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secciones Los genes egoístas

Por Ileana Lotersztain*

La biología evolutiva es una de las especialidades más polémicas de las ciencias naturales. En el siglo pasado, la discusión pasaba por averiguar cuál era el modus operandi de la evolución. Hoy esa cuestión está medianamente resuelta: la mayoría de los científicos acepta que la selección natural es el motor del cambio evolutivo. Pero todavía falta determinar a qué nivel actúa. Y hay teorías para todos los gustos. Una que le pone los pelos de punta a más de uno es la del zoólogo británico Richard Dawkins, que parece haberse tomado al pie de la letra eso de que una gallina es simplemente la forma que tiene un huevo de fabricar otro huevo.

Para este polémico profesor de la Universidad de Oxford, los seres vivos no somos otra cosa que albergues temporarios de genes. Las 30 millones de especies diferentes que habitan el planeta no son más que 30 millones de maneras distintas de impulsar ADN hacia el futuro. Así, la mona Chita simplemente preserva genes en las copas de los árboles, mientras que la ballena Willy hace lo propio en el agua.

La era pre Darwin

Cuando Darwin publicó El origen de las especies, a mediados del siglo XIX, las teorías evolucionistas habían recorrido ya un largo camino. El fijismo, que proponía que los seres vivos eran una réplica exacta de la creación divina, estaba pasado de moda. Ya nadie dudaba que las especies cambiaban; lo que se discutía era la forma en que se producía ese cambio.

El que pisaba fuerte en ese terreno era Jean Baptiste Lamarck. Este biólogo francés estaba convencido de que los organismos adquirían características nuevas a lo largo de sus vidas para acomodarse mejor al mundo que los rodeaba. El ejemplo más conocido es el del larguísimo cuello de la jirafa, que a los ojos de Lamarck se estiró progresivamente para que este elegante animal pudiera alcanzar las hojas más altas de los árboles. Lo mejor del caso era que las nuevas adquisiciones no beneficiaban únicamente a los individuos directamente involucrados, sino que se traducían en un bonus track para sus hijos.

Un problema de comunicación

Así estaban las cosas cuando Darwin apareció en escena con El origen de las especies bajo el brazo. Si este naturalista inglés hubiera tenido acceso a la Internet, habría podido leer el fabuloso ensayo sobre las leyes de la herencia escrito por un monje austríaco llamado Gregor Mendel, que le venía como anillo al dedo para fundamentar su teoría. Mendel fue el primero en darse cuenta de que las características de los organismos se transmiten de una generación a otra en forma independiente, por medio de lo que él llamó “partículas hereditarias” y que hoy conocemos como genes. Si las vidas, o al menos los trabajos, de estos dos grandes científicos se hubieran cruzado, las cosas habrían sido más sencillas. Pero Darwin nunca supo de la existencia de Mendel, así que cuando postuló que la selección natural era el mecanismo mediante el cual evolucionan las especies, sus oponentes le saltaron al cuello.

Una reacción de ese tipo era de esperar. De acuerdo con la teoría de Darwin, los integrantes de una población no son idénticos, sino que presentan sutiles diferencias: pelo más grueso, músculos mejor desarrollados, huesos más largos. Esta variación natural no es en sí misma ventajosa o perjudicial, pero funciona como un as en la manga. Tal vez el clima cambie en forma repentina y la temperatura descienda abruptamente. Y ahí sí, los que tengan un pelaje más abultado correrán mejor suerte que el resto. En otras palabras, tendrán mayores posibilidades de sobrevivir y dejar descendencia. Una descendencia que, dicho sea de paso, ostentará las mismas características que tan útiles les resultaran a sus progenitores.

La selección natural postula entonces que la naturaleza favorece o, mejor dicho, selecciona a los individuos que resultan más aptos en determinadas circunstancias. La teoría era muy buena, pero sin la genética mendeliana Darwin no podía explicar de dónde salía tanta variación original y cómo se mantenían los cambios favorables a lo largo de las generaciones.

La era pos Darwin

A principios de este siglo, las ideas de Darwin se unieron con las leyes de la herencia de Mendel. La unión hace la fuerza: el neodarwinismo dejó fuera de combate al resto de las teorías y se instaló en un cómodo primer puesto en la competencia evolutiva.

La pregunta es ahora cuál es el blanco de la selección natural. Y las respuestas son de lo más variadas. Para algunos (Darwin entre ellos), lo que importa son los individuos. Otros, en cambio, le dan un rol protagónico a las poblaciones o las especies. Ahora, si de originalidad se trata, el biólogo evolutivo Richard Dawkins se lleva todas las palmas. Este darwinista ferviente está convencido de que lo que selecciona la naturaleza son los genes.

El gen egoísta

Dawkins tiene una visión muy poco antropocéntrica de la vida. Para él, a los fines evolutivos, una mosca resulta indistinguible de un elefante: ambos se ocupan únicamente de proteger y propagar su material genético. “Somos máquinas de supervivencia, robots programados con un único fin: perpetuar la existencia de los genes egoístas que llevamos en nuestras células.” Dawkins ve la evolución como una lucha entre pedazos de ADN, donde gana aquel que consigue hacer más copias de sí mismo. Los genes son inmortales: saltan de un cuerpo a otro a través de las generaciones.

Es necesario hacer una aclaración. Cuando Dawkins habla de inmortalidad, no se refiere a un trozo de ADN en particular. Lo que perdura es la información contenida en esa porción. “Es como imprimir un libro una y otra vez.” Ahora bien, ¿de dónde surge el egoísmo de los genes? La respuesta es simple. El ADN guarda las instrucciones para fabricar toda la gama de seres vivos. Cada especie tiene su propia receta. Un par de cambios aquí y allá y lo que hubiera sido una iguana termina siendo un elefante.

Para cada individuo, todas las instrucciones vienen por partida doble: una variante paterna y otra materna que se combinan para formar un nuevo ser. De modo que cuando un organismo tiene un hijo, sólo le transmite la mitad de sus genes. Y es en este punto donde se produce una competencia despiadada. Dawkins razona que cualquier gen que logre aumentar sus posibilidades de supervivencia a expensas del resto, será más exitoso. Con este criterio, el gen sería la unidad básica del egoísmo. Detectar esta clase de genes en la Naturaleza no es una tarea fácil. Pero los zoólogos Laurent Keller y Kenneth Ross creen haber dado con uno (ver recuadro: “Mis genes me condenan”). Aun así, Dawkins tendría que encontrar no una sino miles de estas partículas para reforzar su teoría. Una teoría que muchos científicos destrozan sin piedad.

Disparen contra Dawkins

Uno de los oponentes más feroces de Dawkins es el paleontólogo norteamericano Stephen Gould. Para este investigador de la Universidad de Harvard, la teoría del gen egoísta hace agua por todos lados.

Sus críticas son demoledoras: la selección no puede “ver” directamente genes, así que tiene que usar organismos como intermediarios. Así, favorece a un individuo porque es más fuerte, más sano o hasta más hermoso. Si la selección actuara sobre un “gen para la fuerza” al elegir un organismo más robusto, entonces Dawkins estaría en lo cierto. Pero los cuerpos no pueden partirse en miles de pedazos, cada uno construido por un gen diferente. Los individuos son mucho más que amalgamas de genes. Y la selección acepta o rechaza organismos enteros porque la enmarañada interacción de sus partes les confiere ventajas o los perjudica.

El doctor Esteban Hasson, profesor de Evolución de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, coincide con Gould en que la postura de Dawkins es ultrarreduccionista. “Es muy ambicioso pretender explicar todo a partir del efecto de los genes. Y eso es lo que hace flaquear la teoría.”

Dawkins ataca de nuevo

Lejos de dejarse amedrentar por sus críticos, Dawkins sigue tirando de la soga y lleva su razonamiento un poco más lejos todavía. Como ya vimos, los genes serían como bits de información microscópicos que persiguen un solo objetivo: hacer nuevas copias de sí mismos. Pero ¿son únicos en su género? Dawkins cree que no. Y en plan de apagar el fuego con nafta, desliza que en la cultura humana también hay elementos que se transmiten y multiplican.

Dawkins bautizó como meme a la unidad de la herencia cultural, el equivalente culto del gen. Y los hay de todo tipo: modas, ideas, discursos y canciones. Y a diferencia de los genes, que saltan de un cuerpo a otro a través de óvulos y espermatozoides, los memes brincan de cerebro en cerebro mediante un proceso que Dawkins denomina, en un sentido amplio, de imitación. Cuando un científico escucha una buena teoría, la comenta con sus colegas, se la explica a sus estudiantes y la menciona en sus artículos. Si la idea se hace popular entonces, como meme, ha hecho un buen trabajo. El biólogo Nick Humphrey lo resume así: “Cuando plantas un meme fértil en mi mente, literalmente parasitas mi cerebro, convirtiéndolo en un vehículo de propagación para ese meme, de la misma forma que un virus parasita el mecanismo genético de una célula”.

El meme Dios

Quizás el meme más exitoso sea también uno de los más antiguos: la idea de Dios. Dawkins explica que la estrategia de supervivencia de este meme es perfecta: “Se multiplica mediante la palabra escrita y hablada, con la ayuda de una música maravillosa y un arte admirable”. Y su triunfo arrasador tiene también un componente psicológico importante. “El dios meme aporta una respuesta a los problemas perturbadores de nuestra existencia. Y sugiere que las injusticias de este mundo serán rectificadas en el siguiente.”

Aunque la teoría dawkiniana de la evolución biológica y cultural es algo extravagante, no deja de ser seductora. Quienes sospechen que Dawkins está en lo cierto, deberían pensar en incluir otras dos cosas en su testamento: los genes y los memes.

*Cátedra de Periodismo Ciéntifico, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.