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MUY HONDO

Inés Sanguinetti y Gustavo Lesgart bailan Hondo en el Centro Cultural Recoleta. Imaginaron la obra como el encierro que produce el amor, un sentimiento excluyente que deja todo afuera. Los dos reflexionan con sus cuerpos sobre la pasión y sobre sus posibilidades de supervivencia.

Por Marta Dillon

Para él el mundo se ha reducido al tamaño de esta habitación y debe permanecer en ella hasta que logre comprenderlo. Sólo una cosa resulta clara: no podrá estar en otro sitio hasta que no haya estado aquí.”

Ellos eligieron la frase de Paul Auster y también el encierro. Los límites que se impusieron -apenas un cuadrado de dos metros y medio por lado- los obligan a buscar otros espacios, alguna grieta que les permita respirar -y moverse, danzar- dentro de la caja de tres paredes que termina de cerrar el público. Bailar en la prisión, como lo hacen Inés Sanguinetti y Gustavo Lesgart, se parece demasiado al amor de dos, cuando los amantes quedan encerrados en la jaula del cuerpo del otro, felices de abrazarse a los barrotes. Hasta que el cerco se hace tan estrecho que sólo es posible volverse hacia dentro. Hacia lo más Hondo, donde habita el silencio. Y allí quedan atrapados, provocados por esos límites que se vuelven soportes para más movimientos. Para más enfrentamientos. Porque el lugar de uno no alcanza para dos. Y aunque el amor conserve la fantasía de fundirse en otro, aquí, en Hondo, como en la vida, la realidad nos da su cara insoportable, esa que nos condena al encierro de nuestra propia soledad. Los límites que hay que comprender para poder llegar a cualquier otro lado.

“Pareciera que la única libertad del hombre fuera la de imaginar su prisión, descubrir los límites antes de ser apresado dentro de ellos. (...) Hondo es el misterio y la sabiduría del cansancio que nos hace caminar menos, es la imaginación, la belleza de lo que sin poder volar ha volado siempre”. Esta es -con algunos recortes- la presentación oficial que los autores y bailarines de esta obra imprimieron en el programa que se reparte en cada función, de viernes a domingo, en el Centro Cultural Recoleta. Pero no hay una única versión para la guerra de los cuerpos que combaten en escena, atrapados por la escenografía de Alberto Negrín. Los protagonistas son amantes, de eso no hay dudas, pero sus movimientos hablan de algo más que de amor. “Trabajar sobre los límites me parece una linda metáfora de la existencia. No porque literalmente me sienta encerrada en una caja que puede ser mi casa, sino porque creo que la vida es una permanente contradicción entre la fragilidad de los cuerpos y la potencia de infinito que intentamos imprimir en cada acto, sobre todo en el mundo de los afectos”, dice Inés Sanguinetti y se sorprende que esa metáfora de la existencia sirva también para retratar a la monogamia, ese ideal de pareja hacia el que la cultura nos conduce sin advertirnos que en algún momento del camino nos sorprenderá la encerrona.

-¿Una metáfora de la monogamia? Puede ser -reflexiona Lesgart-; los dos somos monógamos y la obra se trata de ese amor de dos que te deja estacado, sin opciones. Un amor que no puede ser intelectual, que no da tiempo para pensar. Y es finalmente receptáculo de todo, de la belleza y de la miseria.

Infinito con
fronteras

La primera consigna fue, para este dúo que lleva cinco años de trabajo creativo en común, bailar juntos entre los huecos que se crean en el cuerpo de cada uno para escapar del contacto permanente que fue la base de su obra anterior, Toros. “Nos propusimos, por ejemplo, movernos entre el torso y el brazo, entre las dos piernas... y eso, obviamente, te reduce, te obliga a estar todo el tiempo tan cerca que decidimos profundizar lo que propusieron los ensayos. Entonces hicimos visibles los límites. Y cuando los vimos nos dimos cuenta de que allí podíamos trepar, apoyarnos. Así creció la idea del encierro, no sólo como expresión sino también como guión dramático en el que las paredes estuvieran limitándonos y a la vez abriendo un nuevo espacio. Nos redujimos a la vez que nos ampliamos porque además del piso ganamos otros tres planos”. Todo habla de lo mismo, aquello que nos oprime obliga a la resistencia y con ella las estrategias para seguir adelante, más allá del límite.

En el principio de la obra es el hombre solo el que golpea contra las paredes, hasta que la presencia de ella -que literalmente cae sobre él deslizándose desde lo más alto de la caja- lo saca de su obsesión para traerle otra: el encuentro. Que se demora tensando una cuerda siempre a punto de cortarse. Entonces los movimientos empiezan a tornarse cada vez más agresivos. Es ella la que elude el contacto, ella la que se rebela frente a la mano del hombre que se tiende hasta su cuerpo. Y aunque la coreografía sea siempre la misma, la obra no se repite a sí misma. Cambia, como un hijo que crece y desobedece a sus propios padres. “Es que para que se sostenga la tensión dramática, para que no pierda verdad, dejamos algunas decisiones a tomar en el escenario. Improvisamos los tiempos para obligarnos a estar atentos el uno al otro”, cuenta Gustavo.

El clima es suave cuando finalmente uno descansa en los brazos del otro. Así como es posible escuchar los sonidos que producen los cuerpos al golpear contra las paredes, contra el piso, ahora sería posible escuchar los latidos del corazón de los bailarines que sudan en escena sino fuera por la música de Diego Frenkel que le pone una cortina al amor salvaje del dúo. Es fácil ver entre ellos el río de comunicación que les permite habitar un espacio tan reducido. Quienes los escuchan hablar dicen que parecen un matrimonio. Lo desmienten, pero en su diálogo se intuye la secreta confianza de quienes saben ponerse al servicio de la obra.

Inés: nosotros tenemos una relación muy serena. Yo no la llamaría apasionada.

Gustavo: no, pero tampoco es fría.

I: no se parece en nada a las obras que hacemos.

G: no nos cagamos a trompadas, pero defendemos las ideas a muerte.

I: bueno, pero si fuéramos un matrimonio, no podríamos dejar enfriar las discusiones para retomarlas una semana después. Cada obra es el resultado de una larga negociación que ojalá pudiera aplicar a mi pareja.

Inés se ríe. Se imagina diciéndole al marido “¿Te acordás de ese tema por el cual la semana pasada te quería asesinar? Como si se pudiera seguir viviendo normalmente cuando nos aflige una pena de amor”. La relación salvaje que muestran en escena sólo puede venir de una larga paciencia y un gran respeto. “Cuando querés la cabeza de otro -su creatividad-, no te queda otra que llegar a un acuerdo”. Y en el amor se exigen los pensamientos y todo lo demás. Con o sin acuerdo.

En el escenario sucede la apropiación que nunca se concreta. Los amantes se consuelan, pero el movimiento pide más. Los cuerpos piden más. La tregua se transforma en acción y, desesperados, los bailarines empiezan a trepar los muros en busca de algo que no se nombra, pero los convierte en insectos que se aferran a la superficie lisa colgando de arneses invisibles -la caja que los contiene es también una caja de sorpresas-. Ya no queda espacio para la metáfora. Los amantes se buscan para retomar una lucha que no oculta nada. Ella lo golpea con la pelvis. El intenta escapar sólo un instante antes de volverse sobre ella con la violencia de quien se libera de su carcelero. Los bailarines están agotados, igual que sus personajes aunque desisten de llamarlos de esa manera.

“No hay personajes sino un rol, una situación que podría vivir cualquiera”, dice Gustavo e Inés completa: “El de las obras que hacemos es un mundo expresivo que me remite a la poesía. Cuando leés un poema, hay una persona detrás, se siente el latir de un ser pero es posible que ni siquiera se pueda definir si es un hombre o una mujer. Esto es similar, no son seres neutros pero sí de ese zoológico”.

-¿Entonces esta obra podría prescindir de lo masculino y lo femenino?

-Sólo necesita de dos que se amen, el sexo es secundario. Pero la forma que tiene ahora está dada por un hombre y una mujer, nosotros -contesta Sanguinetti.

La salida

En el final él queda solo otra vez y un blues se queja de su ausencia. “Yo no sé por qué, no te vi partir”, dice la letra y Gustavo Lesgart choca -literalmente- contra las paredes de su encierro. Queda para el espectador un gusto amargo que tarda en borrarse de la garganta. “Hay algo con los finales felices que nunca termina de convencer -opina Inés-, pero yo no diría que la obra termina mal por más que ella muera y él se quede solo. De hecho en la vida las situaciones más dramáticas tienen una posibilidad poética que, si estuviera ausente, creo que todo sería insoportable. Pero de alguna manera el dolor se abre y cobra vuelo. Entonces no está tan mal; las situaciones tensas no llegan a sofocarte. Este es un drama que es posible vivir”.

Sin embargo el gusto amargo se queda con el espectador. Tal vez porque es fácil reconocerse en esa situación en que la pasión licúa lo cotidiano y nos deja con las manos vacías. ¿Es que acaso hay otra posibilidad para el amor? “No lo sé -dice Lesgart-, cuando empezamos a ensayar Hondo yo me estaba separando. Pero no lo sabía. En el momento del estreno mi pareja me preguntó por qué ella se tenía que morir al final y no pude contestarle. La verdad es que entonces -eso fue un preestreno- no sabía exactamente de qué estábamos hablando en esa obra. Después de varias funciones y cuando ya estaba separado empecé a entender de qué se trataba. El dolor -como los límites- te asfixia, pero a la vez te da la oportunidad de crecer. Creo que no hay muchas otras posibilidades para el amor en el sentido en que todas las cosas empiezan y terminan, siempre. Uno puede pasar toda la vida con la misma persona. Pero al final no será la misma y esos cambios que ha sufrido son como pequeñas muertes que enseñan a reservarse cosas que ya no va a compartir”.

-En francés al orgasmo se lo llama pequeña muerte -acota Inés y sigue con un dejo de nostalgia-. Yo vivo pensando que sí es posible una salida, amar a alguien toda la vida. Supongo que a esta altura del siglo es hasta vergonzoso decirlo, como al principio era vergonzoso coger y gozar. Y bueno, yo soy la idiota que querría seguir amando hasta la muerte. Pero el principio de realidad sigue funcionando, coexisten en uno la ley del afecto que busca eternidad y el principio de racionalidad que te dice no, no va a poder ser. Es así de hondo y así de terrible.