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Por Juan Gelman

 

t.gif (862 bytes) Taimados, escondedores, opiómanos, enigmáticos: éstos son apenas algunos de los lugares comunes que en Occidente se aplican a los orientales en general y a los chinos en particular. Esa visión -–o versión-- instalada hace siglos en la mentalidad occidental no sólo revela una ignorancia profunda: también da cuenta de las comodidades del pensar acerca del Otro, sin preguntas sobre la validez de estereotipos herrumbrados por el tiempo, ni verdadero interés por civilizaciones milenarias que ofrecen al mundo un sólido esplendor. Ocurre hoy, por lo visto, con lo poco que se conoce de la narrativa china actual.

na32fo01.jpg (39493 bytes)La que interesa en el ámbito capitalista desarrollado, la que prefieren los editores de Europa y Estados Unidos, aquella en la que se regodean admirativamente ciertos críticos, es unidireccional: debe, ante todo y sobre todo, internarse en los horrores de las cárceles que padecen los prisioneros políticos del régimen, que por cierto existen. Si, además, el autor la condimenta con la figura del héroe, un toque de belleza femenina en peligro y un ejercicio abundante del sexo en lo que escribe, es seguro que la novela o el relato encontrará en Occidente un editor entusiasmado por tal parentesco con un bestseller hollywoodense que brindará al lector el doble placer del voyeurismo y la sensación tranquilizante de gozar de libertad. No otra es la receta que practica Zhang Xianlian, autor de La mitad del hombre es mujer (Penguin Books, 1989).

Esa literatura de denuncia suele ser más denuncia que literatura, al menos en la que se conoce por aquí. Su forma y arquitectura son simplonas, el estilo, tipo un mensaje por frase. Recuerda lo peor de las novelas "realistas socialistas" que se cometían en la ex URSS para exaltar a la tractorista musculosa, pero buena ama de casa, que con su empuje logra que los campesinos de su koljós dupliquen la producción; o al obrero stajanovista, que la decuplica; al "hombre nuevo", en suma, y desde luego a Stalin, al partido comunista soviético y al Ejército Rojo. En la literatura china dirigida a Occidente el encargo es al revés. Pero críticos y editores no toman en cuenta -–salvo alguna excepción-- los valores literarios de esas obras: más bien evalúan la situación presente de China. Su intención es política y parecen curiosamente seguir una vieja consigna de Mao Tsé-tung: "Apoyamos todo lo que se opone al enemigo".

La literatura china -–que empezó a ser recogida por escrito hace tres mil años-- es una de las más variadas, ricas y sutiles del mundo, y no falta en ella el señalamiento de las injusticias sociales, sólo que expresado en el tejido de la narración, como consecuencia de ella, no como su origen. El sueño del pabellón rojo, de Ta'ao Chan, es la historia de un triángulo amoroso que describe la decadencia de una familia de alcurnia y su final trágico. Fue escrita en el siglo XVIII y, para algunos, es una de las mejores novelas jamás creadas en el mundo. Un largo relato erótico, de autor desconocido, publicado en el año 1610, Ching P'ing Mei, puede leerse como un paisaje documental de la vida china del siglo XVII. Las acciones del protagonista, Ching Hsimen, un señor feudal cruel y perverso, desnudan las injusticias de entonces por necesidad de composición del personaje. Esta novela fue prohibida más de una vez so pretexto de las escenas sexuales que contiene. Casi todos los ejemplares de la primera edición fueron rastreados y quemados en la plaza pública.

La narrativa china que Occidente hoy publica no refleja la complejidad de ese país, la tensión de su literatura y su cultura entre el peso secular de lo tradicional y el anhelo de modernización, las contradicciones que aún se mueven por las sucesivas y cambiantes políticas del Comité Central en la materia, desde la democrática iniciativa de Mao --–"que florezcan cien flores"-- hasta la represión indiscriminada que escritores, intelectuales y artistas sufrieron a manos de los jóvenes guardias rojos enfervorizados por la Gran Revolución Cultural Proletaria que lanzó el mismo Mao en los años '60. Sin olvidar la matanza de estudiantes chinos en Tienanmen (nombre que significa "Plaza de la Paz Celestial"), ni la apertura al capitalismo, a la libre empresa, al dinero como valor supremo, que impulsara Deng Xiao-ping.

La crítica que califica a Zhang Kienliang de "Lawrence chino" (por sus insistencias narrativas sexuales) o de "Kundera chino" (por su aparente disidencia frente al régimen) pasa por alto algunas cosas. Por ejemplo: que Zhang entra y sale de China sin obstáculo alguno. Que declaró a la prensa occidental que "no hay presos políticos en China". Fue perseguido y acosado durante 22 años, pero además de escribir, ahora, en la China de Deng Xiao-ping, es presidente del directorio de una compañía de importación y exportación y ha fundado una verdadera ciudad del cine en un área remota y desértica del noroeste de China. Allí ha desplegado escenarios a la Hollywood de casas y paisajes tradicionales del país que sirven de fondo para filmar películas de kung fu y como atracción turística. Zhang es al mismo tiempo: para Occidente, una víctima del sistema comunista, y para China, un empresario exitoso. Escribe sobre "el dolor chino" y los editores occidentales se lo compran. Se trata de una buena mercancía, un producto que se vende.

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