Por M. Rodríguez Rivero
Desde Madrid
Toda la obra
publicada del mexicano Juan Rulfo cabe en un volumen de bolsillo de tamaño medio. O
quizá en uno extra, si se incluyeran sus textos cinematográficos, publicados en 1980 con
el título de El gallo de oro, y algunos otros escritos sueltos. Pero lo cierto es que con
sólo un libro de relatos --El llano en llamas, 1953-- y una novela corta --Pedro Páramo,
1955--, este escritor (Sayula, Jalisco, 1917-Ciudad de México, 1986) se convirtió en uno
de los puntos de referencia inexcusables de la literatura hispánica de todo el siglo que
termina. No fue Rulfo un autor maniático por conservar lo que escribía. Siempre se
mostró un tanto insatisfecho con su producción, incluso cuando, a partir de los 70, las
tiradas que alcanzaron las innumerables reediciones de sus dos breves libros (algunas de
ellas piratas) se convirtieron en un fenómeno editorial a uno y otro lado del Atlántico
y se multiplicaron las traducciones a lenguas europeas. De hecho, Rulfo
fue más bien un testarudo destructor de sus manuscritos. Rompió cuentos, sinopsis,
apuntes, notas. Quemó una primera --y, al parecer, extensa-- novela que transcurría en
Ciudad de México, a la que calificó en repetidas ocasiones de muy mala. Luego, hacia
mediados de los 70, cuando renunció definitivamente a escribir, destruyó también los
apuntes y borradores de La cordillera, otra novela en la que había trabajado por una
década. Los lectores de Rulfo, por tanto, nunca tendrán su Max Brod, aquel amigo que
traicionó la voluntad de Franz Kafka e hizo publicar, a su muerte, textos que éste
había destinado al fuego. Claro que, a diferencia del autor de El proceso, Rulfo se
aseguró personalmente de que no le sobrevivieran escritos que no le gustaban. Sin embargo
algo lo sobrevivió: la editorial española Debate acaba de adquirir un paquete de textos
que, además de las dos obras cumbres del escritor, incluyen los derechos de publicación
en lengua española de una recopilación de cartas a su novia --y futura esposa-- Clara
Aparicio, escritas entre 1945 y 1950. Todo irá a parar a un "libro definitivo"
que contenga todo lo que de Rulfo se conoce.
El libro Cartas a Clara muestra un Rulfo muy alejado de la imagen
convencional de un escritor obsesionado por su oficio. Nada que ver con las cartas de
Flaubert a Louise Collet, ni siquiera con las de Franz Kafka a Milena Jesenská. Es la
correspondencia de un humilde empleado enamorado de su novia maestra que vive en otra
ciudad. No son cartas apasionadas, pero sí cariñosas: chachinita, chiquilla adorada,
mujercita, nidito, escribe Rulfo. Son las cartas íntimas de un hombre que intenta
explicar su carácter a su futura esposa: solitario, soñador, inseguro --"ni cuando
era chiquillo me gustó andar con los demás"--, refugiado desde muy pronto en
lecturas que "le hicieron daño para toda la vida".
Lo más interesante de las cartas es ese aspecto tan poco glamoroso de
un tipo normal al que --lo que más le preocupa es conservar su dignidad y ganar algo más
de dinero para poder casarse. Una dignidad que peligra, por ejemplo, en la fábrica de
neumáticos de automóviles donde trabaja y en la que "no resistiré mucho a ser esa
especie de capataz que quieren que yo sea", vigilando a obreros "que viven
sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo". Cartas sencillas de un hombre
que no quiere brillar, que busca una especie de refugio en la mujer que ama ("la vida
está como empañada cuando no se tiene a nadie"), que habla de su temor al mundo y
que se refiere --poco y con escaso entusiasmo-- a su literatura. Cartas de alguien que no
está pensando en la posteridad, que no quiere impostar una imagen de escritor. Que,
probablemente, ni siquiera tiene claro que pueda serlo.
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