|
Por Diego Fischerman Maurice Ravel cometió un pecado imperdonable: la perfección. De ahí que en general se lo juzgue frío, que se lo caracterice con el mote inocultablemente denigratorio de "relojero suizo" y que su obra, a pesar de ser una de las más originales del siglo XX, sea considerada siempre en una especie de segunda línea después de Debussy. Ese, tal vez, sea el primer gran malentendido: pensar a Ravel en relación con Debussy. O, peor aún, como parte de una escuela, la impresionista, que en realidad nunca existió. El otro pecado de Ravel fue, claro, el humor. Las grandes obras, ya se sabe, son serias, largas y, en lo posible, aburridas. Entonces, ¿cómo podría asegurarse que sus dos óperas, rondando una los 45 y otra los 50 minutos de duración, llenas de sátira, paródicas en más de un aspecto y estructuradas sobre las mezclas de géneros más iconoclastas, son las más importantes de su época? Pareciera que Ravel las escribió, precisamente, para que nadie pudiera decir tal cosa. Que, desde su propia concepción, La hora española y El niño y los sortilegios se oponen a la idea de grandeza. Si el modelo francés para el género era Massenet, las óperas de Ravel son explícitamente anti-Massenet. Y él lo disfrutaba. "Le puedo asegurar que esta obra se distinguirá por una mezcla de estilos que será severamente juzgada", se jactaba en una carta a Roland Manuel, refiriéndose a El niño... La edición ejemplar que acaba de sacar a la venta Deutsche Grammophon actualiza la cuestión. Una presentación liviana, con dibujos de Chuck Jones, refuerza la idea de "pequeñez" (lo humorístico, los géneros menores, lo infantil). Los efectos orquestales, la modernidad de la escritura vocal, la genialidad de la estructura, hablan, sin duda, de grandeza. En todo caso, Ravel paga todavía la culpa de ser demasiado moderno para el gusto de los tradicionalistas y, por otra parte, de que su modernidad sea demasiado sutil, demasiado poco declamada, como para ser reivindicada por las vanguardias. Entre las tantas injusticias sufridas está, por supuesto, la de haber recibido la famosa Legión de Honor francesa. Y, como correspondía, haberla rechazado. Pero siempre hay alguien más malo todavía y ahí estaba Erik Satie para decir, muy suelto de cuerpo, que "Ravel rechazó la Legión de Honor, pero toda su música la acepta". Por supuesto, eso no es cierto. Y si quedan dudas, escúchese el bastardeado Bolero, una composición de modernidad apabullante donde la orquesta no habla de otra cosa que ella misma. En esa obra no pasa nada que no sea la orquesta. Y al final, como un chiste (o como una puesta en escena formidable) se incluye lo que durante casi toda la historia de la música anterior había sido el eje fundamental de desarrollo: una modulación. Pero esta modulación, en el Bolero, no sirve para nada. Después de ella, la obra termina. O, más precisamente, sirve para decir que durante toda la obra no hubo modulación alguna. La primera ópera escrita por Ravel, La hora española, fue compuesta en 1907. La segunda, El niño y los sortilegios, en 1924. Previn, en estas interpretaciones, apuesta a un elenco con pocas estrellas, pero de gran musicalidad, en el que se destacan Pamela Helen Stephen en el papel del niño, Elizabeth Futral como El Fuego (en El niño...) y Kimberly Barber como Concepción, y John Mark Ainsley en el papel de Gonzalve (en La hora española). La estrella es, sí, la Sinfónica de Londres, que también se luce en las obras acopladas. Mi madre la oca en un caso y la Rapsodia española en el otro ponen de manifiesto no sólo la calidad de la escritura orquestal de Ravel sino la particular empatía que logra Previn con ella. Una grabación espectacular (que termina siendo una de las ventajas más claras con respecto a las versiones de Ansermet y de Lorin Maazel) y la presentación, con notas del experto Roger Nichols (autor del notable libro El mundo de Ravel, que publicó la editorial Adriana Hidalgo), completan los numerosos atractivos de estos álbumes.
|