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Pobre Dutch. Tiene un día complicado en la Corte. No es fácil ser un policía de la División de Asuntos Internos. Eso de investigar a sus propios colegas sólo puede traer disgustos y Harrison Ford --en la piel del sargento Van Den Boeck ("Dutch" para los amigos)-- pone cara de abnegación y sufrimiento. En el otro extremo de Washington D.C., la diputada Kay Chandler (Kristin Scott Thomas) pelea por su reelección. Quiere jugar limpio, sin trampas, pero siente que la empujan al barro. Dutch y Kay ni siquiera se conocen, pero tienen demasiadas cosas en común, además de su integridad y su franqueza. No lo saben, pero la esposa de él y el marido de ella se están yendo a pasar unos días juntos a Miami. Para cuando se enteren ya será demasiado tarde. El avión se habrá caído y entre los restos de la tragedia quedan las vidas truncas de Dutch y Kay, que despiertan a la verdad, a su inocencia traicionada como en medio de una pesadilla. La memoria, que también suele ser infiel, hace preferir de la irregular carrera del director Sydney Pollack una de sus primeras películas, ¿Acaso no matan a los caballos? (1969), sobre la magnífica novela de Horace McCoy, o aquel vertiginoso vehículo de lucimiento para Dustin Hoffmann que fue Tootsie (1982). Hay quienes podrán elegir, con buenos argumentos, Ausencia de malicia (1981), con un soberbio Paul Newman, y hasta la espectacular versión de Out of Africa (1985), las memorias de Isaac Dinesen, encarnadas por Meryl Streep y Robert Redford. Pero a pesar de que Destinos cruzados comparte con estos dos últimos films el mismo guionista, Kurt Luedtke, difícilmente este melodrama que no se atreve a ser tal llegue a figurar entre lo más perdurable de la obra de Pollack. Todo resulta demasiado trabajoso, forzado, inverosímil en la relación que une a los personajes. En principio, no parece que el matrimonio de Dutch tenga algún otro sustento que no sea el que le impone, de facto, el guión. Su mujer, elegante como una modelo, era diseñadora gráfica de una de las principales marcas de ropa femenina de los Estados Unidos y cuando Dutch, que ni siquiera llegó a teniente, se presenta al trabajo de su esposa buscando desesperadamente datos sobre la tragedia, quedan al descubierto dos mundos irreconciliables. Es como si su personaje fuera policía solamente para que tuviera la posibilidad de iniciar una investigación que de otra manera no sería posible. O para que Ford pueda decir, con voz quebrada: "Yo tendría que haber sabido; me pagan para saber cuándo la gente está mintiendo..." Tampoco parece muy razonable que un personaje como esta virtuosa diputada que compone con su habitual distinción Scott Thomas (que toda la vida va a dar la impresión de haberse escapado de El paciente inglés), rodeada por un ejército de asesores de campaña, se involucre tan fácilmente en la locura de ese policía obsesionado con saber por qué su esposa lo engañaba. "¿Qué diferencia hace? Están muertos", le dispara ella al comienzo, y ahí mismo la película parece terminada. Hasta que de pronto comienza a sentirse improbablemente atraída hacia Dutch, por el sólo hecho de que Harrison Ford es el galán de la película. No ayuda tampoco toda una inútil subtrama policial que involucra al policía, ni el ritmo cansino que Pollack le impone a su largo relato, amenizado apenas por una banda sonora de jazz que incluye algunos instantes fugaces con la trompeta de Terence Blanchard y la voz lejana de Diana Krall. El mismo Pollack se reserva un papel secundario pero bien visible en la película (el de "creador de imagen" de la diputada) y es allí cuando es posible confirmar lo buen actor que es. Ya lo demostró en Maridos y esposas, de Woody Allen, con una mundanidad abrumadora, y lo ratificó esta misma temporada, en la memorable secuencia de la sala de billar de Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick, en la que muy sutilmente le hace sentir a Tom Cruise todo el peso de un poder omnímodo. No hay actores secundarios como él en Hollywood en estos días. Y en cambio directores que hacen productos exánimes como Destinos cruzados sobran.
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