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Tecnología, Fukuyama, fin de siglo y ciencia-ficción

El superhombre posmoderno

Por Pablo Capanna


Muchos recordarán ese clásico del cine que fue el Dr. Strangelove (1964) de Stanley Kubrick. Aquí se lo conoció como Doctor Insólito y en otros países como Teléfono rojo a Moscú.
En una de las escenas culminantes, cuando un coronel demente acaba de desencadenar un ataque nuclear contra Moscú, en el Pentágono se reúne un comité de emergencia que intenta parar el apocalipsis.
Ante un presidente estadounidense perplejo, un embajador ruso aterrado y un general de dudosas intenciones, comparece un experto asesor científico, el Dr. Strangelove, encarnado nada menos que por Peter Sellers.
El asesor es un personaje patético, casi un cyborg. Condenado a la silla de ruedas, privado de un ojo y con un brazo mecánico, comienza su informe en tono académico y marcado acento alemán. De pronto, comienza a levantar la voz y se va enfervorizando mientras da detalles de su plan de supervivencia. En una base secreta de la Antártida -.revela-., se ha estado preparando un grupo de elite, destinado a sobrevivir al colapso global. Son perfectos ejemplares humanos, destinados a repoblar el planeta con una raza superior de Señores, concluye exaltado, mientras su mano nazi se alza en un involuntario Sieg Heil! y su brazo ortopédico made in USA intenta detenerla. Strangelove, (“extraño amor”) pasaría a ser un arquetipo de sabio loco. Al año siguiente le inspiró a Philip K. Dick su apocalíptico Dr. Bloodmoney (“dinero sangriento”) que sí lograba ver al mundo destruido. A pesar de su crítica condición física de aquellos años, Strangelove parece haber tenido descendencia. Quizás su hijo se llame hoy Francis Fukuyama.¿Qué fin de la historia?
Fukuyama tuvo su minuto de fama en 1989, unos meses antes de la caída del Muro de Berlín, cuando anunció el fin de la historia. Apoyándose en una peculiar lectura de Hegel, creyó estar en condiciones de pronosticar que la caída del socialismo real cerraba el último conflicto de la historia. De ahora en adelante el mundo sería tan aburrido como la vida de los “últimos hombres” de Nietzsche. El triunfo de la democracia liberal y del mercado sólo nos dejaría espacio para disentir en cuanto a gustos, defendiendo las banderas de Coca o de Pepsi, de Boca o de River.
Pasaron diez años, y ocurrieron muchas cosas. El “nuevo orden mundial” resultó ser apenas una figura retórica, la tríada ya no es lo que parecía ser, y un experto como Zaki Laïdi ya habla de nada menos que tres etapas distintas de posguerra fría. En lugar de detener la historia, la globalización parece haberla acelerado.
Bastante olvidado, tras haber sido objeto de intensas polémicas a comienzo de la década, Fukuyama ha reincidido en la historiosofía, con un artículo reciente donde resume e intenta refutar las críticas recibidas a lo largo de estos años. Las aclaraciones que hoy hace Fukuyama resultan mucho más alarmantes que su tesis. No tanto por su contenido -.hoy son muchos, incluso científicos, quienes hacen ciencia ficción sin confesarlo. sino porque, tratándose de un ideólogo de cierto peso, uno nunca sabe si tras de él no hay poderes dispuestos a transformar sus ideas en proyectos.
El Dr. Insólito ataca de nuevo
Fukuyama despacha como “un estúpido error semántico” todas las polémicas en torno del fin de la historia, aclarando que en todo caso habló ensentido hegeliano: sólo quiso decir que la evolución de las instituciones políticas y sociales ya había alcanzado su nivel óptimo.
Esto sólo podría bastar para tranquilizarnos. Los llamados “excluidos” son otro invento de los resentidos de siempre, que se niegan a discernir las megatendencias. Esas crisis económicas que preocupan a gente tan insospechable como Soros son simples reacomodamientos del mercado global, y no debemos prestarles demasiada atención. Los conflictos étnicos, los fundamentalismos y los mesianismos son algo así como rezagos del pasado, que pronto se esfumarán cuando todos alcancen el estado óptimo, integrándose al mercado global.
Satisfechos por este baño de optimismo, nos aprestamos a terminar el artículo para ir al shopping a comer pochoclo mientras vemos la última película de efectos especiales. Pero he aquí que Fukuyama ¡admite un error! Un solo crítico -.reconoce-. se dio cuenta de que la historia no puede acabar “hasta que las ciencias de la naturaleza contemporáneas (Die Naturwissenschaften, hubiera dicho Strangelove) no hayan llegado a su fin”. Algo que aparentemente estaría cerca, como anunciaba Günther Stent hace treinta años. No faltan aquellos que confían construir muy pronto la Teoría del Todo y luego dedicarse a otra cosa.
Muchos años estudiando a Hegel
Después de pasarse años estudiando a Hegel, nuestro amigo nipo-americano descubre que la tecnología es el motor de la historia. En efecto, el error de las ideologías nacidas después de la Revolución Francesa (desde la educación popular y el socialismo hasta el mismo psicoanálisis) consistió en creer que las instituciones o la ingeniería social permitirían crear al hombre nuevo, liberado del prejuicio y la ignorancia. Pero lo que ha fracasado es la metodología, no el proyecto.
El orden neoliberal -.jura Fukuyama-. permite realizarlo gracias a la tecnología, ahora fundada en un mercado “establecido sobre verdades manifiestas que tienen que ver con la naturaleza y el dios de la naturaleza”. In God We Trust: ya lo dicen los dólares.
El Hombre Nuevo ideológico ha muerto. Ahora nace el Superhombre posmoderno, creado por la biotecnología, y su profeta es Fukuyama. En una frase final, cuya siniestra ingenuidad me cuesta creer, el profeta anuncia que en dos generaciones más la manipulación genética permitirá crearlo. Cuando lleguemos a esta fase, “habremos terminado definitivamente con la historia humana porque habremos abolido a los seres humanos como son. Entonces, comenzará una nueva historia, más allá de lo humano”. Si sos joven, no te la pierdas.
Uno no puede dejar de recordar aquel ensayo del viejo conservador C. S. Lewis, escrito hace más de medio siglo, que precisamente llevaba por título “La abolición del hombre” (1943). Nunca fue tomado demasiado en serio, y hasta hoy era considerado apocalíptico.
El problema y su solución
Pensándolo bien, la solución de Fukuyama es la más adecuada para la racionalidad del mercado, que siempre ha tenido que enfrentarse con los caprichos de los consumidores, sus absurdos hábitos reproductivos y sus no menos absurdas opiniones.
La fabricación de los posthumanos podría por fin adecuarse a las necesidades del mercado, produciendo consumidores segmentados y personal de servicio acorde con los requerimientos del momento. Al dejar de estar atada a factores subjetivos, podría planificarse conforme a los ciclos económicos. Se engendrarían consumidores just in time, genéticamente adictos a tal o cual producto. Sería conveniente que tuviesen vidas breves, flexibles y adecuadas a las fluctuaciones del mercado, para nogenerar obsolescencia humana ni capacidad ociosa. Tampoco convendría que pensaran, porque eso los haría infelices.
A un viejo lector de ciencia ficción le alarma reconocer que algunas de estas ideas han sido sembradas por algunas de las peores distopías que se han escrito. Con una importante diferencia: quienes se enredaban en estas cínicas especulaciones lo hacían con intención de denuncia e impugnación. Pretendían abortar las tendencias deshumanizadoras, refutándolas por el absurdo. Pero todas las ideas que se ponen en circulación terminan por tener tantos “efectos colaterales” como los misiles inteligentes de la OTAN y he aquí a Fukuyama para demostrarlo.
Un mundo feliz
Lo primero que acude a la memoria es el clásico Brave New World (Un mundo feliz, 1932) de Aldous Huxley.
Una relectura actual, hecha desde las propuestas de clonación humana o las profecías de Fukuyama, la vuelve aún más inquietante. Huxley era un escritor sensible a la ciencia (no olvidemos que era hermano del biólogo Julian), y sus especulaciones de entonces no eran totalmente fantásticas. Tanto él como Olaf Stapledon estaban muy impresionados por las experiencias que realizara el embriólogo C. H. Waddington en los años cuarenta. Huxley imaginó una técnica (el “proceso Bokanowsky”) para lograr la brotación de embriones, produciendo decenas de gemelos idénticos. En 1932 estábamos muy lejos del código genético y de la clonación, que hoy nos permite fabricar Dollys en serie.
Los embriones eran manipulados por los técnicos en una cinta de montaje fordiana, para configurarlos como “razas” programadas, desde los sagaces Alfa hasta los tontos Epsilon. Hoy, todo el proceso se llevaría a cabo en condiciones estériles y la manipulación estaría a cargo de robots, evitando muchas complicaciones que Huxley no había calculado.
Todo el proceso concluía con la programación conductista: los individuos producidos eran físicamente adecuados y psicológicamente “felices”, porque nadie deseaba ir más allá de su condición.
Sin apelar a ninguna manipulación biológica, B. F. Skinner, el patriarca de la psicología conductista, perfeccionó este “ideal” en su utopía Walden Dos (1948), una suerte de granja totalitaria de felices artesanos, donde no existen la opinión pública, la información, la política o el disenso. Más tarde, el propio Huxley incurriría en algo similar al escribir su propia utopía, La Isla (1962).
Los cuartos hombres
Otro de los grandes de la ciencia ficción “culta” fue Olaf Stapledon, quien también había imaginado un intento de remodelar la naturaleza humana mediante la tecnología. Lo hizo en un libro publicado dos años antes que el de Huxley, Ultimos y primeros hombres (1930). Stapledon era filósofo y ávido lector de temas científicos, pero vivía lejos de Londres y nunca alcanzó la fama de Huxley. El fue el primero en diseñar ese “calendario cósmico” que cuarenta años más tarde haría famoso Carl Sagan. En nuestro medio, Borges fue uno de los pocos que lo leyeron.
El libro de Stapledon es una desmesurada historia de las diecisiete especies que habrían de sucedernos, hasta la extinción final del hombre. Aquí, la idea de remodelar la especie recién surgía dentro de varios millones de años. La tercera especie humana desarrollaba biotecnologías (aquí llamadas “el arte vital”) y ensayaba todos los caminos posibles para reformar las especies animales y vegetales.
Por fin, encaraban el desafío de crear una especie superior remodelando el cuerpo humano. El resultado era un cerebro gigante con un cuerpo vestigial del cual sólo sobresalían las manos, producido mediante la “manipulación de los factores hereditarios en células germinales,cultivadas en laboratorio”. Era la ingeniería genética, tal como podía imaginársela en 1930. Los cuartos hombres, cerebros gigantes que viven encerrados en torres llenas de equipos e instrumentos, asistidos por legiones de servidores humanos, tienen sólo dos motivaciones: la curiosidad y la “constructividad”. Carecen de sexo, de sentimientos, de sociabilidad y de ética.
La nueva manipulación
Inventan nuevas técnicas de manipulación genética, con las cuales fabrican hombres adecuados para sus fines. Cuando se proponen “limpiar” el planeta eliminando toda vida inútil, surge la rebeldía de los hombres naturales, que intentan desconectar su soporte vital. Pero los siervos de los cerebros logran aplastarlos, en medio de una catástrofe ecológica.
Cuando ya nadie se les opone, los cuartos dominan el planeta y emprenden inmensos proyectos de investigación, en busca del saber total. Sin embargo, en algún momento descubren que todos sus conocimientos son “perfectamente sistemáticos, pero totalmente enigmáticos” ya que el universo encierra secretos inaccesibles. Intentan remodelarse a sí mismos, pero fracasan. Llegan entonces a la conclusión de que los humanos “naturales” son capaces de intuir valores que para ellos son incomprensibles: el amor, la solidaridad, el altruismo, la esperanza. Dueños del poder total, los cuartos renuncian a él para dejar que la evolución reanude su curso natural, y los hombres vuelven a multiplicarse.
Déle una oportunidad al hombre
En las distopías de antaño, el resultado de estas remodelaciones del hombre era siempre negativo. El Salvaje de Huxley se suicidaba, y los cuartos hombres admitían su fracaso. Pero estas ideas de ciencia ficción acabaron penetrando en el imaginario cultural, al precio de perder su carga ética. Olvidado su origen, han acabado produciendo un efecto opuesto al que deseaban sus autores, hasta llegar a alentar una suerte de antihumanismo. No son pocos los que especulan con la prescindibilidad de nuestra especie. Imaginan que nuestros cerebros de carbono serán reemplazados a mediano o largo plazo por la inteligencia artificial. Sueñan con un universo poblado por “máquinas de Von Neumann”, a la manera de algunas fantasías del escritor Stanislav Lem o del metafísico Frank J. Tipler. Suelen calificar cualquier objeción como “chauvinismo de la química del carbono”, como si sus cerebros estuviesen hechos de silicio. Directa o indirectamente, ayudan a persuadirnos de que los seres humanos son tan prescindibles como cualquier otro insumo o producto. Preocupado quizás por especulaciones como éstas, el filósofo Hans Jonas propuso hace tiempo una “ética de la responsabilidad” que sirviera para orientarnos en las ecológicas. Como el “respeto por la ley moral” que Kant había propuesto pensando en Newton hoy parece bastante devaluado, Jonas prefiere apelar al temor que despierta el poder que tiene la tecnología para magnificar nuestros errores.
No confundir ciencia con ciencia ficción
Jonas apela pues a los derechos humanos de nuestros descendientes, quienes no deben heredar un mundo arrasado por nuestra irresponsabilidad ni merecen que condicionemos su destino. Basta pensar en una humanidad dividida en personas “naturales” y “artificiales” para comenzar a imaginar los peores genocidios.
Anticipándose al cinismo de gente como Fukuyama, Jonas propuso una norma de “ecológica”: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida humana auténtica sobre la Tierra”. La ciencia ficción puede ser entretenida, y cuando es especulativa puede resultar estimulante para pensar. Pero lo peor que sepuede hacer con ella es creérsela, confundirla con la ciencia o meterla de contrabando en un discurso realista.