Los argentinos estamos shockeados, estos últimos tiempos, por
una serie de accidentes. Un avión que se cae, un auto a 200 por horaque se lleva por
delante a otro, la masacre de Ramallo. Parecemos signados por la mala suerte.
Los humoristas solemos encontrar el absurdo en lo cotidiano. Cuando lo familiar se vuelve
absurdo (siniestro, diría Freud), los humoristas perdemos nuestro sentido. Quizás para
recuperarlo, intenté pensar cuán accidentales eran los hechos. Y vi que
hasta un chico podía reconocerlo con claridad.
Mi hijo tiene 13 años. Está preparando su examen de ingreso al secundario. Una de las
materias es Historia. Uno de los puntos, la diferencia entre Estado de
bienestar y neoliberalismo. Traté de explicarle el tema, pensando que
sería difícil para él. Y él me dijo más o menos esto: Mirá, pa,
supongamos que en mi escuela hay dos chicos; uno se llama Juan, el otro Pedro. Juan es un
pibe agresivo, les pega a todos, pero se las ingenia para que la maestra nunca lo agarre.
Además se hace la víctima. A Pedro, por el contrario, siempre le pegan o lo burlan, y
hasta la maestra lo tiene encasillado como el torpe del grado. Bueno: en una escuela
neoliberal, Juan es un winner, un ganador, un ejemplo, y Pedro un loser, un
perdedor, un marginal; mientras que en una escuela de bienestar Juan sería un
victimario al que hay que ponerle límites, y Pedro una víctima a la que hay que
ayudar.
Entendí. Creo que entendí. Y las palabras límites, victimarios,
winners, losers, resonaron en mis oídos con estos
accidentes.
En el Estado neoliberal en el que vivimos, aprendemos a zafar. Eso es lo
importante. A cualquier precio. Lo demás no importa. Los demás no importan. Las leyes
están, pero nadie vigila que se cumplan. Los otros son cosas. Y si son obstáculos,
habrá que correrlos, o llevárselos por delante, o simplemente patearlos. O eliminarlos.
¿A quién le importa?
Si los otros, los que no somos yo, yo, yo, yo y mis amigos no existen, ¿qué
problema hay en llevármelos por delante? Si los atropello o si les disparo no los mato,
porque no existen. Son como un dibujo animado. Nada.
Las leyes me dicen: Está prohibido atropellar a los demás, está prohibido
circular a más de 80 km por hora, está prohibido hacer volar aviones en mal estado, se
debe proteger la vida humana en cualquier caso.
Pero si no las cumplo, ¿qué me pasa? Depende quién sea yo. Si soy de los que logran
zafar, no me pasa nada. Entonces, el instinto me enseña que, más que cumplir o no con
las leyes, me debo preocupar por pertenecer al selecto grupo de los que logran zafar.
¡Mírenme, soy capaz de correr más rápido que ustedes, de atropellar a alguien,
de disparar a matar y no me pasa nada! En esta sociedad aparecer como transgresor es
símbolo de status, de winner (lo dijo mi hijo: en otro Estado, ese supuesto transgresor
sería un victimario, un mal tipo).
En realidad, ni siquiera se trata de ser transgresor sino de
trabajar de transgresor, de exhibirse como transgresor, cuando desde los
tiempos de Freud sabemos que el verdadero transgresor oculta sus actos, no quiere que se
lo reconozca como tal. Acá el status no lo da la transgresión, sino la impunidad.
¿Por qué un padre pone semejante arma (¿no es un arma, un auto que puede ir a 200 por
hora?) en manos de un adolescente? ¿Usted le daría a su hijo de 18 años una
ametralladora para que saliera a jugar al tiro al blanco por la calle? Y si lo hace, ¿no
debería la sociedad ponerle un límite? ¿O proteger al resto de los ciudadanos, y aun a
usted mismo, de semejante estupidez? En un Estado de bienestar, sí. Acá, seguramente le
van a proponer a la gente que salga a la calle con chalecos antibalas, casco, ydentro de
un tanque. Así de paso hacen negocio los fabricantes de chalecos antibalas, cascos y
tanques.
Si usted sale a la calle así nomás, confiando en la protección del Estado, después no
diga que no le avisamos.
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