Uno es español; otro, rumano. Ambos pasaron por campos de
concentración. Uno fue ministro; otro, Nobel. Un programa de TV los sentó a conversar.
Por Verónica Abdala
¿Se
puede narrar El Horror? ¿Es posible comunicar a través de la escritura, y más allá del
nivel meramente testimonial, las vivencias de quien sobrevive a un campo de
concentración? ¿El Mal, así con mayúsculas, no es en definitiva inenarrable? Con
preguntas de este tipo se enfrentaron el escritor, ex ministro de Cultura español Jorge
Semprún, y el también escritor y Premio Nobel de la Paz rumano, Elie Wiesel, tras haber
sido liberados, en abril de 1945, de los campos de exterminio nazis de Buchenwald y
Auschwitz respectivamente, a los que habían sido trasladados junto a sus respectivas
familias, en 1944. Semprún miembro del Comité Central de los Comunistas españoles
durante el gobierno de Francisco Franco y de los grupos clandestinos de resistencia a los
nazis durante la Segunda Guerra ensayó algunas respuestas en La escritura o la vida
(1995), un relato sobrio y de indiscutible belleza literaria sobre lo que pasa por la
cabeza de un hombre que estuvo preso en el infierno, para después, con sólo 22 años,
ser escupido de nuevo al mundo. Lo hizo, eso sí, después de haberse mantenido durante 15
años en absoluto silencio. El título de su libro hace referencia a esa imposibilidad
inicial: escribir hubiese significado la muerte. Hablar también.
Wiesel, que en un proceso similar permaneció diez años sin hablar,
escribió, entre otras cosas, Los judíos del silencio y La noche: una novela que se
publicó en 1960 y se reeditó la friolera de treinta veces. Porque él también, después
del silencio autoimpuesto, sintió la necesidad de que el mundo supiese del horror
(aunque siempre detrás de las palabras quede una reserva de melancolía). Hoy
a las 17.30, canal á emitirá en el marco del ciclo Documentales, una charla
sin desperdicios, de cincuenta minutos, entre estos dos hombres, filmada para la
televisión europea. La experiencia del campo de concentración, Dios, la muerte y la
tortura, la curiosidad de las nuevas generaciones, el proyecto político nazi, la
necesidad individual y colectiva de la memoria y la liberación son algunos de los temas
sobre los que discurren, hermanados en la tragedia y en la esperanza, Semprún y Wiesel.
El premio Nobel de la Paz comienza relatando el traslado en tren hacia el campo: Nos
subieron a los vagones abiertos. Nevaba. No sabíamos dónde íbamos. Y de repente...
sencillamente enloquecimos. Estábamos desesperados, y empezamos a rezar a los gritos.
Cuando lo pienso, ahora, no puedo creerlo. Eramos centenares de personas hacinadas
despidiéndonos de la vida, porque sabíamos que íbamos a morir. Minutos después,
reclinándose sobre el asiento, le dirá a Semprún mirándolo a los ojos: Lo que
vos y yo hemos vivido no lo ha vivido nadie. La mayor parte del tiempo, Semprún
prefiere escuchar con atención a su interlocutor o preguntar, antes que detenerse en su
biografía. El tema de cuáles son las posibilidades y los condicionamientos que le impone
el lenguaje es recurrente en su discurso: Nosotros escribimos sabiendo que hay cosas
que no se pueden decir. O que se pueden decir, pero no entender del todo,
reflexiona. Ahí es donde nace mi vieja teoría de la escritura imposible e
inagotable, a la vez: no todo se puede escribir, y, sin embargo, cuanto más se escribe,
cuanto más se ejercita la memoria voluntaria, la necesidad de decir crece.
Los escritores coinciden en que la singularidad aterradora del sistema nazi es que
se asentaba sobre la idea de eliminar a un pueblo, entero. Eso, argumentan, es lo
único que explica que un millón y medio de niños hayan sido asesinados en el
Holocausto. O que la muerte más irracional de todas las posibles alcanzara, también, a
los bebés que crecían en el vientre de sus madres. Los chicos iban calmos, sin
gritar, sin quejarse, al encuentro con la muerte, recuerdan. Wiesel supone que es
precisamente esa singularidad lo que hizo y hace que muchos sobrevivientes
hayan sido ganados por vergüenza al hablar del genocidio nazi. Somos para ellos una
vergüenza porque nosotros tocamos el límite de la humanidad. Su extremomás horroroso.
Nosotros somos testigos del abismo, y por eso molestamos. Por eso Europa tardó tanto en
reconocernos.
El tema de la muerte los conduce directamente a la pregunta sobre la existencia de Dios.
Semprún, proveniente de una familia católica y ateo desde su juventud, dice: Mi
problema es que no concibo los campos, con Dios ni sin Dios. Wiesel, judío, admite:
Hay un momento, en el campo, en que inevitablemente te planteás: ¿Y si Dios se
hartó de su pueblo? ¿Y si sencillamente estuviera del lado del enemigo?. La
responsabilidad que supone transmitir sus experiencias a las nuevas generaciones
(que se mueven a partir de la sana curiosidad, de la sed de saber) acaso quede
resumida en este planteo: Nosotros descubrimos el Mal Absoluto y no el Bien
Absoluto. ¿Cómo hacer para que los jóvenes no caigan en la desesperación y hagan el
bien, en lugar del mal?. Al final, entre esos dos hombres, sólo quedan las
preguntas, y un insondable silencio.
OPINION
Mi primer día en libertad
Por Jorge Semprún
Estamos a 12 de abril de 1945, el día siguiente de la liberación de Buchenwald. La
historia está fresca, en definitiva. No hace ninguna falta un esfuerzo particular de
memoria. Tampoco hace ninguna falta una documentación digna de crédito, comprobada.
Todavía está en presente la muerte. Está ocurriendo ante nuestros ojos, basta con
mirar. Siguen muriendo a centenares, los hambrientos del Campo Pequeño, los judíos
supervivientes de Auschwitz.
No hay más que dejarse llevar. La realidad está ahí, disponible. La palabra también.
No obstante, una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia
vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin
dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a
su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad
transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un
espacio de creación. O de recreación. Unicamente el artificio de un relato dominado
conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio. Cosa que no tiene nada de
excepcional: sucede lo mismo con todas las grandes experiencias históricas.
Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más que
una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene
todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede
nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios,
lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede
expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir; los
poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.
Puede decirse todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse a ello. Con
disponer del tiempo, sin duda, y del valor, de un relato ilimitado, probablemente
interminable, iluminado acotado también, por supuesto por esta posibilidad de
proseguir hasta el infinito. Corriendo el riesgo de caer en la repetición más machacona.
Corriendo el riesgo de no salir victorioso del empeño, de prolongar la muerte, llegado el
caso, de hacerla revivir incesantemente en los pliegues y recovecos del relato, de ser tan
sólo el lenguaje de esta muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente.
¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse alguna vez? ¿Tendrán la
paciencia, la pasión, la compasión, el rigor necesarios? La duda me asalta desde este
primer momento, este primer encuentro con unos hombres de antes, de fuera
procedentes de la vida, viendo la mirada espantada, casi hostil, desconfiada
al menos, de los tres oficiales.
Permanecen silenciosos, evitan mirarme.
Me he visto en su mirada horrorizada por primera vez desde hace dos años. Me han
estropeado esta primera mañana, los tres tipos estos. Estaba convencido de haberlo
superado con vida. De vuelta a la vida, cuando menos. No es tan evidente. Tratando de
adivinar mi mirada en el espejo de la suya, no parece que me encuentre más allá de tanta
muerte.
He tenido una idea, de golpe si se puede llamar idea a esta bocanada de calor,
tónica, a este aflujo de sangre, a este orgullo de un conocimiento del cuerpo,
pertinente, la sensación, en cualquier caso repentina, muy fuerte, no de haberme
librado de la muerte, sino de haberla atravesado. De haber sido, mejor dicho, atravesado
por ella. De haberla vivido, en cierto modo. De haber regresado de la muerte como quien
regresa de un viaje que lo ha transformado: transfigurado tal vez.
He comprendido de repente que tenían razón esos militares para asustarse, para evitar mi
mirada. Pues no había realmente sobrevivido a la muerte, no la había evitado. No me
había librado de ella. La había recorrido, más bien, de una punta a otra. Había
recorrido sus caminos, mehabía perdido en ellos y me había vuelto a encontrar, comarca
inmensa donde chorrea la ausencia. Yo era un aparecido, en suma.
Siempre asustan los aparecidos.
Este texto es un fragmento de su libro La escritura o la vida, editado por Tusquets. |
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