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El dios de Frank J. Tipler

Por Pablo Capanna

Hace tiempo un profesor de física me paró en un pasillo de la facultad para hacerme una pregunta:
–Vos que sos filósofo... –comenzó con tono irónico– ¿Se puede saber a qué se dedican los teólogos? –terminó bajando la voz, como si hubiera dicho algo ridículo.
Como el colega era un positivista de viejo cuño, traté de salir del paso hablando de cosas como la arqueología bíblica o de Santo Tomás en CD-Rom, pero me quedé con la impresión de que mi amigo seguía imaginándose algo que estaba entre el yoga y la danza de la lluvia.
Poco después, mi colega murió, sin que volviéramos a cruzarnos. Pienso que de haber vivido hoy, se hubiera sorprendido al enterarse de que algunos físicos de primer nivel ya no piensan como Laplace y se animan a introducir a Dios como hipótesis.
Lo que nunca hubiera resistido sería enterarse de que un físico relativista, Frank J. Tipler, propone incorporar la teología a la física teórica, demostrar la existencia de Dios y dejar sin trabajo al clero de todas las religiones. Y por si esto fuera poco, asegura que al fin de los tiempos tanto López como usted y yo habremos de resucitar a la vida eterna virtual.

Empecemos por aclarar
Ante todo, digamos que la tesis de Tipler no es un libro de autoayuda ni una revelación de la New Age. Ocupa un volumen de casi seiscientas páginas –Física de la inmortalidad. Cosmología moderna, Dios y la resurrección de los muertos, 1994–, doscientas de las cuales son un apéndice escrito para los físicos. Para comprender esta parte, dice Tipler, conviene poseer por lo menos tres doctorados: en relatividad, física de partículas y ciencias de la computación. El resto, afirma con cierto candor, es un “libro popular”, donde la única matemática que se utiliza es la notación exponencial. Cualquiera que se tome el trabajo de leerlo, seguramente no opinará lo mismo.
Si bien se declara no creyente, Tipler se propone nada menos que la “unificación de la ciencia y la religión” y la conversión de la teología en una rama de la física (sic). Anuncia que probará la existencia de Dios, a quien se refiere de modo políticamente correcto como “Él/Ella”.
En ningún momento deja de recordarnos que no es cristiano, pero afirma estar en condiciones de garantizar la realización de lo esencial del judeocristianismo: un Dios personal, la resurrección de los muertos, el cielo, el purgatorio y hasta el infierno. Confiando en eso, dedica el libro a sus suegros polacos, inmolados en el Holocausto.
Cuando el físico Michael Shermer lo compara con el Dr.Pangloss, el optimista inveterado de Voltaire, acepta ser “un panglossiano progresista”. Si le hacen notar que su teoría es una remake de la Gran Cadena del Ser, que sedujo al siglo XVIII, explica que la suya es una cadena temporal.
Su dios no es un Motor inmóvil, concebido como la primera causa del universo. En todo caso, es otra variante aristotélica: la Causa final.

Un fundamentalista del progreso
Tipler nació en Alabama, un medio donde hoy triunfan los Bautistas del Sur, fundamentalistas obsesionados con la idea de la resurrección. No venía de una familia devota sino de una “progresista”. Su padre era un defensor de pobres que creía en el progreso social y en el poder de la educación.
Cuando tenía ocho años, le escribió a Werner von Braun, el responsable del programa espacial, para decirle que respaldaba su visión del progreso indefinido. A los dieciséis se declaraba ateo y cuando se graduó en 1965 quiso hacer un discurso contra la segregación racial, algo bastante subversivo en el Sur Profundo.
Su primer trabajo publicado ya era algo insólito. Bajo el título “Cilindros en rotación: la posibilidad de una violación global de la causalidad”, planteaba nada menos que la posibilidad de construir la máquina de tiempo.
Luego, siendo ya profesor en la Universidad de Tulane, escribió con John Barrow El principio antrópico cosmológico (1986), que tuvo ciertas dificultades de publicación en Oxford. Partiendo del principio antrópico “débil” de Brandon Carter, tomó de Freeman Dyson la idea de que la vida era invencible y eterna. Afirmaba que el cosmos está programado para producir la vida tal como la conocemos en la Tierra y no tiene sentido buscarla en otros mundos.
Desde entonces, se convirtió en un durísimo adversario del SETI, el programa de búsqueda de vida extraterrestre de Sagan, y polemizó con Stephen Jay Gould, a quien califica de “reaccionario antiprogresista”.
Hoy afirma que entonces todavía era agnóstico, aunque el libro parecería indicar lo contrario. Luego, al escribir Física de la inmortalidad, se declararía deísta. El libro no conformó ni a los científicos ni a los teólogos en la mayoría de los países donde fue leído, salvo en Alemania, donde se ganó el apoyo nada menos que de Wolfhart Panneberg, uno de los pesos pesados de la teología luterana.
De Panneberg, a quien cita profusamente, Tipler dice haber tomado la idea de un dios que no “es” sino “será”. De Teilhard de Chardin tomó nada menos que el nombre de su teoría, el Punto Omega, lo cual no impide que critique el vitalismo de Teilhard, su visión limitada a la Tierra y su condición de “poeta de la ciencia”.

La física y el fin del mundo
Al margen de la física, Tipler ostenta conocimientos poco habituales en materia de filosofía y teología, aunque se siente insatisfecho por el poco espacio que los teólogos le dedican al fin del mundo, eso que suele llamarse “escatología”. Con la teoría del Punto Omega, sostiene, el comienzo y el fin del cosmos comienzan a ser temas propios de la física.
Reivindica a Santo Tomás, pero también a Spencer y a Engels, por su fe en el progreso indefinido. De Engels –a quien de modo pintoresco define como “uno de los fundadores de la rama socialista del movimiento progresista”– elogia la Dialéctica de la Naturaleza, un texto discutible hasta para los marxistas.
Sus enemigos filosóficos son Nietzsche, por su idea del eterno retorno, y Heidegger, adversario de la cibernética. No menciona a Hegel, que resultaría bastante compatible con sus especulaciones.
En el campo científico, defiende posturas muy discutidas: el Principio Antrópico “fuerte” (la vida inteligente sólo pudo aparecer una vez y en la Tierra); la hipótesis “fuerte” de la Inteligencia Artificial (las máquinas pensantes superarán y reemplazarán al hombre) y la hipótesis “pluricósmica” de Witt, que postula un número infinito de mundos paralelos. Uno de los ejes de su teoría pasa por el Límite de Bekenstein, que postula un número finito de estados para cualquier sistema cuántico. Conforme a este principio, un ser humano puede tener, como máximo [1010]45 estados: una cifra “enorme”, admite Tipler.

Optimismo
Su optimismo panglossiano le hace confiar en que éste es el mejor de los mundos posibles, que la vida sobrevivirá al tipo de organización biológica que conocemos y que el fin del universo ocurrirá cuando éste sea plenamente consciente de sí, casi como el Espíritu hegeliano.
Tipler se proclama “reduccionista ontológico”. Afirma que un ser humano es un objeto de la mecánica cuántica que puede ser descripto y reproducido exactamente con un programa de 1045 bits. Por cierto, no deja de reconocer que los físicos suelen ser “arrogantes” en estos temas.
Sin embargo, para que su teoría sea científica y no meramente especulativa, entiende que tiene que hacer predicciones que puedan ser sometidas a prueba experimental. Formula seis predicciones: las más puntuales son la masa de dos “partículas”, el top quark y el bosón de Higgs. Para el primero predijo valores que resultaron bastante aproximados cuando el equipo de Lederman lo aisló en 1992. Queda por corroborar su predicción para el bosón de Higgs, la partícula por la cual compiten hoy los físicos norteamericanos y europeos.
De todos modos, cabe presumir que los valores que por fin se determinen podrán ser compatibles con distintas teorías, y el hecho de que Tipler acierte no aporta una convalidación para su teoría del Punto Omega.

La vida conquista todo
El campo en el cual trabaja Tipler es la relatividad general global, disciplina que también practican Penrose y Hawking. Asegura que ellos podrían haber sacado sus mismas conclusiones si se hubiesen atrevido a hacerlo.
El primer postulado de su teoría es que la vida no es un episodio en la vida del cosmos, sino que está llamada a absorberlo por entero. La Vida durará hasta el fin de los tiempos, mucho después de que la Tierra haya desaparecido, aunque asumirá formas no biológicas. Desde la Tierra, se expandirá el universo entero en unos cuantos millones de años, hasta que toda la materia esté organizada.
Por supuesto, quienes colonizarán el universo no serán hombres de carne y hueso sino máquinas creadas por el hombre, robots de inteligencia superior a la nuestra que habrán superado hace mucho tiempo el test de Turing. Con esto debe entenderse que en algún momento su conducta no podrá distinguirse en nada de la humana.

Los autos son seres vivos
Tipler define la vida como “información”. En su criterio, los autos y las computadoras son seres vivos, aunque todavía no personas. Oponerse a la creación de máquinas más inteligentes que el hombre, por temor a que nos dominen, es “racismo”. Mejor sería tomar ejemplo de los japoneses, que “aman” a sus robots y no pueden vivir sin ellos, recomienda.
Según Tipler, la capacidad del cerebro humano es de 1015 bits y 10 teraflops (un flop es la cantidad de operaciones de punto flotante por segundo). Ya existen megacomputadoras con una capacidad operativa de 2 teraflops, de manera que tarde o temprano la tecnología superará las limitadas capacidades de la frágil materia gris.
La conquista del universo se consumará enviando al espacio “sondas de Von Neumann”. El gran matemático había imaginado máquinas que contengan el programa necesario para producir réplicas de sí mismas, es decir de reproducirse utilizando los materiales disponibles en otros mundos. Las máquinas de Von Neumann viajarán en naves “relativistas” impulsadas por antimateria, cuya teoría no deja de desarrollar. Una simple extrapolación lleva a imaginar que unas pocas sondas enviadas al cosmos producirán en dos o tres generaciones una multitud de máquinas que harán crecer de manera exponencial la colonización humana del cosmos.

El Apocalipsis según Tipler
La metafísica de Tipler se opone a la idea del eterno retorno, tanto en filosofía como en religión y ciencia. Considera que la “muerte térmica” del cosmos es una falsa idea del siglo XIX y pretende eludir el Teorema de Recurrencia de Poincaré. Cuando el universo llegue a una temperatura tan baja como 100.000 GeV (giga-electronvoltios) colapsarán todas las leyes de la física y con ellas la entropía de que habla el segundo principio de la Termodinámica.
Mediante una simulación de computadora, Tipler muestra que la vida habrá absorbido 1/3 del universo cuando éste cuente 10***16 años (esto es, 1 seguido por 16 ceros). Al culminar la expansión del espacio (10**18) ya tendrá un 90% de vida, y un 99% al iniciarse la contracción (10**19).
El cosmos concluye pues como había comenzado, con una “singularidad”: es el Punto Omega, un ser personal y omnisciente que podemos llamar “dios”, que por fin estará en condiciones de devolvernos la vida.

Fantasmas en la máquina
Tipler no vacila en ponerle fecha a la resurrección de los muertos. El hecho ocurrirá entre [10-10]10 y [10-10]123 segundos antes del fin. Ante cifras tan infinitesimales, hasta el límite de Planck parece enorme.
Puesto que el universo convertido en Punto Omega será una enorme computadora, con toda la información en su poder y una capacidad casi infinita de procesamiento, estará en condiciones de crear “emulaciones” de cada uno de nosotros. Una emulación es una simulación perfecta hasta el último átomo, lo cual la hace idéntica al original.
Tipler rechaza el dualismo: no cree en un “alma” inmortal y junto con Santo Tomás se inclina por la resurrección de la “forma”, la pauta de un determinado individuo y no la materia perecedera de su cuerpo.
Sin embargo, las emulaciones con las cuales volveremos a vivir estarán en un “nivel superior de implementación”, lo cual significa que el Punto Omega las mejorará. Hitler y Stalin serán buenas personas. Los resucitados también podrán tener sexo, si lo desean, y con la mejor de las parejas que puedan imaginar. Habrá Cielo, Purgatorio y quizás Infierno (aunque esto último no es seguro).

La religión es parte de la ciencia
Resueltos así todos los problemas, Tipler se digna a comparar su teoría con las religiones del mundo, sólo para encontrar consenso universal. De paso, resuelve el problema del libre arbitrio, identifica al Espíritu Santo con la función de onda universal y hasta da una explicación posible para la transubstanciación, milagro en el cual no cree, sólo para conformar a algunos teólogos.
Pero hete aquí que una vez arribado a este punto, Tipler se acuerda de Russell y se preocupa por explicar “por qué no es cristiano”. Aunque todos vayan a resucitar, no cree que Jesús lo haya hecho. Niega que el Punto Omega pueda ser una trinidad y afirma que dirigirle plegarias no sirve de nada, aunque autoriza a practicar la oración si uno no puede prescindir de ella.
Lo más inquietante es su afirmación de que la religión no tiene nada que ver con la ética. Valores como la justicia, la veracidad o la solidaridad, precisamente aquellos en que pueden llegar a coincidir ateos, creyentes o agnósticos, son dejados de lado, para volver a algo más arcaico.
Para Tipler, el fin de la religión y de su teoría es “ofrecer consuelo frente a la muerte”: en definitiva, algo no muy distinto de lo que proponen los libros de autoayuda. Ahora que lo ha logrado, concluye, “la religión es parte de la ciencia”.
Un híbrido posmoderno
La metafísica de Tipler ha dejado perplejo a todo el mundo, acumulando críticas casi unánimes de creyentes, ateos y agnósticos, de teólogos y físicos, de izquierdas y derechas. Lo cual no le cierra el camino del éxito; más bien, lo contrario.
El jesuita F. Haught, teólogo de Georgetown, escribió que Tipler desconoce el contenido de las religiones superiores, reduciéndolo al deseo de eterna gratificación; su tesis resulta menos científica aún que el “creacionismo” de los fundamentalistas. Los cosmólogos fueron más duros: los piadosos se limitaron a lamentar su traspié, los crueles calificaron al libro de “ridículo” y hasta de “ensalada filosófica”.
Si el fin declarado de Tipler es “darnos consuelo” ¿a quién le consuela pensar que su yo actual se disolverá con la muerte para reaparecer muchos millones de años más tarde como un fantasma que vivirá en el entorno virtual creado para él por un teracomputador, como si fuera un personaje de videogame? El más allá de Tipler se parece al Truman Show, y recuerda a “Non Serviam”, el cuento de Stanislav Lem.
Por otra parte, si el Punto Omega es capaz de resucitarlo todo, ¿también volverá a la vida a los robots que nos sucederán? Y en todo caso, si es capaz de “mejorarnos”, ¿no acabará por dar vida a seres que jamás existieron, como un Judas leal o un Einstein atleta? ¿Si Dios está en el Punto Omega, qué pasó en el Big Bang?
Sin ser cristiano, Tipler se apoya en la relatividad para dar formato científico a las creencias del judeocristianismo. De manera análoga, Fritjof Capra pretendió hallar en la física cuántica los fundamentos del tao-ísmo, en versión New Age.
Si este libro merece atención es como muestra de otros pastiches posmodernos que aún están por venir. Ahora que los filósofos se ocupan de la moda, brotan los “metafísicos salvajes”, ahora con lenguaje matemático.
Los malpensados tampoco dejarán de reparar en un detalle patriótico: Tipler encabeza su libro con una cita de Freneau, el poeta de la Revolución Americana, y lo concluye adhiriendo al deísmo, la fe de los Padres Fundadores. Joseph Campbell, teórico de la New Age, también recomendaba mirar los símbolos masónicos que adornan los dólares para apreciar la vocación esotérica de los Estados Unidos. ¿La dolarización habrá llegado a la física?