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Por Horacio Bernades Miembro del top ten de los novelistas contemporáneos y autor de títulos tan altamente considerados como La invención de la soledad o El palacio de la luna, Paul Auster, nativo de Nueva Jersey, se dio el gusto de ingresar a otro club selecto: el de los escritores que pasan a la dirección cinematográfica. Fan confeso del cine clásico, su primer contacto directo fue en 1993, cuando supervisó la adaptación al cine de una de sus novelas más famosas, El palacio de la luna, que aquí sólo pudo verse por cable. Poco después, escribió los guiones de Cigarros y su improvisada y gozosa continuación, Blue in the Face (en Argentina, Humos del vecino; ambas fueron editadas por Gativideo). Auster codirigió esta última junto a Wayne Wang. Ahora sólo le faltaba dar el último paso y ponerse él solito detrás de cámaras. Presentada en Cannes 98, Lulu on the Bridge es su opera prima como realizador. En Argentina, el sello Transeuropa la da a conocer directamente en video, casi disimulada detrás de un título insospechable: Heridas de amor. En un comienzo, Lulu on the Bridge surgió como novela. Pronto, Auster comprendió que el material era "más dramático que narrativo", según declaró en alguna entrevista. La segunda opción fue convertirla en guión, para que la filmara su amigo Wim Wenders. Pero el guión tenía su costado "cine dentro del cine", con fuertes referencias a Lulú y la caja de Pandora, clásico del cine mudo. Y Wenders sentía que, después de las autorreferentes El estado de las cosas y El fin de la violencia (inédita en Argentina, puede verse este mes en la televisión codificada), ya tenía suficiente. ¿Quién otro sino el propio Auster para filmarla? Sólo faltaba reunir el elenco. Harvey Keitel, que había protagonizado Cigarros y Blue in the Face, aceptó rápidamente. Durante la edición 1997 del Festival de Cannes, Mira Sorvino (que había hecho ya un cameo en Humos del vecino) le dio el sí a Auster. Al año siguiente, Lulu on the Bridge tuvo su première internacional allí mismo, en Cannes. Como casi todas las historias de Auster, la de Heridas de amor se ve disparada por accidente. Literalmente: durante una presentación, el jazzman Izzy Maurer (Keitel) recibe una bala perdida que le perfora un pulmón. Un saxofonista sin pulmón ya no es más un saxofonista, y la vida de Izzy queda en blanco. Será el azar el que llene ese vacío, conduciéndolo primero hasta un extraño asesinato y luego hasta Celia Burns, actriz principiante que se gana la vida como camarera (Sorvino). Celia lleva un incendio en el apellido, y su aparición marca el punto en que Lulu on the Bridge tuerce a una de esas historias de amor que queman, se convierte luego en un juego de espejos entre ficción y realidad y deriva finalmente a lo fantástico. O, si se prefiere, a una versión Auster del realismo mágico, a partir del hallazgo de una piedra con poderes. Queda para la última instancia un final-sorpresa que le debe mucho a El milagro secreto, famoso cuento de Borges, y que resignifica todo el relato. Como una sólida caja de Pandora, aquella piedra mágica desata demonios. Tras ella vienen unos matones y un misterioso doctor Van Horn (Willem Dafoe). El mefistofélico (¿o angelical?) Van Horn parece saberlo todo sobre el pasado de Izzy, y lo obligará a enfrentarse con ciertas culpas bien enterradas en su memoria. A esa altura, Heridas de amor ha derivado ya, largamente, de lo cotidiano a lo metafísico. Y la metafísica, se sabe, puede resultar para cineastas principiantes o novelistas consagrados una caja de Pandora que tal vez sería aconsejable no abrir. Si en la primera parte de Lulu on the Bridge Auster se muestra dueño de un poder de observación que lo lleva a ver en los pequeños detalles lo que otros no ven (jamás el cine había reflejado, como aquí, la tortura que representa abrir la funda de un compact disc), en la segunda se tropieza con un pecado de lesa literatura: grandes frases, solemnidad, trascendencia forzada. Dentro de un elenco lujoso, brilla una vez más la gran Mira Sorvino, actriz de transparencia total. Harvey Keitel, en cambio, carga de excesiva gravedad cada uno de sus gestos. En el papel de cineasta, Vanessa Redgrave debe hacer frente a líneas de diálogo llenas de pretensión. Como en Blue in the Face, Lou Reed pone su rostro en una escenita. Por si algún espectador no lo advierte, no falta quien avise: "¿Ese no es Lou Reed?". Sintomático de un film en el que sobran subrayados.
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