Por Diego Fischerman Aquilea es un
lugar lejano. Allí, los habitantes rara vez escuchan su propia música. La industria
cultural casi no existe. En ese país, atravesado en una época no lejana por
persecuciones políticas, algunos artistas sobreviven creando en las catacumbas. Producen,
a veces, obras maestras. Ellos mismos no saben, en ocasiones, cómo fue que lograron hacer
lo que hicieron. Y esas obras maestras, frecuentemente olvidadas durante años,
esporádicamente salen a luz. Alguien revuelve algún cajón, alguien tiene algún
recuerdo de algo visto o escuchado hace tiempo, alguien se dedica a investigar. Entonces
pasa que un sello como Acqua Records (nombre casi perfecto para un país como Aquilea)
descubre la música de una antigua película. Una película en muchos aspectos genial, de
paso. Y la música es la obra más atípica y tal vez la más osada de uno de
los mejores músicos aquilenses, quien además actuaba en la película haciendo el papel
de uno de los mejores músicos aquilenses.Aquilea, en todo caso, fue una ficción.
Demasiado parecida a la realidad, es cierto. De allí proviene Fabián Cortés,
bandoneonista y compositor residente en París. Deprimido, desconcertado ante un rumbo
musical nuevo que no alcanza a definir, apesadumbrado por lo que sucede en su país,
Cortés desaparece misteriosamente para un día volver al mismo restaurante de siempre,
donde lo encuentra Danielle, su compañera. Cortés cuenta, además, que a menudo se
encuentra con Arolas. Cortés era Rodolfo Mederos, nativo también de Aquilea y compositor
de la música de Las veredas de Saturno, una película filmada en 1986 por Hugo Santiago.
La música, en un juego de espejos brillante, era la que Mederos, haciendo de Cortés,
componía a partir de los tangos de Arolas. Lo notable en este film (y en esta música)
era que el director había conducido al compositor como si se tratara de un actor. La
música era parte del personaje y aquí no se trataba de música de Mederos para
película argentina hecha en París. Lo que el bandoneonista tuvo que componer, como
músico, fue lo mismo que debió hacer como actor: meterse en la piel de Fabián Cortés.
Será por eso que esa obra árida, descarnada, todavía le produce una suerte de
azoramiento. Me pregunto, al escucharla, por qué si pude hacerlo una vez, nunca
más volví a componer de esa manera, dice Mederos, sentado en un bar de Aquilea. El
país ha cambiado. Ya no hay persecuciones políticas y todo tiene música de fondo
(cafés, restaurantes y hasta el pingüinario del zoológico) y es siempre la misma
música. El siglo termina allí como en todas partes y Mederos, a pesar de una carrera
ejemplar, de haber sido uno de los grandes renovadores de la música de esa ciudad, de ser
reconocido como un creador indiscutido, de haber tocado junto a Daniel Barenboim en todo
el mundo, sigue preguntándose sobre su estética. Y, sobre todo, por cómo sigue su
historia. Que la música de Las veredas de Saturno (donde tocaban junto a él el
guitarrista Tomás Gubitsch, Osvaldo Caló en clave, Jean-Paul Celea en contrabajo, Hugh
Mac Kenzie en violoncello, el violista Eric Shumsky, el percusionista Vincent Limousin y
François Craemer en clarinete bajo) sea editada recién ahora en CD es, posiblemente, un
dato. Mederos, que se peleó con sus padres musicales al inventar Generación 0 uno
de los grupos más originales de la música popular aquilense y necesitó después
amigarse con ellos, encuentra en esta especie de eslabón tan maravilloso como perdido, un
camino posible.
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