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JORGE LUIS BORGES Y GÜNTHER GRASS, FIGURAS CULTURALES DE FIN DE SIGLO
El año en que el mundo se volvió borgeano

El centenario de uno y el Nobel de otro pusieron a dos grandes del siglo en el ojo del interés masivo. María Esther Vázquez, Alicia Steimberg, Guillermo Saccomanno y José Pablo Feinmann discuten, en este balance, sobre lo bueno y lo malo de la temporada.

El centenario de Jorge Luis Borges invadió la vida de Buenos Aires hasta límites insospechados, con acento en el mes de agosto.

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Por Verónica Abdala

t.gif (862 bytes) Fue, ante todo, el año de los grandes, al frente de ellos Jorge Luis Borges y de Günter Grass. Del argentino porque los fastos de su centenario se convirtieron en noticia, repetida al infinito. Del alemán, porque ganó el Premio Nobel, después de dos décadas de figurar como candidato. El que termina también fue el año en que Adolfo Bioy Casares, Olga Orozco, Rafael Alberti y Paul Bowles pasaron a la inmortalidad, que se habían ganado con sus libros. Si hubiese que elegir desde Argentina una personalidad del año en la cultura, sin duda sería la de Borges, que, como se sabe, murió en 1986. Pero el centenario de su nacimiento desató una oleada de reconocimiento a su figura, que incluyó homenajes de todo calibre, oportunismos, reediciones a granel y una especie de renovado debate sobre el valor de su obra y el peso de sus actitudes políticas. Que Borges haya sido noticia a esta altura, y por caprichos de calendario, parece una broma, o un capricho. No debería dejar de recordarse que, vivo, Borges intentaba convencer a sus contemporáneos de que merecía ser olvidado después de muerto, mientras, padre de las contradicciones. se ingeniaba en una obra con destino de trascendencia. La trascendencia que adquirió su obra puede quedar claro si se piensa de qué forma su centenario superó holgadamente en repercusión a los de Vladimir Nabokov, Ernest Hemingway y Raymond Chandler. Fue también el año del alemán Grass, que se alzó con el último Nobel de literatura del siglo, después de que en los últimos dos años lo ganaran dos comunistas europeos, el portugués José Saramago y el italiano Dario Fo. Lo que, de algún modo, confirma la sospecha histórica de los reaccionarios: la Academia Sueca está llena de izquierdistas disfrazados de viejitos buenos. El autor de El tambor de hojalata, socialdemócrata de izquierda, “comprometido y entrometido”, según su propia definición, se alzó con el premio tras veinte años de paciente espera, casi lo mismo que aguardó Borges en vano. Claro que Grass no defendió dictaduras militares. El día que se enteró, un poco en broma y un poco en serio, Grass dijo que la novedad lo llevaría indefectiblemente a envejecer. “Lo que me ha mantenido joven hasta ahora –explicó– fue el estar esperando el premio. Y esa espera se ha acabado”. No hubo, en torno de Grass, unanimidades, ni en el mundo ni en la Argentina, lo que debería ser normal. “A El tambor... le sobran la mitad de las páginas”, opina María Esther Vázquez. “Y la verdad es que hay que tener espíritu de sacrificio para leer sus otros libros, que son bastante aburridos. Aunque muy pocos colegas se atrevan a admitirlo públicamente.” Vázquez presume que las razones políticas pesaron a la hora de elegir al ganador del Nobel, lo que, se sabe, no es novedad. Alicia Steimberg coincide en parte con Vázquez. “A mí, como a muchos otros escritores, Günter Grass ni me va ni me viene. Por eso no considero que éste sea uno de los hechos relevantes del ‘99, que fue un año de transición, de mutación hacia otra cosa”. José Pablo Feinmann y Guillermo Saccomanno opinan, en cambio, que el premio a Grass fue un acto de justicia, aunque no dudan respecto del carácter político de la distinción. Aunque a Feinmann le parece un tanto “conspirativa” la idea de que la Academia Sueca apoya indiscriminadamente a escritores de izquierda o partidarios de la socialdemocracia. “También premiaron a Camilo José Cela, que si no es ‘facho’ es algo bastante parecido a eso”, advierte.En relación con los homenajes a Borges, a excepción de Vázquez, que fue su amiga personal, Feinmann, Saccomanno y Steimberg tienen la impresión de que, muy argentinamente, se pasaron de rosca. Feinmann define: “Todo homenaje es siempre exterior, se hace desde un punto de vista que tiene que ver con el cholulismo y cosifica al homenajeado. Por eso me parecenabsolutamente irrelevantes los que se hicieron en torno de Borges, que por momentos fue exaltado hasta límites inconcebibles”. Steimberg opina: “Los que ya lo leían lo seguirán leyendo, y los que no lo habían leído deben haber huido espantados”. Saccomanno sostiene, como viene haciendo desde hace largo tiempo, que Borges está “sobrevaluado”. “Yo no puedo olvidar, además, que él se reunía con Pinochet y Videla. No creo en las disociaciones, que son siempre interesadas, y me pregunto seriamente si el año que viene, cuando se cumplan cien años del nacimiento de Arlt, va a haber tantos homenajes como hubo este año”, sostiene. Para Saccomanno, los grandes de las letras argentinas son, en todo caso, Sarmiento, Arlt y Walsh. Los outsiders, subraya.En el último año del milenio murieron Bioy Casares, Olga Orozco –una de las mayores poetas latinoamericanas del siglo, ganadora del Premio Juan Rulfo 1998–, Rafael Alberti –por cuya herencia libran una desagradable batalla su hija y su última esposa, María Asunción Mateo–, y el gran escritor, viajero de raza, y prócer beatnik Paul Bowles. La poeta pampeana murió en agosto, en Buenos Aires, a los 79 años. Bowles, que tenía 80, falleció en Tánger, donde vivía desde medio siglo antes. Alberti, uno de los mayores referentes de la poesía española de este siglo, había llegado a cumplir 96, cuando se fue en octubre, en Cádiz, cerca del mar. Bioy, compañero infatigable de Borges –al menos desde 1932 a 1986– sumaba 84 cuando su cuerpo le dijo basta. Tenía la esperanza de que “el tropiezo imperdonable de la muerte” implicara “reunirse con los otros” escritores que lo habían precedido en el adiós. “Los dioses –como escribió Juan Gelman en una contratapa de Página/12– respondieron a sus pedidos”, en agosto, y le evitaron el mal trago de prolongar gratuitamente el sufrimiento y la soledad. Nunca le simpatizó la idea de estar solo. Era, por lejos, el escritor latinoamericano vivo más importante. Para Vázquez, esta muerte es el acontecimiento más representativo del año, junto a los homenajes a Borges y el avance de la “literatura basura”. Los homenajes a Borges, con quien mantuvo una estrecha amistad, fueron buenos porque, dice, “probaron que alcanzó la universalidad y que integra el canon más selecto de los maestros de la literatura de todos los tiempos”. El avance de la lógica del mercado por sobre los parámetros de calidad fue noticia porque ayuda a entender el aluvión de fabricantes de best sellers –Paulo Coelho, Erica Jong, Robin Cook, Larry Collins, etc.– que arribaron a la Argentina para participar de la Feria del Libro. La muerte de Bioy, sostiene Vázquez, marca el fin de una era y el comienzo de otra. “Bioy era el símbolo de una época, y de una generación, la de Borges y Victoria Ocampo, entre otros, que serán recordados por los siglos. Ellos son el símbolo, también, de un estilo de acercamiento a la vida cultural, que se ha esfumado. Hoy asistimos a una suerte de agonía de la cultura". Saccomanno y Feinmann no ven en Bioy al representante de una época, sino a un “escritor interesante”. Que corre el riesgo de convertirse, en palabras de Saccomanno, en objeto del “chauvinismo argentino, tan proclive a los fetiches”.En medio de la borgesmanía, uno de los pocos escritores que lo criticó en público fue el español Arturo Pérez Reverte, que llegó en abril para la Feria del Libro, y generó un revuelo tras sostener en una conferencia que “Borges era un gilipollas”. El escritor español tuvo la valentía de decir que admirarlo desde el punto de vista literario no le impedía afirmar que Borges fue injusto con el idioma español. “En su autobiografía no tiene una sola palabra amable para nuestra lengua. Dice que como escritor argentino tiene que sobreponerse al español y que es demasiado consciente de sus defectos”, recordó. Participaban de la Feria los de siempre en elámbito local y un contingente de foráneos –como el español Fernando Savater, el mexicano Carlos Fuentes, el francés Gilles Lipovetsky y la francesa residente en México Elena Poniawtoska– cuyas visitas hicieron soñar a sus editoriales con mejores ventas en el corto plazo. Entre los autores que publicaron durante el ‘99 obras relevantes -nombrarlos a todos es imposible–, valdría la pena no olvidar a Carlos Fuentes (Los últimos días de Laura Díaz), Andrés Rivera (El profundo sur), Tomás Eloy Martínez (El sueño argentino), Patricio Manns (El desorden en un cuerno de niebla), Martín Caparrós (La voluntad), Martin Amis (Agua pesada), Abelardo Castillo (El Evangelio según Van Hutten), Abrasha Rotenberg (Historia confidencial. La opinión y otros olvidos), John Berger (Mirar), Ian Gibson (Lorca-Dalí. El amor que no pudo ser), Fernando Savater (Las preguntas de la vida), Miguel Bonasso (Don Alfredo), Roberto Fontanarrosa (Una lección de vida y otros cuentos), Guillermo Saccomanno (El buen dolor), Guillermo Cabrera Infante (El libro de las ciudades) Rosa Montero (Pasiones), Homero Alsina Thevenet (Nuevas crónicas de cine), Antonio Skármeta (La boda del poeta) y Kenzaburo Oé (Arrancad las semillas, fusilad a los niños), entre otros.

 

Un libro por año, por persona

La Feria del Libro, que este año cumplió su primer cuarto de siglo, fue visitada por un millón de personas y registró un aumento de alrededor de un 20 por ciento de las ventas respecto de 1998. Sin embargo, su concreción estuvo rodeada de varios debates en torno de su verdadero valor cultural, su legitimidad y hasta sobre el sistema de participación, cuyos costos excluyen a los editores más chicos e independientes. Las estadísticas aseguran que cada visitante vuelve con un libro a casa. Un estudio del Centro de Estudios para la Nueva Mayoría sostiene que en el país, el promedio de lectura anual es de menos de un libro por habitante. Otra estadística indica, sin embargo, que los argentinos gastan un promedio de 12 pesos anuales en libros. En Estados Unidos, que no es un país culto, pero sí con sectores de mayor poder adquisitivo, esa cifra asciende a los 146 dólares anuales.

 

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