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Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins Poniéndoles el cuerpo a la incertidumbre y a la ya endémica escasez de recursos, la gente de teatro mostró en 1999 su capacidad para inventar el propio trabajo y descubrir nuevas formas de ver la escena. Y esto con la urgencia del querer hacer, sin abrir el debate sobre el papel que juega la actividad teatral dentro de la cultura. Una actitud que refuerza el carácter de ghetto que tiene el teatro en el imaginario de los que están fuera de él, y que acaba convirtiendo en mendicante a quien pide un subsidio o una protección legal para el sector. Respecto de dónde hallar creatividad, quedó claro que el circuito alternativo sigue siendo una buena cantera, sobre todo por su labor experimental. Sin embargo, ésta no se concretó únicamente en la periferia. Un ejemplo es el Centro Ricardo Rojas, que depende de la Universidad de Buenos Aires y recibió un fuerte apoyo de la Secretaría de Cultura porteña. El cada vez más frecuente pase de autores, directores y actores del off (o como quiera llamársele) al circuito institucional dio origen a obras de resultado muy diferente. Aunque generosa en estrenos, cursos y adiestramientos, la temporada fue pobre en cuanto a público, especialmente en el último tramo. El II Festival Internacional de Teatro, Música, Danza y Artes Visuales, que organizó Cultura de la ciudad, agotó en alguna medida la disposición de los espectadores. Entre los porqués figuraron la escasez de dinero, la inseguridad en las calles y hasta la tristeza. Los que se atrevieron a la autocrítica admitieron no haber desplegado estrategias adecuadas o no haber ofrecido propuestas de interés. El bajón fue para todos, si bien hubo espectáculos que llenaron siempre, como el excelente Almuerzo en la casa de Ludwig W. en la Sala Cunill Cabanellas. Hubo otros que fueron convocantes en los márgenes, propuestas menos elaboradas tal vez, pero destinadas a romper códigos escénicos, a veces desde la agresividad. Fue por otro lado notoria la avidez de todos por estar en el centro, incluso de quienes en otro tiempo hicieron público su desprecio por todo lo que fuera institucional. Entre las producciones enjundiosas sobresalió la puesta de Galileo, de Bertolt Brecht, en el San Martín. El director Rubén Szuchmacher preservó la dialéctica implícita en la obra y el actor Alberto Segado concretó allí un maratónico trabajo de finos matices. En ese mismo teatro se ofrecieron las valoradas De repente el último verano, dirigida por Hugo Urquijo, y La modestia, de Rafael Spregelburd, y recientemente la controvertida Shylock, un montaje del georgiano Robert Sturua sobre la discriminación. Los teatros que dependen del gobierno de la ciudad atravesaron durante todo el año un período de recomposición. Este comenzó a fines de 1997, cuando se dispuso la intervención administrativa y se iniciaron sumarios por un supuesto derroche durante las gestiones anteriores, tanto en el San Martín como en el complejo Presidente Alvear, cuya dirección actual no ha sabido hasta el momento delinear con claridad sus objetivos. En el plano nacional, el Teatro Cervantes obtuvo la autarquía administrativa, pero fue víctima de periódicos recortes presupuestarios. Nadie discute hoy la gestión realizada allí por el dramaturgo Osvaldo Dragún (que falleció el 14 de junio, quedando al frente el subdirector Osvaldo Calatayud). Tampoco su propuesta de llevar a escena obras clásicas y experimentales de la dramaturgia nacional, española y latinoamericana. Los espectáculos de mayor convocatoria dentro de ese ámbito fueron Ya nadie recuerda a Frederic Chopin (estrenado en el '98 y repuesto en el verano del '99) y Los indios estaban cabreros, versión murguera de Rubén Pires sobre la pieza de Agustín Cuzzani. La dramaturga y novelista Griselda Gambaro fue homenajeada en esa misma sala con una nueva puesta de Las paredes (de 1963), a cargo de David Amitín, quien se destacó esta temporada con Bartleby, el escribiente en el Teatro Babilonia. De Gambaro -siempre tan certera al retratar la suicida complicidad del ser humano con las fuerzas que lo oprimen-- se recuperó Dar la vuelta, de 1972, en el San Martín (dirigida por Lorenzo Quinteros), y se estrenó De profesión maternal, en el Teatro del Pueblo. La dramaturgia nacional encontró espacio en las salas centrales e independientes. Se montaron obras de Defilippis Novoa, Gregorio de Laferrere, Roberto J. Payró y Armando Discépolo (Babilonia, Stefano). Carlos Gorostiza estrenó Abue, doble historia de amor, y presentaron obras Eduardo Rovner, Carlos Pais, Beatriz Matar, Carmen Arrieta, Luis Cano y Carlos Alsina, entre otros. Roberto Cossa estrenó El Saludador (en los teatros San Martín y Liceo), la historia de un revolucionario que va perdiendo partes de su cuerpo en cada derrota. El actor y dramaturgo Eduardo Pavlovsky editó una nueva versión escénica de Poroto, una de las piezas que atravesaron con buena respuesta del público las temporadas 1998 y 1999, como sucedió también con El pecado que no se puede nombrar, Cinco puertas y Ya nadie recuerda a Frederic Chopin. A los lanzamientos editoriales, siempre modestos, se sumaron las ediciones del Instituto Nacional del Teatro. Este fue el año del centenario de Borges, y el teatro le tributó el 24 de agosto un logrado homenaje a través de Espejos y laberintos, especie de carrousel del que participaron actores, músicos y cantantes, bajo la dirección de Leonor Manso. Fue también el año en que dijeron adiós importantes figuras de la escena, como Osvaldo Dragún, el dramaturgo Aaron Korz, la actriz Eva Franco y el actor Jorge Mayor. Se vieron obras de clásicos contemporáneos, del inglés Harold Pinter (El amante, El montaplatos, El cuidador) y el austríaco Thomas Bernhard (La fuerza de la costumbre, Minetti, con Aldo Braga, y Almuerzo..., las dos últimas dirigidas por Roberto Villanueva). Piezas de Shakespeare en montajes bien diferenciados: Puck. Sueño de verano, según Claudio Gallardou, Las alegres mujeres de Shakespeare, dirigida por Claudio Hochman, y Shylock, una puesta polémica, donde se enlazó un tema serio como la discriminación con elementos festivos. Bertolt Brecht estuvo presente a través de Galileo (en el San Martín) y Proyecto Brecht (en Babilonia). Se organizaron ciclos en espacios tradicionales y nuevos, entre otros en el C. C. San Martín (Festival Italo-Argentino), El Doble, Del Otro Lado, El Vitral, la Alianza Francesa (Teatro Francés Contemporáneo), Liberarte, Foro Gandhi, El Observatorio, Auditorio Cendas, Fray Mocho y el Teatro IFT. Fue recuperado el Teatro Armando Discépolo, de Pichincha 53, donde hoy funciona el Teatro Universitario de Arte. Se apostó al Teatro Leído en el Picadilly, Regina y Presidente Alvear, y como es habitual en época de vacas flacas se multiplicaron los unipersonales y los espectáculos de narración oral. El teatro de calle hizo su aporte y se unió en espectáculos como Luz de fuego, organizado entre otros por La Runfla (que a comienzos de año preparó una versión de Macbett, de Ionesco), grupos murgueros y de danza. Dentro del teatro acrobático, se vieron dos buenos trabajos: Gala, obra enrolada en el género del Nuevo Circo (dirigida por Gerardo Hochman) y Verona, reescritura de Romeo y Julieta, de Shakespeare, donde los intérpretes congeniaron la estética del clown con la destreza física. Entre las propuestas del teatro comercial despertaron algún interés la pretenciosa Closer, de Patrick Marber, publicitada como trasgresora (en el Broadway, reinaugurado como sala teatral por Alejandro Romay, flamante autor de "Endechas"), Misery, con Rodolfo Bebán y Alicia Bruzzo, Rompiendo códigos, de Hugh Whitemore, protagonizada por Arturo Puig, Frida Kahlo, una pasión, con Virginia Lago en el papel de la artista mexicana, y Largo viaje de un día hacia la noche, de Eugene O'Neill, que reunió a dos estrellas, Norma Aleandro y Alfredo Alcón, en el Maipo. El reconocimiento internacional fue, en general, para los trabajos experimentales de El Periférico de Objetos, el Sportivo Teatral que lidera Ricardo Bartis, y obras como Poroto, de Eduardo Pavlovsky, y Cachetazo de campo, de Federico León. Todos invitados a festivales europeos, como los de Cádiz, Madrid, Berlín y Avignon.
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