Siempre pensé que aquella Navidad en Pennsylvania no debía ser escrita. No sé por qué la revivo ahora: quizá porque no tengo otra cosa que hacer y la brisa del río a medianoche es incitante. Ojalá el juicio sobre mi conducta no sea demasiado gravoso.Hacía un frío de esos que no se pueden narrar: extremoso como el verano del Chaco e incapaz de dar tregua, lo congelaba todo. Hasta las ganas de pensar, la sonrisa, el ánimo, todo. Un frío del demonio, se diría en inglés, aunque uno suele pensar que los demonios han de ser más bien calientes. Pero ustedes me entienden: en Pennsylvania en diciembre, cuando la nieve cae como un interminable llorar blanco durante todo el día y toda la maldita noche, ni el Demonio Jefe te calma esa condenada sensación de frío que te entumece los pies y te hace tiritar como si fueras un muñeco espástico.La fiesta era en la casa del decano de aquella prestigiosa universidad. Una casona magnífica: camino de grava desde la carretera hasta lo alto de la colina y en la colina la imponente construcción, como una caja de zapatos blanca y hermosa, con columnas dóricas que sostenían el porche delantero al que daban doce ventanas simétricas, seis en cada planta. Dos lacayos negros flanqueaban una puerta de maderas finas labradas que parecía declarar solemnemente que por allí sólo debían pasar aristócratas y millonarios y de ninguna manera el infeliz que en ese momento la miraba. Era un palacete de arquitectura sureña, de película onda Lo que el viento se llevó, pero con detalles de novela de Ross MacDonald, como esos dos guardias armados que circulaban, no muy discretos, por entre los coches y vigilando los movimientos del chico que los estacionaba y de cada uno de los visitantes. Cerca de la entrada había una fuente que tenía un chorro de agua congelado, y en la puerta te recibía un negro uniformado como un dictador africano, que seguramente comandaba al pequeño ejército de sirvientes negros que en el verano seguramente eran jardineros negros que arreglaban los canteros de las azaleas y limpiaban la caca de los pájaros depositada sobre los blanquísimos enanitos de yeso del parque. El manto brillante de la nieve a la luz de la luna producía un resplandor entre plateado y blanco, como de telgopor. Era un paisaje de tarjeta postal, frío e impoluto, de una armonía perfecta y completamente norteamericana.Adentro éramos un mundo de gente que me eximo de describir por razones de espacio, y porque estaba la misma fauna de cualquier fiesta navideña de las que se celebran en todo el mundo. Para mí lo diferente eran dos cosas: la oportunidad de ser testigo de un mundo de fantasía por la pura casualidad de estar de paso en esa universidad, y el hecho encantador de que la casa incluía una piscina cubierta, de aguas templadas, en un jardín de invierno símil trópico (de Cáncer, por supuesto). A un costado había un jacuzzi tamaño social, espumeante y calentito, entre palmeras y filodendros. Allí me instalé con el agua al cuello, burbujeante y turbia, y me integré a la charla que sostenían dos profesores de la universidad, una abogada de California, la esposa del dueño de casa, una puertorriqueña que reía todo el tiempo y un gordo que nunca supe quién era, ni para qué. Se hablaba sobre Nada. Y si hasta ese momento yo pensaba que iba a ser una Navidad perfecta para el olvido, todo cambió cuando me deslicé levemente para reafirmarme en el asiento común, y tuve que apoyar mis manos en los bordes, bajo el agua. Mi mano derecha tocó, sin quererlo, uno de los pies de la decana. Juro que la coincidencia fue total: ella no quitó su pie; yo no retiré mi mano. Y la noche dio un vuelco de ciento ochenta grados porque suavecita, lentamente, comencé a acariciar ese pie.Yo no había mirado antes a esa mujer. No sabía si era bella o fea, gorda o flaca, interesante o aburrida. De veras: ninguna evaluación, digamos, como evalúan los solterones empedernidos, los divorciados irredentos, loscasados seductores, esas fieras. Tampoco sabía si ella me había mirado o si yo le gustaba. Pero no desatendimos la charla ni dejamos de beber, mientras bajo la espuma incesante del jacuzzi mi mano y su pie jugaban de lo más bien, como pececillos dichosos.Aunque no la había mirado, enseguida advertí que al menos su pie izquierdo me gustaba muchísimo. Repulgadito, ni ancho ni delgado, de piel suave y sin callos ni juanetes, era un pie que con sandalias debía ser una delicia para mirar. Su tobillo era igualmente armonioso, y también su pantorrilla, porque, como es obvio, yo subía, o mejor, deslizaba mis dedos a todo lo largo de su pierna. La espuma cómplice nos cubría y éramos una pareja de protoamantes, digamos, éramos socios, porque yo recorría su pierna y ella me dejaba recorrer. Había un acuerdo tácito en el tocamiento, leve y sin mayores pretensiones pero hermoso: mi mano era experta y su piel permisiva, aunque no cachonda sino con clase.De reojo vi que no era fea. Habrá sido sublimación, no sé, pero hasta me pareció preciosa. Ella, por supuesto, ignoró mi mirada pero me indicó su reticencia tensando los músculos del muslo. Me alarmé un segundo y dije algo para el grupo, una ocurrencia que todos celebraron, y después volví a tocarle el pie, el tobillo, y cuando ella se acomodó en el asiento común pude incluso acariciarle una nalga y luego el muslo nuevamente. Ella se dejaba tocar, atentamente dócil. Era un muslo firme, duro, trabajado en gimnasio. Yo seguí por él como si mi mano recorriera un sendero obligado, y así llegué a la región apenas más áspera de su entrepierna, avanzando con cautela pero con decisión. Ella me dejó hacer y lo que acabamos haciendo fue lo que podría llamarse sexo táctil. Sentí cómo gozaba y yo gocé también.Fue muy hermoso pero no diré más. No corresponde y ya me estoy arrepintiendo de lo escrito. Como los diamantes, ese encuentro navideño fue una joya única. Nunca más volví a esa casa ni a esa universidad, jamás volví a ver a esa mujer, jamás la llamé por teléfono, jamás le envié siquiera un mensaje, un saludo, una palabra. Al día siguiente tomé un avión, y para siempre. Y la verdad es que ahora estoy disconforme conmigo: aquella noche inolvidable no debía ser contada. Si mal no recuerdo fue Oscar Wilde el que dijo que los caballeros no tienen memoria. Lo había olvidado y seguro que por eso me fui de boca. Lo lamento. Así que, por favor, hagan de cuenta que no les conté nada. Para Poli Délano |