Edgardo
Chiban estudió arquitectura, letras, historia y filosofía. Fue docente
en universidades de Estados Unidos y Europa, y hoy dicta en Salta seminarios
de Estética. Repasa, aquí, los movimientos de la cultura en los últimos
años, y elogia a los que en el futuro, como hoy, posean “alguna clase
de anacronismo”. Advierte, además, sobre la tendencia en la que el diseño
usurpa el lugar del sentido.
Por
Juan Forn
Para poder salir de Salta y estudiar una carrera
noble que no fuera Letras, que era la que estudiaban las chicas,
Edgardo Chiban eligió Arquitectura y Buenos Aires (Igual
fui a las clases inaugurales de ingreso de ambas: en Letras dieron Santo
Tomás de Aquino y en Arquitectura pasaron una película
de Antonioni, cosa que hizo más fácil aún la decisión).
Corría el año 66. Después de recibirse, Chiban
partió a Europa donde acumuló varios cursos de posgrado
en historia y filosofía, mientras empezaba a dar conferencias
y cursos él mismo en lugares tan disímiles como Cambridge,
Dubrovnik, Londres, París y Nueva York (en Columbia y la NYU).
En 1985 volvió a Buenos Aires y tuvo su primer trabajo institucional
con contrato y continuidad como docente en la UBA mientras
avanzaba en su primer trabajo de investigación, que le llevaría
doce años: las relaciones entre ética y estética
según la definición de Foucault. Hace tres años
volvió a Salta, desde donde viaja al exterior cada dos por tres,
invitado por universidades europeas y norteamericanas como una suerte
de ministro sin cartera del cine argentino. En estos días prepara
un enorme Festival de Cine Independiente en Salta, cuyas películas
irán después a los festivales de Nueva Orleans, Providence,
Tucson (Arizona) y el de la UCLA en Los Angeles. Paralelamente sigue
avanzando en una omnímoda historia del arte desde el siglo XV,
dicta en Salta un seminario de Estética para graduados y fantasea
con la idea de escribir una historia de los clichés culturales.
Si usted se instalara en 1999 como punto panorámico y mirara
los últimos doce años según las marcas
culturales que dejaron...
Bueno, yo trato de escapar de las cronologías porque uno
corre el riesgo de emitir juicios morales encubiertos: estamos en el
fin de esto y ahora viene el comienzo de aquello, o el apocalipsis.
Hoy estamos sumergidos en una forma muy particular de la temporalidad:
se habla de los 60, los 70, los 80, como si el tiempo fuera nada más
que unas décadas corriéndote de atrás y mordiéndote
los talones y el resto fuera un vacío. La diferencia con otros
fines de siglo es que los medios hoy ya han tomado eso como tema constituido.
La época se ha convertido en un tema artístico.
¿Cuán diferentes son los que empiezan hoy un itinerario
intelectual como el suyo?
A mí siempre me interesaron aquellos que poseen alguna
clase de anacronismo, incluso hoy. En la actualidad hay un sistema de
relaciones en el que pareciera que uno está muy acompañado
en lo que hace. Demasiado. Como si la buena idea de la soledad se hubiera
perdido. La soledad se ha convertido en una disfuncionalidad básica
de los seres humanos, cuando fue durante siglos uno de los rasgos más
altos de sociabilidad, según Sennett: aprender a estar con uno
mismo para poder estar con los otros. Lo que sí pasa hoy es que
tienen más difusión las cosas que no se hacen en esa soledad.
Por ejemplo, hay cosas que hoy parecen pertenecer al deber universal
de la cultura. Mucha gente que estudia cine lo ve no por su pasión
sino por formar parte de ese conocimiento: Vi todo Fritz Lang.
La relación que se tiene con el objeto es lo que parece haber
variado: hoy hay un conocimiento mediatizado en abundancia por ese imperativo
cultural.
¿Pero hay personas haciendo la filosofía,
como hasta hace poco Foucault, o antes Sartre y Heidegger?
Foucault nos enseñó a no convertirnos en proxenetas,
en intérpretes exclusivos y difusores de un pensamiento. Eso
que anunció en sus últimos libros (que no son los que
se suele estudiar de Foucault) ha sido gran parte de mi trabajo en todos
estos años: esos libros como quesos gruyere llenos de agujeros
para que uno entrara, saliera, rehiciera y continuara las líneas
tendidas para seguir pensando cosas. Es cierto que en determinada época
de la formación personal hay que pasar por ese proxenetismo,
pero no hay por qué quedarse ahí. Cierto tipo de trabajo
no depende de instituciones académicas ni de fundaciones o mecenas.
Pero las mismas instituciones han modelado eso como una especie de producto
posible, una forma de trabajo que llaman investigación, y todos
investigan sobre cosas ya investigadas. Es como una vuelta al siglo
XVI y sus exégesis: comentarios de comentarios de comentarios.
Entre ese saber académico y la proliferación
de la otra cultura, en cualquier momento se enunciará
una teoría que enseñe a desaprender, a limpiar el disco
duro de la mente...
A mí me preocupa la imposibilidad de desechar. Al formarse,
uno tiene que dejar ciertas cosas de lado si no le son elocuentes. Esperando
que, si en algún momento vuelve a encontrárselas y le
son más elocuentes... Deleuze llamaba esos encuentros bodas
contra natura: esa imposibilidad de desechar sería como
establecer relaciones de conyugalidad. A veces fantaseo con la idea
de hacer una historia del cliché, porque siento que vivimos en
una imaginería que está completamente formalizada, en
la que ya todo el mundo tiene una cronología de la historia del
arte en base a clichés, y eso restringe la interpretación
personal. Quizá lo que ha pasado es que se ha roto nuestro vínculo
con el mundo. Si no creemos como los creyentes en un mundo mejor, si
tampoco tenemos la ética del revolucionario que cree en este
mundo transformado para mejor, tenemos la obligación de crear
un ética en este mundo tal como es. No poner a priori el juicio
moral de cómo debería ser, antes de saber cómo
es, el arte o el mundo.
Revisando clichés y hechos artísticos de los últimos
doce años...
Me resulta muy difícil, desde el punto de vista de la injusticia,
elegir unos hechos contra otros, pero elegirlos a todos me haría
culpable de totalitarismo. Aparentemente hoy se tiene una mayor cantidad
de público que antes para lo que a uno le interesa. Pero también
se ha generalizado la cantidad de público que hace cursos para
que les hablen del libro que no va a leer. Y eso constituye un sistema
que evita hacer el trabajo personal sobre un determinado pensamiento.
Eso ha proliferado. Hay más difusión pero menos trabajo.
Uno sigue encontrando gente original, joven o no, en los lugares más
insospechados. Originalidad que nada tiene que ver con los clichés
periodísticos de lo intelectual, digo. Hoy uno tiene que estar
cada vez más atento en ese ejercicio del desentrañamiento
de sentido, y la posibilidad de decepción es más grande,
lo cual me parece sumamente positivo. Uno debe mirar por el golpe inesperado
que recibe, a veces. Siempre que supere esa mirada prejuiciosa, despreciativa.
¿Hay mirada despreciativa todavía?
Hay una erudición nueva y a toda erudición le resulta
muy difícil no ser despreciativa. Cuando la gente ya habla de
la transgresión como una especie de obligación, ¿qué
clase de transgresión es posible? Pasolini les decía a
los jóvenes después del 68: cuidado si piensan en
la idea de la liberación como la están pensando, y no
en la idea del trabajo que lleve a esa liberación, porque van
a terminar todos encerrados en ghettos llamados discotecas. Yo leí
eso en el 89, y miré a mi alrededor y vi los ghettos. Claro:
Pasolini atacaba mucho más a los que cuestionaban que a lo cuestionado,
porque lo cuestionado era lo obvio, como un reflejo pavloviano. Pero
Pasolini vio el mundo de hoy en los 60 simplemente porque ese mundo
ya venía siendo lo que es hoy, no porque él fuese un vidente.
En algún momento del siglo la vanguardia envejecía
todo a su paso...
El efecto que tuvieron las vanguardias de fin de siglo pasado
y principios de éste terminaron creando, para la historia oficial,
la idea de que todo arte tiene una vanguardia. La vanguardia se convirtió
así en un deber ser, pero siempre referida a aquella vanguardia
madre. Cuando la vanguardia tiene un programa previo a su propia
existencia deja de serlo para convertirse en una escuela más.
Probablemente la vanguardia haya sido un momento determinado del arte,
pero no uno necesariamente repetible ni deseable. En especial en este
sistema confesional que vivimos, en donde todo lo que eran anormalidades
han pasado a ser disfuncionalidades confesables...
¿La sociedad de la diversidad acepta tanto lo diferente
que termina exigiendo nuevos tipos de disfuncionalidades confesables?
Yo diría que sí. Pero inventar un anacronismo es
una tarea artística bastante fuerte en estos tiempos. No tiene
un método. Y, mientras tanto, se ha solidificado nuestro aparato
de juicio (el aparato teórico-crítico) y no tanto nuestro
aparato perceptivo. Por más que se diga que la percepción
se ha ampliado con los medios, a la larga ha terminado restringiendo
una parte, que es la que conecta la percepción con el pensamiento.
Cuando se habla de la transgresión como una especie de
obligación, ¿qué clase de transgresión es
posible en el arte?
En esta época parece como que todo pasa por el diseño.
Y no: es la idea formalizadora del diseño la que imprime esa
fuerza. Incluso con sus usurpaciones. Por ejemplo, cuando uno se propone
el diseño (es decir, los mecanismos) antes que el sentido, el
resultado es muy pobre. No hay secreto posible a develar.
¿Hay cosas agonizando a nuestro alrededor?
No sé si agonizando. No me gusta ese uso de la palabra
agonía. Esa actitud expectante milenarista me recuerda a cuando
se hicieron las traducciones de la Biblia a los idiomas monárquicos
y cristianos en el siglo XV. Al utilizar los métodos retóricos
de la traducción, la compusieron como un relato, que tenía
un principio en el Génesis y un fin en el Apocalipsis. La Biblia
no tenía hasta ese momento una continuidad. Era, como decía
Borges, una biblioteca de libros dispares, de importancia teológica
o meramente histórica. Ese fue otro diseño, que exhibe
una retorización que no ha muerto para nada hoy.
Pero volviendo a la pregunta...
Volviendo a la pregunta, veo muchas cosas transformándose,
yo diría alquímicamente en algunos casos. Estarían
muriendo si yo esperara que la vida perdure de esa manera, pero yo no
estoy esperando eso. Veo cosas que desaparecen, al transformarse en
cosas a veces desconocidas, y no sé cómo relacionarme
con algunas de esas transformaciones. Si la pregunta es ¿está
muriendo una época?, yo diría que lo que creemos que está
muriendo ya murió hace rato. Pero el electrodoméstico
nos confundió a todos en los 50. Por ejemplo, en un momento se
dijo que la TV sepultaría al cine. Y hasta ahora parece ocurrir
lo inverso: el cine, por decir una guasada, se entromete y se ha entrometido
más con la TV, creativamente, que la TV con el cine. ¿Pudo
el cine revolucionar la sociedad gracias a su masividad, que era el
sueño de los primeros cineastas? Cuando ese sueño murió
en el cine, no murió el cine: murió ese sueño.
A la pregunta-cliché sobre la muerte del cine, Hitchcock contestó
que iba a pasar lo mismo que en el siglo XIX, cuando los servicios de
agua dejaron de estar en las fuentes públicas para llegar a las
casas a través de las cañerías: evitar que la gente
salga a la calle.