Por Diego Fischerman Si los críticos
ingleses hubieran estado en Buenos Aires a fines de setiembre y principios de octubre,
todo se explicaría más fácil. Porque si no, la decisión de la revista especializada
Gramophone de nombrar a Martha Argerich como artista del año sólo podría significar que
lo sucedido aquí también es moneda corriente en Europa. Y eso resultaría difícil de
creer para cualquiera que haya atribuido a la emoción por el regreso al terruño el
despliegue, la comunicatividad musical, la calidad de las interpretaciones y esa especie
de fenómeno de masas (pequeñas masas, pero masas al fin) que se generó a su alrededor.
Martha Argerich dio cuatro conciertos. Uno en dúo con el también excepcional pianista
Nelson Freire, otro con el cellista Mischa Maisky, uno como solista con la Filarmónica de
Buenos Aires y otro, en el Luna Park, con la Sinfónica Nacional. Todos fueron asombrosos.
Mucho más que porque se tratara de una hija pródiga por el hecho incontrastable de que
se estaba en presencia de una de las grandes intérpretes del siglo. Además, Argerich se
dio tiempo para presidir el jurado del concurso que lleva su nombre y que se realizó por
primera vez en 1999 y en esta ciudad. El otro gran momento de una temporada signada en
gran medida por el caos y los conflictos internos del Teatro Colón que obligaron a
numerosos cambios de fecha y de sala tuvo que ver, precisamente, con uno de los
títulos programados en esa sala. Resabio de la gestión anterior (en la que el director
musical había sido el compositor y pianista Gerardo Gandini) y en el centro de una
temporada dedicado casi con exclusividad a títulos recontratransitados y a elencos y
puestas mediocres, la puesta de Jorge Lavelli para Pélleas et Melisande, de Debussy, se
destacó como uno de los hitos en la historia reciente del teatro. Además de la belleza y
precisión de la régie, gran parte del mérito estuvo en la adecuada elección de
director (Armin Jordan) y elenco (con una magnífica Frederica Von Stade como Melisande).
José Cura en un Otello de Verdi fallido, June Anderson en una Traviata de gran chatura,
Mirella Freni como una envejecida Mimí en la opaca La Bohème de Puccini y Samuel Ramey
en una puesta fastuosa, pero vacua de la intrascendente Mefistofele de Arrigo Boito dieron
la nota de una postura ideológica mucho más preocupada por contar con algún divo de vez
en cuando que por la coherencia estética. El cónsul de Menotti, una Salomé de Richard
Strauss pobre en lo escénico, pero excelente en lo musical y el estreno de La ciudad
muerta de Korngold (lograda a pesar de un reparto desparejo) fueron las agradecidas
excepciones. Más interesante fue lo propuesto por el Centro Experimental del Colón, con
una apertura a cargo de La vuelta de tuerca de Britten y, en el cierre, la contundencia de
Otras voces, de Marcelo Delgado. La Filarmónica de Viena dirigida por Lorin Maazel, la
Orquesta Nacional Rusa con Vladimir Spivacov y un pianista formidable (Nikolai Luganski),
la Filarmónica de Oslo con Mariss Jansons y Gidon Kremer como solista y la Orquesta de la
Radio de Francia conducida por Marek Janowski y los notables Percusionistas de Strasburgo
ofrecieron, por su parte, conciertos de gran nivel.
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