“Tenía un sentido casi trágico de la dificultad y del
rigor de su propio arte”: así definió el poeta Valéry a Edgar Degas, uno de los
más grandes entre los pintores franceses del siglo XIX. Una constante de esa pintura en
ese siglo fue el desnudo de mujer. A diferencia de la mayoría de sus colegas, Degas no
creía que las modelos eran apenas pretextos para crear, ni procuraba convertirlas en
materia de fantasías sexuales para el observador. Sus mujeres bañándose, o
acicalándose, o secándose después del baño junto a la tina -.muchas veces de espaldas
y mostrando el rostro a medias– parecen absortas en esa tarea habitual y sin interés
alguno por el observador. Sus cuerpos narran. Del cruce entre esa independencia del sujeto
pintado y la maestría del pintor dimana su conmovedora belleza.Es que Degas perseguía
ante todo aprehender el movimiento. “¿Qué es el dibujo para usted?”, le
preguntó una vez su joven amigo Valéry. “El dibujo no es lo mismo que la forma
-.fue la respuesta– es una manera de ver la forma.” La forma en movimiento. Por
eso Degas pensaba que la mano del artista debía seguir el diseño “como se sigue a
una mosca caminando por una hoja de papel”. Es decir, el óleo, o el pastel, o el
dibujo, o el grabado, interroga al artista mientras éste lo va haciendo. Tal vez por eso
Degas repetía las versiones de un mismo tema, siempre insatisfecho. No terminaba una
obra, la abandonaba, no sin antes abordarla desde lugares diferentes. Podía volver a un
lienzo una y otra vez a lo largo de los años. No otra cosa hacía ese gran pintor
argentino que se llamó Giambiaggi. Era posible entrar a su estudio y ver en el caballete
una “Nausicaa” que había pintado 20 años atrás y en la que trabajaba
nuevamente.En 1857 se abrió el hipódromo de Longchamps al público parisino. Fue un
acontecimiento que incorporaba la cultura equina a la urbana y moderna sociedad del
espectáculo, cuyo abanico de distracciones visuales incluía el teatro, la ópera, el
ballet, los café-concerts, los bulevares y las plazas. Los artistas comenzaron a
abandonar la pintura costumbrista y de carácter histórico y era casi inevitable que las
carreras de caballos los atrajeran como tema. Jean-Louis Meissonier, especialista en
plasmar batallas napoleónicas, desertó de la pintura militar proclamando que el de los
caballos era uno de los pocos asuntos en que los artistas del XIX podían superar a los
del Renacimiento. Degas, entonces de 23 años, lo encaró, al principio con torpeza. No
tardó mucho en apresar la cinética de jinete y equino. Como si poseyera rayos X en los
ojos, dio cuenta con suma precisión de la más pequeña de las articulaciones de jockey y
caballo, sus inserciones, sus ángulos de rotación y distorsión. Parece haberse
encarnizado en adueñarse del tiempo ínsito en el movimiento de cuerpos en el espacio.
Fue único en eso. No le interesaba la sociología de las tribunas y pintó las carreras
como las ve el burrero: en sentido horizontal, con vacíos pictóricos arriba y debajo de
la pista.Sus jockeys -.como sus bañistas– casi no tienen rostro, forman parte de la
unidad jinete-cabalgadura y si no fuera por la vitalidad que proponen los colores de las
chaquetillas, las obras serían frías, casi fotográficas. Degas fue hijo de la era que
abrió Daguerre en 1839 con su cajoncito pescador de imágenes. Fue además el primer gran
pintor que tuvo y manejó una cámara. La compró en 1895, a los 61 años de edad, pero
acusaba a la fotografía de “instantaneísmo vulgar”. El buscaba una inmediatez
llena de memoria. Nunca retrató en la tela a amigos tan cercanos y famosos como Proust,
Mallarmé, Verhaeren, Gide: prefería fotografiarlos, como si temiera irrumpir como un
intruso en el espíritu de esas celebridades. Pintó un último retrato el mismo año en
que compró su cámara, “Henri Rouart y su hijo Alexis”: en plena posesión de
su arte, nopudo impedirse una invasión algo despiadada del mundo íntimo de su viejo
amigo.Degas retocaba con frecuencia los cuadros de sus bañistas. Había pintado esas
mujeres “como mirándolas por el ojo de la cerradura” y da la impresión de que
con las repetidas pinceladas de su mano buscaba entrar en su pintar como ellas en su
tocarse el cuerpo cotidiano. Del mismo modo que no las concebía como objeto de placer
visual, tampoco sus jinetes ostentan la virilidad que les adjudicaban otros artistas de la
época, considerándolos héroes por los riesgos del oficio. El arte de Degas está
signado por la obsesión de fijar ritmos y temblores.Fue un tenaz coleccionista de pintura
francesa de la época y reunió unos 500 óleos y más de 5.000 dibujos, grabados y
bocetos de grandes como Corot, Ingres, Van Gogh, Gauguin, pero también de jóvenes
desconocidos.. Era generoso -.aunque vivía al filo de una pobreza decorosa, pagando
deudas de familia– y sobre todo lo movía la curiosidad por la obra ajena, que
estudiaba prolijamente. En estos términos pedía dinero a su galerista para comprar un
cuadro de Ingres: “No me prive de él, no me agravie, no me hiera de ese modo,
realmente lo necesito”. Pensaba que las obras de arte eran “maravillas del
espíritu humano”.La ceguera -.castigo supremo para pintores– invadió
totalmente los últimos diez años de su vida. “Sus manos todavía buscaban la forma
a tientas”, atestiguó entonces Valéry. Se volcó a la escultura, “oficio de un
hombre ciego”, dijo, como si viera con las manos. Ya la había practicado. En 1881
expuso quince variaciones de “La pequeña bailarina” que los coetáneos
calificaron de extravagantes: esas esculturas de bronce lucían zapatillas rojas y tutú
de muselina, y luego, las había modelado un pintor. Estimaron también que eran
moralmente dudosas por la casi niñez de la modelo. Con “El beso” de Rodin, ese
conjunto es hoy uno de los íconos de la escultura francesa del siglo que pasó.

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