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Optimismo y pesismismo
Por José Pablo Feinmann

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t.gif (862 bytes) Esta coyuntura de la historia es inevitablemente filosófica. Todos nos ponemos filosóficos ante la presencia de la finitud. Y son demasiadas las cosas que se están acabando. El año, la década, el siglo, el milenio y, entre nosotros, el dilatado gobierno de un presidente con tendencias absolutistas.

Sin embargo, es esta cuestión del pasaje de un siglo a otro (me niego a escribir "de un milenio a otro" porque tal frase me arrojaría al más absoluto optimismo, ya que implica creer que la humanidad habrá de prolongarse durante otro milenio, cosa discutible) la que nos lleva al planteo de insoslayables cuestiones que conciernen a la filosofía, o, al menos, que requieren un abordaje filosófico.

La cuestión del optimismo y el pesimismo se instala, creo, entre los debates que subyacen a todos los otros. ¿Será mejor el siglo venidero? ¿Morirá menos gente en las guerras? ¿Habrá sucesos con las características apocalípticas del Holocausto? ¿Ha quedado atrás, para siempre, el terror de la ESMA? ¿Seguirá vigente el despiadado capitalismo que genera marginación, desempleo, hambre? ¿Habrá un caos atómico? Y en un plano más personal: ¿durante cuántos años de este siglo se prolongará mi existencia? Todos, pesimistas u optimistas, sabemos algo: habremos de morir en el siglo XXI. Pero ¿cuándo? ¿Cuánto nos queda? ¿Alcanzaré a hacer el viaje anhelado, sobreviviré a los ajustes, a las crisis económicas, a las posibles y temibles devaluaciones? ¿Escribiré la novela que justifique mi vida? O simplemente: ¿voy a enamorarme y ser feliz?

Ante cada una de estas preguntas cabe una respuesta optimista y otra pesimista. Hay, tramposa y peligrosamente, una ética del optimismo compulsivo. Hay que ser optimista. La derecha no necesita ser optimista: quiere que el mundo no cambie, que siga como es y para esto le alcanza con ser realista. Lo que es, es bueno. Es la izquierda la que impone la ética del optimismo. Hay que cambiar el mundo y, para cambiarlo, hay que creer que sí, que puede cambiar. El pesimismo es reaccionario, pues conduce al desaliento y la inacción. Los que incluso se llaman a sí mismos "progresistas" (y que conforman el espectro de centroizquierda) utilizan la palabra "progreso" y creen, en efecto, que la historia progresa, que el ser de la historia es el progreso y su resolución la igualdad y la justicia. La palabra "progreso", a su vez, genera la palabra "reaccionario", porque es el "progreso" lo que tratan de impedir los "reaccionarios", quienes "reaccionan" contra lo que avanza. La idea de "progreso" ha sido constitutiva de la izquierda y hace un par de décadas que adoptó la palabra "utopía", según la cual el horizonte está abierto, la plenitud espera y hay que luchar para llegar hasta allí. No hay palabra más optimista que la palabra "utopía".

Los conceptos de optimismo y pesimismo son nuevos. No estaban, al menos, en los griegos. Ni siquiera Heidegger los encontró ahí, y no hay cosa que Heidegger no encuentre o no extraiga de los griegos. La palabra optimismo nace en Leibniz. Leibniz (pese a los desaires a que nos preparamos a someterlo) fue un gran filósofo, un hombre angustiado por explicar el Universo, la realidad de Dios, el Bien y el Mal. Escribe Hegel: "Gottfried Wilhelm (barón de) Leibniz nació en 1646, en Leipzig, donde su padre era profesor de filosofía. Su verdadera especialidad era la jurisprudencia, a la que se había dedicado después de estudiar, según la costumbre de la época, filosofía, a la que acabó entregándose de un modo especial". (Historia de la filosofía, tomo III, p. 339, FCE). Que Hegel admita que el modo de filosofar de Leibniz expresaba un modo especial de hacer filosofía puede interpretarse como una ironía o como un desmesurado elogio, nunca como indiferencia.

Leibniz, en la Teodicea, establece la teoría del "mejor de los mundos posibles". Esta frase ha atravesado los siglos y aún hoy suele decirse: "Vivimos en el mejor de los mundos posibles". Leibniz (otro filósofo empeñado en liberar a Dios de la responsabilidad del Mal) razona así: el Mal existe, pero es injusto juzgarlo aisladamente; hay que juzgarlo, hay que pensarlo en relación a la totalidad de la obra de Dios. Dios es infinitamente bueno; ergo, si la creación es así, si incluye el Mal, es porque no puede ser de otro modo, porque no puede ser mejor de lo que es. Creer que la creación podría ser mejor de lo que es sería desconfiar de la absoluta bondad divina, sería creer que Dios pudo habernos dado un mundo mejor y no nos lo dio. En consecuencia, éste es el mejor de los mundos posibles. Este mundo es óptimo. Y de aquí, de estos laberintos leibnizianos, surge el concepto de optimismo. Surge del planteo de la optimidad del mundo.

Hegel, con despiadada ironía, acomete a Leibniz. Escribe: "El resultado de la Teodicea leibniziana es un optimismo basado en el precario y aburrido argumento de que Dios, puesto a crear un mundo, eligió el mejor de entre los infinitos que como posibilidad se le ofrecían; el más perfecto en la medida en que podía ser perfecto dentro de lo finito que necesariamente debía contener" (p. 351). Hegel no considera a esto un pensamiento, sino "una expresión mala, popular y una cháchara". Luego dice: "Voltaire se ha burlado ingeniosamente de esta manera de pensar" (p. 351). Lo que nos lleva a quien habrá de ser el centro de estas tentativas reflexiones: Voltaire, sin más.

Voltaire era tan genial como indeseable. Las monarquías europeas lo consideraban un peligroso enemigo. El majestuoso Leopold Mozart (un fiel servidor de esas monarquías ante las cuales explotaba el genio de su hijo) escribe a Wolfgang, el 3 de julio de 1778, a propósito de la muerte del filósofo: "El sin-Dios y archipícaro Voltaire ha, como quien dice, estirado la pata igual que un perro --como cualquier animal-- ¡ése es su merecido!" (Erich Valentin, Mozart, Alianza, p. 227). Como sea, antes de "estirar la pata", Voltaire incomodó hasta el hartazgo a los dioses del Poder. A los reyes que decían gobernar por "derecho divino". Para hacerlo, incurrió en la teoría literaria. Voltaire decide escribir una novela para agredir a los monárquicos, no una tragedia, no un ensayo. En esa novela habrá de burlarse de Leibniz con crueldad aún mayor que la de Hegel. La novela es breve, es brillante y se llama Cándido o el optimismo.

¿Por qué una novela? Porque Voltaire quiere llegar a todos, quiere escribir para que sus ideas se difundan masivamente. "El cambio de rumbo se traduce en un giro estético: Cándido, que aparece editado por Cramer en 1759, señala la entrada de Voltaire en un género considerado menor en la jerarquía clásica de la producción literaria, la novela. El gran poeta trágico cuyos lectores cultivados saben de memoria sus obras y sus versos elige, para librar la batalla filosófica, la panoplia de tópicos de la materia novelesca: amores, tempestades, naufragios, prisión, resurrecciones, duelos, galeras, persecuciones, esclavitud (...) Voltaire pone claramente en juego una política del estilo: no conquistará a la opinión pública con grandes libros caros y eruditos, con tratados y discusiones metafísicas. Si se decide a apoyarse en el público, es conveniente dar a los textos las mayores oportunidades posibles de publicidad." Los amigos y admiradores del filósofo lamentan que "se comprometa en un género tan despreciable" (Pierre Lepape, Voltaire, Emecé, p. 235).

Así surge el género novelesco. Como un arma de la ascendente burguesía contra las monarquías absolutistas. En Voltaire, también, como un arma contra el optimismo. Contra Leibniz y su teoría del mejor de los mundos posibles. (Esta nota continuará, afirmación que implica un optimismo cuasi absoluto.)

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