La miopía es un defecto del ojo que deja fuera de foco a los objetos. El miope no ve bien. Si no usa anteojos o lentes de contacto pierde los colectivos, en madrugadas de frío, que van por avenidas a toda velocidad, quedando sólo en la parada por no ver con claridad el número de la línea. O se pone crema de enjuague antes que el champú cuando se baña al no distinguir uno de otro. Al miope las cosas se les presentan borrosas y le resulta difícil reconocer a las personas de lejos. Mediante una técnica avanzada denominada excimer láser se talla la cornea, en una operación que no dura más de quince minutos, para que el ojo recupere su capacidad y calidad de visión sin necesidad de un corrector externo ya sea anteojos o lentes de contacto. Pero existen, además, otros tipos de miopía que voluntaria o involuntariamente reflejan nebulosas para la comprensión de los hechos. Para esos casos, el avance en las técnicas oftalmológicas no ha encontrado soluciones quirúrgicas.
Roque Fernández ya no usa anteojos, rompiendo con esa dependencia fastidiosa a pesados armazones. Dejó atrás la miopía, satisfacción que sólo pueden comprender quienes también lidian con gafas o frasquitos varios para limpiar lentes, pero continúa fuera de foco cuando se trata de mirar el financiamiento a la educación. Roque tiene la convicción de que el mercado resuelve mejor la prestación de servicios públicos, entre ellos la educación. Con esa idea surgen desopilantes planes que proponen que el Estado, en lugar de financiar a los establecimientos educativos, otorgue ese dinero en forma de voucher a los padres para que paguen la escuela o la universidad. El principal abanderado de esa política es el ex viceministro de Economía Carlos Rodríguez, a la vez rector de la Universidad CEMA, donde Roque & Cía. retornarán cuando abandonen el Palacio de Hacienda. Para que quede más claro vale la pena ponerse los anteojos: una idea que es defendida desde la teoría económica de la mejor asignación de los recursos encierra un negocio detrás, que es el desarrollo de las casas de estudios privados. A todo esto, ¿no resulta llamativo el espectacular crecimiento del CEMA en estos años?
También es borroso el debate que se abrió con el impuesto para aumentar el sueldo de los docentes. Resulta obvio que lo óptimo sería que la mejora salarial proviniera del presupuesto educativo. Pero ya se sabe cuáles son las partidas que se eligen para recortar gastos. Entonces, ese tributo es un parche obtenido por una inédita presión de los docentes. Pero no por eso es menos justo. Y aunque les moleste a los economistas del elenco estable de la city y a la mayoría de los medios no existe un rechazo de la gente a pagar ese impuesto.
Resulta otro disparate el argumento para oponerse a ese impuesto el referido a que la presión tributaria en Argentina es elevada: los contribuyentes argentinos pagan la mitad en comparación con cualquier país desarrollado. Y es más increíble escuchar que quienes cumplen con sus obligaciones tienen una presión tributaria mayor. Las alícuotas de los impuestos son más bajos que en otras economías y, en caso de que todos pagasen, lo lógico sería que esos fondos adicionales sirvieran para que el Estado pueda dar una mejor prestación a necesidades básicas de la gente.
No está libre de miopía también el gremio docente, que se anotó un extraordinario éxito al haber nacionalizado el conflicto para obtener respuestas del Gobierno. Pero desde hace algunos años el presupuesto para pagar a los maestros es obligación de las provincias y de la Capital. Los jefes de gobierno de esos distritos son más responsables que la Nación por los magros salarios que cobran los maestros, pero se hacen los distraídos y no cargan con el costo político del conflicto, entre ellos Eduardo Duhalde y Fernando de la Rúa. Para que la mirada de los maestros entre en foco, deberían tocar también esas puertas.