Comunicarse
es, desde hace algunos años, algo que a todo el mundo le suena vital
para estar en el mundo. En esta entrevista Beatriz Sarlo analiza los
sentidos de la palabra “comunicación” y las perspectivas desde las que
se puede pensarla de acá en más. Lectores de libros, amantes del cine
y buceadores de Internet, por un lado, y espectadores de televisión,
por el otro, todos seguirán tratando de descifrar los mensajes, siempre
y cuando los haya.
Por
Alan Pauls
Hay una operación sin la cual a Beatriz Sarlo le
resulta difícil hablar: el entrecomillado. Mezcla de cautela
y de intervención, de distancia y de captura, ponerles comillas
a las cosas es el primer paso para situarlas, pensarlas, discutirlas.
Escritora (La máqui-na cultural es su último libro), do-cente
de literatura argentina en la Facultad de Filosofía y Letras
(su úl-timo seminario abordó la cuestión de Las
Pasiones), ex asesora de Gra-ciela Fernández Meijide ("Yo
soy una persona de izquierda", contesta cuando se le pregunta por
qué desertó), Sarlo no vacilaría en aceptar que
esas tres prácticas disímiles son formas de la comunicación,
a condición de exigirles todos los riesgos que "el mundo
de la comunica-ción" (las pinzas son de Sarlo) parece empecinado
en liquidar: vaivén, tensión, problematicidad, aventura.
¿En qué contextos registra más a menudo la
palabra comunicación?
Básicamente yo diría que en dos. Uno es un contexto
de psicología vulgar, y por psicología vulgar
entiendo un saber difuso, que proviene de los libros pero es no libresco,
que pretende interpretar cuestiones de las relaciones interpersonales.
Comunicación aparece siempre en la dupla comunicación/incomunicación,
donde el elemento más fuerte, más duro, es incomunicación.
Y el otro es un contexto claramente académico. Es la universidad
la que ha reinventado la comunicación, y para reinventarla
ha establecido un aparato gigantesco de escuelas y de carreras de comunicación,
con un cuerpo profesoral y una masa estudiantil crecientes. Pero el
fenómeno desborda los contextos meramente académicos.
¿Por qué hay esa fiebre por saber comunicación?
Habría que ver si la fiebre es por saber o por operar en
el mundo de la comunicación. Hay una oscilación y
creo que ni las carreras ni su clientela la tienen resuelta entre
un saber teórico, digamos, y una muy fuerte voluntad de decir:
Yo también soy protagonista de este mundo. Un mundo
que por supuesto es el más vistoso, el que tiene la iluminación
más atractiva.
Aprender comunicación sería aprender a vivir en
el mundo contemporáneo.
La comunicación es una destreza. Las carreras de comunicación
generan una cierta idea del mundo la idea de que el mundo contemporáneo
es el mundo de las comunicaciones y refuerza, por lo tanto, la
importancia que tiene para ese mundo el saber manejarse en el campo
de la comunicación. De ahí vienen todas las epopeyas actuales:
que la comunicación es central, que dentro de 20 años
vamos a vivir todos colgados de Internet, que vamos a recibir los diarios
por la ranura de la computadora en vez de por abajo de la puerta, y
así de seguido. Y al dar esa imagen del futuro, sin duda crean
la necesidad de aprender a vivir en ese mundo.
¿Qué dimensión del mundo de las comunicaciones
le resulta interesante?
A veces tengo la fantasía de ponerme a mirar televisión
infinitamente. Me lo digo incluso como un mandato, pero creo que es
un proyecto imposible. La gente de mi edad está formada como
lector, y, en el terreno de la comunicación, como lector de diarios.
Ahí encuentro mis propios límites. Es decir, qué
pasa frente a la TV con personas formadas como lectores que, además,
son personas de funcionamiento intelectual: casi la formación
opuesta a la del televidente. Después lo que me interesa es Internet,
pero por todo lo que Internet tiene de cultura libresca. Porque Internet
es una masa gigantesca, pero mucho más de textos que de video,
de clips o de fotos. Es como la esfera de Pascal: su centro está
en todas partes y su circunferencia en ninguna. Es la imagen más
próxima que uno puede tener del infinito. Pero volviendo a mi
perfil de lectora de diarios, me molesta un poco que cuando hablamos
hoy de comunicación tendamos a hablar de comunicación
audiovisual. Y si uno piensa en los últimos 70 u 80 años,
la gran revolución comunicativa es la de los diarios.
Ahí se forma un público diferente al del siglo XIX: es
el gran salto comunicativo. Y eso que forman los diarios es bastante
parecido a algo que está dejando de existir: el público
de cine. El público de cine es lector, como el público
de diarios; el de televisión no. Quiero decir que el público
de diarios y el de cine usan y arman máquinas para construir
significados que son muy similares. Destrezas físicas como la
atención, por ejemplo, y luego simbólicas, sin las cuales
no se puede leer un diario ni ver una película de John Ford o
de Woody Allen. La TV exige otras. Aunque primero habría que
pensar si en la TV efectivamente se construye sentido, o si lo que se
hace es otra cosa.
Algo menos simbólico y más... orgánico.
Sí, una actividad digestiva fenomenal, mucho más
ligada con una incorporación física y con esa sedimentación
que los masmediólogos llaman cultura televisiva de
la gente. Y luego con operaciones que no conocemos. Tenemos teorías
muy convincentes de cómo se lee, pero ninguna tan convincente
sobre cómo se mira TV. Sólo metáforas, y muchos
estudios sobre consumo. Por ahí el error es tratar de pensar
un cómo en algo que es de orden físico. A lo mejor eso
es lo novedoso de la TV y lo que desquicia a intelectuales como yo,
formados en la cultura del libro, los medios de comunicación
de masa escritos y la cultura de las vanguardias.
En los años 50, William Burroughs sugería algo así
como una relación directa entre dos sistemas nerviosos.
O William Gibson, que ha hecho bastante buena literatura con la
idea de que todos estamos enganchados a una matriz por algún
punto nervioso: la punta de los dedos, un diente implantado, un chip...
Y lo que la matriz transmite no es un mensaje, nada con lo que uno pueda
trabajar construyendo sentidos: es algo físico, impulsivo...
Inconsciente. De ahí la enorme capacidad que tiene la TV de construir
imaginarios.
Caemos en la teoría de la manipulación total.
No. Porque si establece esa relación pulsional, la comunicación
no puede transmitir sistemáticamente mensajes ideológicos.
En eso la TV siempre fracasa. Puede transmitir dimensiones imaginarias,
pero no, por ejemplo, construir políticos. Por eso
decir que los políticos del Frepaso son obra de la TV es un error:
son muy buenos en TV porque funcionan muy bien en relación con
ese imaginario. La televisión opera muy bien en un nivel de ensueño
con los ojos abiertos; lo que Gramsci -citando a Freud decía
de los folletines. Y Gramsci, sensatamente, no se escandalizaba por
la ideología de los folletines. Sabía que no era ahí
donde se transmitía algo. No hay manipulación en ese punto.
Como no hay manipulación en un encuentro material entre dos cuerpos.
Es la dimensión amorosa de la comunicación:
no hace falta mediación alguna, como cuando dos enamorados se
jactan de comunicarse sin palabras.
Y es el momento en que Occidente, que necesitó siempre
del lenguaje verbal, pasa a comunicarse con modalidades de la pasión
y la emoción que son de otras culturas, culturas en las que,
cuando se está comunicado, el lenguaje es innecesario. Fijate
qué se escucha cuando los políticos hablan por TV. A la
mañana siguiente, después de aparecer en los programas
de gran rating, la gente los para por la calle y les dice: ¡Estuviste
bárbaro!. Y si alguno pregunta: ¿Sí?
¿Qué fue lo que te gustó?, nunca hay respuesta.
No se sabe. Lo que gustó fue que el tipo estuviera ahí.
La relación de adecuación entre un cuerpo y un medio.
Y entre una mirada y un cuerpo que se ofrece a ella. El texto
de un libro o de un diario reclama una mirada. No se da, yo tengo que
ir hacia él, y si se brinda es para que operemos con él.
La TV se ofrece. En ese sentido es completamente abierta; de ahí
todo lo que tiene de placentero.
¿Hay alguna dimensión de la comunicación
que le resulte insoportable? ¿Algún trance en el que diga:
No, me niego a comunicar?
Respondo algo muy obvio: la TV argentina me resulta insoportable.
Creo que la TV argentina, comparada con cualquier otra TV del mundo,
es una desgracia. Ahí no quiero ser comunicada. Otro punto: preferiría
que el discurso político no fuera tan dependiente de las lógicas
que impone la televisión, que confiara más en los ciudadanos,
en los hombres y las mujeres. Que no pensara que diez minutos en TV
es tocar el cielo con las manos, y por tanto no hay que trabajar en
ninguna de las prácticas tradicionales de la política.
Pensar la política para los medios de comunicación es
infernal. No favorece a la política, a la gente no le sirve para
nada, y si les sirve a los políticos, no creo que sea para tener
mejores ideas.
¿Cuáles son sus requisitos para que haya una buena
comunicación?
La posibilidad de ejercer un tipo de lectura que incorpore la
crítica.
¿Crítica en el sentido de análisis?
¿Crítica como desacuerdo?
La crítica tal como se ejerce en la vida cotidiana. Con
objeciones incompletas: peros, sin embargos,
aunques..., esas especies de fisuras en el tiempo donde
se puede pensar. El periodismo escrito me permite ese ejercicio, y eso
es lo que tiene de realmente democrático. El montaje a mil de
un programa de TV no te lo permite.
Puede apostar al futuro interactivo de la TV.
¿Un espectador que detenga la imagen televisiva? Es posible.
De todas maneras, si ves las transformaciones tecnológicas, no
todos los caminos tecnológicamente posibles son los que se siguen.
No voy a renunciar a la esperanza de sentarme alguna vez entre Beavis
y Butthead (es lo único que me gustaría hacer en TV: ser
una especie de abuela de Beavis y Butthead y decirles: ¡Sáquese
la mano de ahí!), pero no creo que se dé. La comunicación
doble vía ya fue una utopía de los 60, cuando aparecieron
las primeras camaritas de TV, pero nunca se realizó. La cuestión,
entonces, no es si es posible o no. Habría que hablar, en todo
caso, de lo que a los grandes capitales de la comunicación les
interesa que sea posible, ¿no? Porque son ellos los que desarrollan
las puntas tecnológicas. Se ve que están interesados en
la compra domiciliaria, pero nadie diría que eso es interacción.
Yo pienso que esas innovaciones tecnológicas van a servir para
tener más información sobre el mercado potencial de los
televidentes, no para fortalecer la interacción con el medio.
No está de acuerdo con el mundo tal como lo pintan las
carreras de Comunicación.
Ese no es el punto. Porque yo creo que los cambios antropológicos
son más lentos que las predicciones que puede hacer un decano
de Comunicaciones. Cómo se vive, cómo se nace, cuál
es la forma de la muerte: esos cambios tienen una temporalidad mucho
más lenta.
¿Hubo cambios en sus relaciones personales con la irrupción
de las nuevas comunicaciones?
En absoluto. Puedo conseguir un libro extranjero mucho más
rápido y endeudarme comprando discos por Internet, pero sigue
produciéndome mucho más placer escribir y recibir una
carta tradicional: la escritura tiene consistencia, hay un riesgo. Uno
escribe, imprime, mete el papel en un sobre, cierra el sobre con la
idea de que puede estar equivocándose en algo, y va cambiando
las ideas que tenía al escribirla... En una carta hay suspenso,
y una impronta material física: la firma.
Hace 25 años, yo leía palabras como emisor,
receptor, mensaje, y todo ese mundo conceptual
me parecía deseable. Hoy siento que soy un emisor, soy un receptor,
y todo me resulta un poco opresivo.
Yo diría que cuando una teoría se realiza completamente
es una catástrofe. Cuando el marxismo creyó que se realizaba
fue catastrófico. Lo mismo con el mercado, que deja a miles de
personas en la lona. De ahí la perspectiva que hemos aprendido,
y que algunos llaman posmoderna: una cierta desconfianza
muy firme y muy militante ante la teoría, ante la
posibilidad de realizarla por completo. Además, la famosa teoría
del emisor y el receptor, la teoría de Jakobson, presuponía
la transparencia de la comunicación. Vos emitías, un mensaje
se transmitía entre nosotros, yo me daba cuenta de si el mensaje
era expresivo, una orden o un mensaje referencial, lo decodificaba,
y ahí se cumplía el circuito de la comunicación.
Toda teoría que presupone la transparencia tiene algo de catastrófico.
Ahora hemos aprendido que ni las sociedades, ni las personas, ni nuestras
relaciones tienen como presupuesto la transparencia. Y, además,
que no tienen que tener como utopía la transparencia.
Pero el mundo de las comunicaciones ¿no es
más bien el reino triunfal de la transparencia? ¿No tiende
a desalojar cosas opacas como la complejidad, el obstáculo, el
equívoco?
En ese sentido, sí. Es lo contrario de lo que sucede con
la literatura. Ahí uno sabe que siempre hay residuo. Siempre
hay algo que a vos se te va a ocultar. Porque sos vos. Simplemente por
eso. No tiene que ver con el texto; tiene que ver con que sos vos el
que lee, y es a vos a quien siempre se le oculta algo. La TV, en cambio,
pensaría que todo es residuo. Y si todo es residuo no hay nada
oculto, no hay oscuridad: simplemente hay que reciclar. Por eso le gusta
tanto el reciclaje a la TV.
En comunicación hay palabras como común,
comunión, comunidad. Pensaba si la comunicación
no aporta el consuelo, o no nos chantajea siempre con la idea de que,
después de todo, con sus aberraciones, sigue siendo un lazo social.
Totalmente. La idea de comunidad me parece muy importante
en la Argentina de hoy: una sociedad que estalló, donde cada
uno está en su propio plano, sin ver a los otros, y donde los
distintos planos nunca se ven entre sí, como en una cordillera.
Comunidad, hoy, quiere decir cómo rearmar, en gente
que siente que no pertenece a ninguna parte, esta idea de tener algunos
nexos de pertenencia. Cómo hacer para que la idea de un estado-nación
vuelva a ser una idea atractiva no sólo para los que ganan. Ahí
juega la comunicación. Pero es una comunicación que no
tiene nada que ver con la de los medios de comunicación.
¿En qué formas está pensando?
Básicamente en una comunicación que sea institucional.
No digo parlamentaria; digo: comunicación en todos
aquellos escenarios donde se produce una mediación, pero una
mediación que puede ser gobernada por todos aquellos que intervienen
en ella. La de la escuela, la de la iglesia (creo que las iglesias han
encontrado formas muy efectivas de comunicación institucional)
y, de hecho, la de la familia, un artefacto interpersonal muy complejo,
con el que uno tiene una relación muy contradictoria. Hay un
cierto aparato de producción de afectividad, de contacto físico,
que en los años 60 fue muy justamente sometido a crítica,
pero que hoy deberíamos repensar, no para refundarlo sobre un
modelo pasado pero sí para repensarlo. Porque en el vacío
de ese aparato de construcción de contactos íntimos, personales,
físicos, es casi imposible vivir. Pienso en esos escenarios a
la medida, cuyos participantes pueden conocer las reglas, pueden
disentir con ellas, pueden incluso criticarlas y cambiarlas, pero se
sienten incluidos en ellas. Ese tejido no puede ser reemplazado por
los medios de comunicación de masas. Los medios crean ilusiones
de comunidad: gente que se reúne en un programa de TV para decir
yo también fui una mujer golpeada. Pero la comunidad
no es la unión de los particularismos; eso es lo horrendo. La
comunidad es unión de diferencias.
Todas las instituciones que menciona son muy arcaicas.
Sí, tienen una larga temporalidad, y los países
más modernos las defienden a capa y espada. La escuela, o incluso
la ciudad, que para nosotros se ha vuelto un espacio duro, intransitable,
y que sigue siendo un ideal en los mejores lugares de Occidente. Son
instituciones que tienen un sentido de pertenencia. Porque se puede
pertenecer a un barrio, a un club de fútbol, pero no se puede
pertenecer a Tinelli. La comunidad es algo que crea la ilusión
indispensable para sobrevivir de la pertenencia. Y es indispensable
porque de ahí salen todas las formas de la rebeldía. Las
madres de 1940 podían generar rebeldes a la familia; Tinelli
no puede generar rebeldes a Tinelli. No se pertenece a la televisión:
uno le pertenece a ella.