El Chuchú Martínez siempre preguntaba por el gordo Julio.
Decía que el general extrañaba las conversaciones con él. Chuchú era sargento de la
Guardia, filósofo, poeta, matemático, secretario y amigo de Omar Torrijos. El gordo
Julio era el dirigente montonero que mantenía la relación política con el jefe de
gobierno panameño. Julio Suárez había sido ministro de Gobierno en San Luis.
Se habían conocido en Farallón, un regimiento donde Torrijos residía la mayor parte del
tiempo. Habían caminado y conversado de todo menos de política durante algunas horas,
hasta que regresaron al cuarto donde se alojaba el general. Torrijos tomó un poncho
campesino que estaba a los pies del catre de campaña donde solía dormir y le dijo a
Julio o Run-run, como le decían sus amigos que se trataba de un
recuerdo familiar muy importante porque se lo había dado su padre. Entonces se lo
obsequió.
Julio recibió con solemnidad el regalo. Como buen puntano, llevaba una chalina criolla
sobre los hombros. La tomó en sus manos y le explicó a Torrijos que esa prenda también
tenía una fuerte carga afectiva para él y por la misma razón: se la había regalado su
padre y nunca se separaba de ella. Y se la regaló a Torrijos en retribución por el
poncho campesino. Fue la forma de sellar una amistad.
Chuchú comentaba divertido que los dos habían mentido y que ambos lo sabían
perfectamente. El general panameño no tenía la formación del intelectual universitario
pero sí una inteligencia aguda y muy concreta: estaba probando la humanidad de su
visitante, quería saber hasta qué punto ese hombre podía sobreponerse, eventualmente, a
las circunstancias dramáticas que representaba en ese momento para estar en condiciones
de asumir las exigencias más políticas de una etapa posterior. Lo ponía a prueba con
humor y picardía. Y Julio había pasado la prueba, al punto que Torrijos le había tomado
verdadero afecto. El general dio la orden de que apenas llegue el gordo Julio se lo
lleve a Farallón recordaba Chuchú, cuya única posesión material en este mundo
era una avioneta de la Segunda Guerra Mundial que a veces usaba para llevar y traer
pasajeros desde la ciudad de Panamá hasta ese regimiento de la Guardia Nacional.
Es difícil imaginar qué sería hoy Julio Suárez si estuviera vivo. Era uno de los
dirigentes que podía ver más allá de la vertiginosa espiral de hechos de aquellos
años. Tenía un sentido maduro de la política y eso lo diferenciaba de la mayoría de
los cuadros de las organizaciones armadas.
Pero era una época muy marcada por el factor de la rebelión armada contra un sistema
cerrado, un factor que pujaba por subordinar otros aspectos más importantes de los
procesos políticos. Y los dirigentes que llegaban más alto eran los que asumían sin
cortapisas esa tendencia coyuntural de preeminencia absoluta de la lucha armada. Julio
Suárez pensaba más en términos políticos que militares. Quizás por esa razón no
tenía una jerarquía alta dentro de Montoneros y, sin embargo, cuando lo mataron en 1979
aquí en Buenos Aires, hace exactamente 20 años, estaba encargado de las relaciones con
otros sectores del peronismo y otras fuerzas políticas.
Tenía cinco hijos y el más chico, mexicano, se llamaba Emiliano, como Zapata. Su esposa
Perla era maestra y, como se acostumbra en las provincias puntanas, los chicos trataban de
usted a los padres. En medio de esa situación límite de militancia y exilio se las
arreglaban para funcionar como una familia muy unida que los exiliados más jóvenes
tenían como referente, a falta de la propia por la distancia. Las más de las veces, el
gordo Julio andaba de saco y corbata, con el pelo corto y un antiguo bigote finito que lo
hacía mayor de lo que realmente era. En aquella época apenas pasaba los cuarenta, lo
cual lo ponía por lo menos a diez años de distancia de la mayoría de los muchachos de
la JotaPé.
De alguna manera él, al igual que el profesor Rodolfo Puiggrós o Rodolfo Walsh y otros,
expresaban dentro del conglomerado que reunían la JotaPé y Montoneros, una idea más
política, se planteaban un horizonte más histórico que el inmediatista todo o
nada de las conducciones guerrilleras, pero prácticamente ninguno de ellos llegó a
tener capacidad de decisión real sobre esas conducciones.
Cierta historia se inclina por una explicación simplista de los hechos, funcional a los
nuevos tiempos. Mete todo en la misma bolsa y lo tira al tacho de los desperdicios. Por
suerte quedan resquicios, como el homenaje que le hicieron al gordo Julio en la
Universidad de San Luis. Estuvieron sus compañeros del secundario y de la universidad,
quienes actuaron junto a él como funcionarios, compañeros de militancia y del exilio.
Son pequeñas ventanas que se abren para vislumbrar que mucha de la gente que se
comprometió y murió en aquellos años, como Julio Suárez, fue de los mejores. De los
mejores seres humanos como expresión de una época muy dura. Los que pese a una realidad
problemática, peligrosa y contradictoria, en vez de quedarse a un lado, asumieron un
lugar difícil de compromiso profundo con su gente.
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