Por Pablo Capanna
En 1941, cuando los japoneses bombardeaban Pearl Harbour y Hitler invadía la URSS, Borges escribió el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Era una historia tan intemporal que bien podía haber sido escrita veinte años antes o después. Con el tiempo, habría de convertirse en uno de esos clásicos que nadie puede ignorar. En la ficción, Borges discute con su amigo Bioy Casares en una casona de la calle Gaona, quizás no muy lejos de aquella otra donde los alquimistas de Arlt perseguían la Rosa de Cobre. Enfrascados en un debate erudito, Borges y Bioy optan por recurrir a una vieja enciclopedia, la única que tienen a mano. Por casualidad, dan con el artículo dedicado a un misterioso país llamado Tlön, a cuya literatura, historia y geografía están dedicadas bastantes páginas. A falta de otras referencias, sospechan que se trata de un continente perdido o quizás un planeta desconocido; hasta un mundo paralelo al nuestro, como en La trama celeste de Bioy. Tras hurgar las bibliotecas, el dúo erudito descubre que el artículo Tlön ha sido introducido subrepticiamente tan sólo en algunos ejemplares de la edición. Siguen investigando, descubren más indicios en otros libros, y entonces enfrentan la inquietante verdad. Tlön era un juego intelectual concebido allá por el siglo XVII por un grupo de escritores, dirigidos nada menos que por Johann Valentin Andreae, supuesto autor de la Fama Fraternitatis y fundador de los Rosacruces. Desde entonces, una secta de iniciados se encargaba de sembrar indicios para mantener vivo a Tlön. Sobre el final, había una vuelta de tuerca. A medida que pasaba el tiempo, en distintos lugares aparecían objetos, textos y otras pruebas de la existencia real de Tlön. ¿La realidad imitaba a la ficción, o la ficción iba infiltrándose en nuestro mundo cotidiano mientras hubiera quienes creyesen en ella? Heliconia Décadas después, Brian Aldiss, un escritor inglés de ciencia ficción, emprendió un proyecto que recordaba a Tlön. En 1977, se propuso crear un planeta imaginario llamado Heliconia y escribir su historia. Imaginó a Heliconia sujeto a la gravedad de un sistema binario de estrellas, lo cual hacía que tuviese ciclos climáticos milenarios. En cada una de sus estaciones dos especies inteligentes (una humana y la otra de aspecto bovino) alternaban su predominio, cada vez que las condiciones les eran favorables. Para lo que llamó el juego de Heliconia, Aldiss convocó a un nutrido grupo de científicos y escritores, que aportaron sus conocimientos para hacer creíble su mundo. El resultado fueron cuatro novelas (Heliconia Primavera, Verano, Otoño e Invierno) que también se hicieron clásicas, por lo menos entre los lectores de ciencia ficción. Heliconia era un juego y un desafío para los intelectuales que la diseñaron. No era una conspiración, como la de aquellos que habían imaginado a Tlön, sino una suerte de proyecto, y no puede decirse que Heliconia haya invadido algo más que las librerías o las bibliotecas. Magonia Magonia fue, en cambio, un mundo construido a partir de una sola palabra. Con él ocurrió algo distinto y sin duda mucho más grotesco. Dio origen a un mito, uno de esos que tan bien encajan con la credulidad de los posmodernos, una credulidad que no deja de ser hipócrita. El francés Jacques Vallée, experto en informática y consultor de empresas, es más conocido como ufólogo. Alcanzó la popularidad desde que apareció en el film de Spielberg Encuentros cercanos del tercer tipo interpretándose a sí mismo en el papel de un experto en ovnis. En 1979 Vallée escribió un libro titulado Pasaporte a Magonia, donde tras la habitual enumeración de encuentros cercanos proponía una nueva hipótesis sobre el origen de los ovnis. Desde entonces y hasta hoy, ha seguido sosteniéndola en nuevas recopilaciones de casos insólitos que llevan títulos como Confrontaciones, Dimensiones y Revelaciones, sin profundizar demasiado sus fundamentos científicos. Antes de la llegada de Vallée, los ufólogos creían que los ovnis eran naves espaciales extraterrestres, movidas por una tecnología superior. Vallée propuso abandonar la hipótesis extraterrestre, vinculando el estudio de los ovnis con la parapsicología y el folklore. Pensaba que los fenómenos aéreos no identificados tenían muchos puntos en común con las apariciones de seres mitológicos, tan viejas como el hombre, y que las antiguas crónicas y leyendas estaban llenas de testimonios de contactos con otros mundos o mundos paralelos. De este modo, las personas que decían haber sido secuestradas por ovnis pasaban a engrosar las filas de los hechiceros y chamanes de todos los tiempos. Con el tiempo, la tesis de Vallée fue asumida por la New Age, y el psicoanalista Stanislav Grof comenzó a tratar a los arrebatados -que hoy son legión- como protagonistas de legítimas emergencias espirituales. Para entonces, ya proliferaban las sectas que decían sostener contacto telepático con los visitantes del espacio. Pasaporte a Magonia remitía el origen de todos estos fenómenos a los contactos con un mundo paralelo llamado Magonia. La primera mención de Magonia aparecía en los escritos de un clérigo medieval llamado Agobardo, quien habría escrito acerca de naves aéreas y visitantes extraterrestres en tiempos de Carlomagno. En uno de sus libros más recientes (Otras dimensiones, 1991) Vallée da por sentado que el libro de Agobardo nos muestra que hacia el siglo IX la cultura occidental creía en la existencia de una región del universo de la cual provenían las naves aéreas y en la posibilidad de que algunos hombres y mujeres hubiesen viajado a bordo de ellas. El obispo y los arrebatados Dentro de los parámetros medievales, la época de Carlomagno fue un período de cierta tolerancia y racionalidad, el primer renacimiento cultural después de los siglos oscuros. No había caza de brujas -faltaban cinco siglos para el auge de la brujería- y la comunidad judía prosperaba sin conflictos en Francia. Agobardo (779-840), arzobispo de Lyon bajo el reinado de Luis el Piadoso, fue una importante figura de la cultura carolingia. Para su tiempo, puede considerárselo casi un racionalista, aunque por cierto no era un hombre tolerante. Sus escritos antijudíos le valieron una mención en la Historia del antisemitismo, de Poliakov. Celoso de la prosperidad de los judíos, proponía, sin éxito, que no se les permitiera convertir a sus siervos y que cristianos y judíos dejaran de confraternizar en los banquetes, como una suerte de apartheid. Sin embargo, el principal enemigo de Agobardo no eran los judíos ni los herejes, sino las supersticiones populares, esas creencias campesinas ancestrales que la cultura eclesiástica no había podido erradicar. La suya era una actitud que compartían otros autores de la época, como Juan de Salisbury, Hicmaro de Reims o Martín de Braga, preocupados por las prácticas mágicas del vulgo. Una de las supersticiones que más fustigó Agobardo era la creencia en los tempestarios. Entre los campesinos existía la creencia de que algunos hombres eran capaces de atraer las tempestades y el granizo, tanto por venganza como para apoderarse de las cosechas de sus vecinos. Obviamente, se trataba de típicos chivos emisarios como más tarde lo serían las brujas o como ese niño cautivo del Martín Fierro al que los indios sacrifican en la laguna. Se decía que los tempestarios tenían tratos con hombres que venían de un país llamado Magonia, montados en barcos capaces de viajar sobre las nubes, para arrebatar los frutos del trabajo aldeano. Para aventar esta superstición Agobardo escribió, hacia el año 820, su Libro contra las necias opiniones del vulgo acerca del granizo y del trueno. Allí, tras desmentir el poder de los tempestarios, intentaba ejemplificar la insensatez de los campesinos contando cómo él mismo había tenido que salvar a varias personas de quienes se decía que habían caído de una nave aérea, cuando la turba se disponía a matarlos a pedradas. Estas eran sus palabras: Hemos conocido y escuchado a gente tan tonta y ciega como para creer que existe una región llamada Magonia, de donde vienen ciertas naves que navegan sobre las nubes y se llevan esos frutos abatidos por el granizo que los navegantes aéreos les compran a los tempestarios. Algunos de esos insensatos, que daban por ciertas cosas tan absurdas, exhibieron ante la multitud a cuatro personas encadenadas, tres hombres y una mujer, que según decían habían caído de aquellos navíos. Después de varios días de tenerlos aherrojados los trajeron ante mi presencia, seguidos por la multitud que se disponía a lapidarlos. Pero después de una larga discusión la verdad acabó por triunfar, y quienes los habían mostrado al pueblo quedaron confundidos. Sobre este breve y conciso relato, que pinta a Agobardo como un moderno, se construiría todo un mito. Notemos que Agobardo no vio ninguna nave espacial, ni recibió el testimonio de nadie que fuera arrebatado al espacio por misteriosos visitantes. Sólo daba cuenta de una creencia popular que posiblemente ya había causado la muerte a muchos inocentes. De hecho, los chamanes de todos los tiempos siempre creyeron que podían volar, aun sin necesidad de naves aéreas. En cuanto a Magonia, ¿se trataba realmente de un país mitológico? Algunos historiadores creen haber encontrado el origen del nombre en PortMahon, una localidad cercana a la isla de Menorca. Era un lugar que seguramente conocía Agobardo, quien había nacido en Hispania. Sin embargo, más convincente resulta la versión de quienes se han tomado el trabajo de rastrear la palabra en otros textos de la época. La palabra magonia (en minúsculas) ya había sido usada por San Bernardino de Siena, también célebre por su lucha contra las supersticiones. Para Bernardino, magonia sólo era el nombre de esas nubes que anuncian el huracán y condenaba a aquellos que pretendían ahuyentarlas mediante los pases mágicos que trazaban en el aire con sus espadas. Agobardo sólo le habría puesto mayúscula a Magonia, pensando quizás en atribuirle un nombre a la patria de todos los magos. El conde de Gabalis ¿Cómo fue que ese casi inocuo pasaje del arzobispo franco llegó hasta nuestro siglo, generó un mito que sedujo a los ufólogos y fue reivindicado como otro de esos hechos insólitos acallados por el oscurantismo cientificista por los newagers de hoy? En realidad, mucho antes de que alguien pensara en visitantes del espacio, la historia de Agobardo ya había sido rescatada del olvido por el esoterismo del siglo XVII. Los ocultistas conocían la historia de Agobardo, pero antes de que aparecieran los ovnis nadie pensó en atribuirle un origen extraterrestre. Las naves encantadas abundaban en las historias de caballerías y hasta las había voladoras. Por una ironía de la historia, las naves de Agobardo salieron del olvido gracias a una obra pensada como una sátira del esoterismo que fue escrita por un iluminista francés con la misma intención que había tenido Cervantes cuando se tomó en solfa las novelas de caballerías. El libro era El conde de Gabalis o Conversaciones sobre las ciencias secretas, del abate Montfaucon de Villars, publicado en 1760. Era una parodia, escrita con el estilo de las obras de los Rosacruces y cuando el autor fue asesinado, tres años después, se atribuyó el crimen a una venganza de la misteriosa cofradía, de cuyos secretos se había burlado. El abate Montfaucon, un racionalista que aconsejaba buscar siempre las causas naturales, compuso su sátira mezclando lo que sabía de Agobardo con historias de su invención, que atribuía a un cabalista llamado Zedequías. Algo bastante inverosímil, pues es sabido que en el siglo IX la Cábala aún no existía. En el relato de El conde de Gabalis los cuatro caídos del cielo se convertían en embajadores del país de los Silfos. Pero ahora llegaban en flotas de majestuosas naves aéreas, se manifestaban ante una multitud y terminaban quedándose a vivir en la Corte, confundiéndose con los franceses. Por una paradoja no demasiado infrecuente, aquello que fue concebido como la sátira de un hombre de la Ilustración contra los devaneos de los Cagliostros de su tiempo, acabó siendo fagocitado por los propios ocultistas y se incorporó, sin inconvenientes, al cuerpo de sus variopintas creencias. Y esto, sin olvidar que Agobardo también había sido escéptico. Por fin, con el renacimiento ocultista que se inició en la segunda mitad de nuestro siglo, se topó con un mito moderno -el ovni-, y el viejo Agobardo sufrió su último reciclaje. El mito echa a rodar Es difícil dar cuenta de todas las deformaciones y añadidos que sufrió el relato de Agobardo desde el momento en que cayó en manos de los ufólogos. Lo que ocurrió con esta historia es algo parecido a lo que pasó cuando se descubrieron las pinturas prehistóricas de las cuevas de Tassili en el Sahara o con los bajorrelieves mayas. En los años sesenta todos se empeñaban en buscar allí marcianos, escafandras o cápsulas espaciales, alimentando el negocio que explotaría Von Däniken. Con mucha acidez y un gran trabajo de investigación, el humorista John Sladek habría de demolerlas en 1973 con su libro Los nuevos apócrifos. Agobardo debutó entre los ufólogos en 1964. En una de las primeras versiones de la historia ya se hablaba con toda soltura de naves espaciales que aterrizaban regularmente en la región de Lyon y se dedicaban a raptar inocentes campesinos. Aquellos que regresaban del viaje, como los cuatro de la historia de Agobardo, aparecían de repente en la plaza del pueblo, sin poder recordar nada de sus andanzas por Magonia. No faltaron imaginativos dibujos de azorados monjes contemplando una flotilla de platos voladores que desfilaban sobre su monasterio, realizados en el mejor estilo pop de las viñetas de Ripley. En versiones posteriores, se añadía cierto dramatismo: ahora se decía que los cuatro arrebatados habrían sido linchados por la multitud, sin que Agobardo hubiese podido evitarlo. Ahora las naves transportaban a los hechiceros de Magonia, una región situada entre la tierra y el cielo. No faltaba quien se animaba a cambiarle el nombre y hablaba de Matagonia, quizás confundiéndose con la Patagonia. Desde entonces, Magonia se ha convertido casi en un rótulo: ha dado nombre a una revista dedicada hace décadas a lo insólito y tiene abundantes entradas en Internet, tantas como tiene Vallée. En cuanto al ufólogo, quien al cabo de los años confiesa haberse tomado el trabajo de consultar la edición crítica de los sermones de Agobardo (disponible desde 1841), no ha hecho más que disfrutar del embrollo que él mismo ha echado a rodar. Sigue postulando que los hombres de la alta Edad Media tenían contactos con un universo paralelo. De él venían objetos voladores entonces llamados naves, que se llevaban muestras de los cultivos terrestres e ignaros campesinos para estudiar su fisiología, como lo hacen los ovnis. Respecto de Agobardo, quien tras su muerte fue beatificado, propone que se convierta en el santo patrono de los arrebatados (abductees). En realidad, si fuéramos a creerle, tendría que ser el primero de los hombres de negro, esos que intentan preservarnos de la escoria del universo... Se diría que si viviera hoy, seguramente hubiera excomulgado a Vallée por supersticioso. Con cierta mordacidad, Vallée termina su puesta a punto más reciente agradeciéndole al clérigo franco por haber salvado las vidas de cuatro inocentes. Lo cual, añade, demuestra que en estas cosas hasta los escépticos pueden servir para algo. Comprendemos que los escépticos pueden resultar antipáticos, pero es necesario escucharlos para que uno pueda formarse un juicio crítico. Todos necesitamos creer en algo, pero no es lícito alterar la historia para inventar más misterios de los que hay. Al parecer, la ficción borgeana de Tlön ha comenzado a invadir nuestro mundo, con esta historia donde, misteriosamente, volvemos a cruzarnos con los Rosacruces y con las enciclopedias, algunas de las cuales ahora vienen en CD y se especializan en seudociencias. |