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Por Facundo Martínez Dijo el filósofo francés Jean Paul Sartre que todo silencio es una voz. Y es cierto. Bastó haber ido ayer a La Bombonera para dar fe. Porque ni los gritos de aliento del principio ni los aplausos corteses de "La Doce", y por momentos de todos, alcanzaron para tapar, aturdir o conjurar el silencio espectral que produjeron casi 50 mil personas en diferentes pasajes del partido frente a Talleres. Ese silencio consensuado pareció anunciar un estado de luto: como si el empate con Talleres y el River campeón --a lo que habría que sumar la emotiva despedida de Diego Cagna--, expresaran el fin de un ciclo de éxitos indiscutibles. Hubo una "fiesta", fuegos artificiales, sorteos, elecciones, y hasta se revolearon remeras; pero nada de esto pudo más que esa mudez, despertada por el poco criterioso juego de los bicampeones. Aunque no es lícito omitir que los hinchas gritaron sí la pérdida del torneo, sin más remedio, y gritaron también en agradecimiento a todo lo que dio el equipo, en otras oportunidades. El silencio fue en respuesta a los avances de los cordobeses, a los primeros treinta minutos de juego sin llegada al arco que defendía Mario Cuenca. Una réplica contra ese Riquelme apagado o ese Serna desesperado o ese Samuel violento y sobreexigido, contra la desorientación de ese equipo que había entrado en la cancha como candidato y que minuto a minuto fue perdiendo color y oportunidad. Lo de Talleres fue más que digno. Los cordobeses les quitaron la pelota a los locales, la jugaron mejor y fueron más punzantes: lo que se dice, protagonistas. Hubo un gran trabajo de Rodrigo Astudillo y Darío Gigena, quienes, junto con Ricardo Silva, se las arreglaron para desestabilizar la defensa y hasta el mediocampo xeneize. No es que a Boca le haya faltado generar peligro, porque lo generó varias veces, aunque nunca con tanta claridad como lo hicieron los visitantes. Lo que, si no hubiese sido por la atinada actuación del colombiano Oscar Córdoba, pudo haber convertido el resultado en la primera derrota del equipo de Carlos Bianchi en su cancha. De todas formas, los sueños de Boca se derrumbaron en el Bajo Flores. Y es curioso, porque la certeza del quebranto de esa mínima ilusión depositada en los chicos de Oscar Ruggeri fue el único y el más legítimo impulso para que los de Boca comenzaran a insinuar, aunque sólo haya sido por orgullo, que querían jugar mejor para hacer la fiesta un poco más noble. Pero esta imagen, de recuperación, duró lo que tardó Saviola en convertir el segundo gol de River. El pitazo final del árbitro Sergio Pezzotta, alivió. Los hinchas de Boca aplaudieron a su equipo. Putearon a los "Cuervos" y putearon más a Ruggeri, y obviamente a los campeones. La cancha comenzó a vaciarse, los fuegos de artificio a apagarse en la claridad del cielo. Hubo gritos y cantos, y "dale Boca, dale Bo", pero nada fue tan fuerte como ese silencio de espectro, con el que toda esa gente se despidió de su pequeño sueño, y algo más.
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