Por Diego Fischerman
La idea de
sacar credencial de "músico serio" gracias a algún trabajo con orquestas o
instrumentistas clásicos no es nueva para la música popular. Lo que sí resulta casi
inédito, en el caso del último disco de Dino Saluzzi, es su calidad. En realidad, lo que
aquí puede vislumbrarse es algo que va mucho más allá de la frivolidad o de la
impostura. No se trata de disfrazar lo popular de clásico ni, mucho menos, de
"alivianar" lo clásico con gestos populares. En este trabajo junto al cuarteto
de cuerdas Rosamunde, el asunto es más sencillo: un compositor, que además toca el
bandoneón, creó una música que se resiste a los encasillamientos y que fue pensada
desde el principio para un bandoneón, dos violines, viola y cello.Después
del notable Cité de la Musique, el músico salteño logró plasmar un proyecto en el que
venía trabajando desde hacía tiempo. Y tanto la grabación como las giras que realizó
junto al cuarteto alemán, confirman que no se trataba de un capricho. Saluzzi
tenía algo para decir y era algo que necesitaba de este instrumental. En este álbum, que
deslumbró a los europeos y que recibió una crítica laudatoria de la revista inglesa
Gramophone --la más prestigiosa del mundo entre las especializadas en música clásica--,
Saluzzi no traiciona su lenguaje pero, en cambio, se nota una entonación distinta. Están
los rasgos de familia --ese espíritu improvisatorio que está presente aun cuando no
improvisa, la facilidad para derivar de un clima a otro, la riqueza del sonido que logra
con su instrumento--. Pero además está presente una especie de aire bachiano --de un
Bach tamizado por Shostakovich, obviamente--, un gusto por el contrapunto que pone en
primer plano tanto la calidad de los intérpretes como la belleza innata en esta
combinación tímbrica. El bandoneón y el cuarteto de cuerdas parecen haber nacido uno
para el otro y Saluzzi explota esta característica hasta sus últimas consecuencias. Un
buen ejemplo es la entrada del instrumento solista en "Cruz del Sur", cuando
parece emerger de las cuerdas. El efecto de enmascaramiento del timbre y el empaste
singular que se logra son hallazgos en sí mismos.
El grupo conformado por Andreas Reiner y Simon Fordham en violines, Helmut Nicolai en
viola y la cellista Anja Lechner, elabora junto a Saluzzi un discurso que, lejos de la
fragmentación que la vulgata del posmodernismo ha convertido en lugar común, persigue
exactamente lo contrario. Ocho piezas autosuficientes ("Cruz del
Sur", "Salón de Tango", "Milonga de los Morenos", "...y
solos --bajo una luz amarilla-- discuten sobre el pasado", "Miserere",
"El apriete", "...y se encaminó hacia el destierro" y
"Recitativo Final") funcionan a la vez como movimientos de una obra más amplia.
Como en un rompecabezas, las piezas encajan al final y terminan significando algo
distinto, más vasto, que lo que había podido entreverse. La llegada de este disco al
país es parte de la reanudación de la distribución local del sello ECM. La empresa
creada por Manfred Eicher que patentó una estética en los 70 con nombres como los de
Keith Jarrett, Dave Holland, Jan Garbarek, Egberto Gismonto, Ralph Towner, Pat Metheny o
John Abercrombie, rompió sus relaciones con la multinacional que lo comercializaba aquí
hasta hace dos años y prefirió en cambio una disquería céntrica que acreditaba una
buena experiencia en la materia (y sobre todo en el compromiso con el material
ditribuido). Editado a fines de 1998, este hito en la carrera de Saluzzi hasta ahora no
había llegado a Buenos Aires, salvo esporádicamente y en negocios ultraespecializados.
Ahora, finalmente, los argentinos podrán escuchar a este argentino que en Europa no dudan
en considerar como uno de los músicos más importantes de las últimas décadas.
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