero mientras tanto deja la ropa para que se la laven, tiene exigencia con los alimentos y acepta como si me hiciera un favor la plata para viáticos que le dejo bajo el maldito Buda de yeso. Y para colmo, dos o tres veces por semana, el papafritas del novio se queda a dormir en casa. Me pregunto: ¿cuándo la voy a destetar? Seguro que al criarla me equivoqué en algo. ¿Y qué va a pasar cuando yo falte? La mística se me va a desintegrar en el espacio.

--Mi hijo el artista armó el taller en el hogar familiar --dice otro parroquiano--. Pintor y escultor. Está eximido de toda responsabilidad. El día que cumplió los 35 le dije: ¿Cuándo carajo vas a madurar y a hacer tu propia vida fuera de la casa de tus padres? Me contestó: "Yo soy un espíritu sensible y pretendo conservar a ultranza la mirada inocente que tengo del mundo, ésa es la condición sine qua non de todo artista auténtico". Qué quieren que le diga, es así como empecé a odiar el arte en cualquiera de sus formas. Para colmo mi mujer está completamente meloneada por el serafín. Me pregunto qué va a pasar cuando ella y yo faltemos. El sensible se me va a desintegrar en el espacio.

--Señoras y señores, mi situación sí que es bien compleja --dice el Gallego--. Yo también tengo un grandote que no se va de la casa. Y lo peor es que ni siquiera se interesa en la empresa de su padre. La última vez que entró en este bar fue el 17 de abril de 1986, a las 16.30. Y vino porque necesitaba unos pesos. Me pregunto: ¿Qué hago, lo echo a patadas? El angelote se me va a morir de hambre y frío en la calle y mi mujer no me lo va a perdonar nunca. ¿Y qué pasa si algún día lo sacudo un poco para que despierte, se me va la mano y cometo filicidio? Voy a tener que dejar el trabajo por dos o tres años que es la condena que cualquier juez implacable me va a dar. Y lo peor: ¿qué va a pasar con esta empresa cuando yo sea anciano o esté muy cansado? Este santuario de la buena voluntad, el trabajo y la amistad se va a convertir en un boliche de baratijas de todo por 1,99.

Los parroquianos, aun los que están padeciendo un problema similar, tratan de levantarle el ánimo al Gallego. Espoleta, nuestro filósofo, toma la palabra:

--Atenas, siglo IV a. C. Los ciudadanos Antístenes y Arquestrato, banqueros de buena posición, compraron un esclavo en el mercado que estaba frente al templo de Cástor y Pólux. El esclavo respondía al curioso nombre de Pasión, resultó ser un genio para los negocios y bajo su influencia el banco prosperó mucho. Los banqueros, satisfechos de su trabajo y lealtad, lo declararon liberto y cuando envejecieron le cedieron el negocio. Honesto, eficiente y cada vez más rico, Pasión colaboró generosamente con todos los emprendimientos de la ciudad. Atenas le confirió el honor máximo: lo nombró ciudadano. Muy bien, ahora presten atención porque viene lo que nos interesa. Resulta que Pasión tenía un hijo al que solamente le interesaban las pilchas, el juego y las minas. Así que, sumamente preocupado y recordando sus orígenes, fue al mercado y compró un esclavo de nombre Formión. Lo entrenó con mucho esmero y le dio la libertad. Formión era una luz y se convirtió en su mano derecha. Al envejecer, Pasión le entregó el banco y le hizo firmar un contrato con las siguientes obligaciones: que a su muerte se casara con su viuda y que le pasara una mensualidad de por vida al inútil de su hijo. Mediante este sabio arreglo mataba dos pájaros de un tiro, se aseguraba la supervivencia del papanata y que la empresa siguiera perteneciendo a la familia. Acá termina la historia. No sé si les será útil a todos. Cada uno sabrá dónde buscar su Pasión y su Formión para resolver en cada caso el problema del infante eterno. En cuanto a usted, don Carlos, tiene la solución a mano. Ahí está el joven Ramón, su ayudante fiel y hombre orquesta en este bar. Clavado que es un Formión en potencia.

Todos nos entusiasmamos con la sugerencia:

--Métale, don Carlos, es una oportunidad de oro.

El Gallego, contra su costumbre, se sirve un trago en horario de trabajo:

--Sí, sí, todo está muy bien, entendí perfectamente y estoy convencido de que es la mejor solución, pero hay un costado del negocio que me cuesta mucho digerir, me cuesta, me cuesta, y es ese asunto de que Ramón termine durmiendo en mi cama con mi mujer.

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