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menores en riesgo
en la mira

El asesinato del arquitecto de Palermo y la condena a perpetua que recibieron dos adolescentes inclinaron el debate de la seguridad hacia la problemática de los menores que delinquen. El número de causas no ha crecido sustancialmente, aunque sí el caldo de cultivo -el desamparo, el hambre, la calle en reemplazo del hogar- en el que miles de chicos y chicas están creciendo.

Por Marta Dillon

Querida gente para los chicos de la calle nesecitamos ayuda de ustedes y de nosotros mismo (...) si uno quiere a un chico de la calle lo ayuda mucho a ellos les hace falta cariño comprencion amor felicidad proteccion prohibamos entre todos la venta de drogas a los chicos pequeños de la calle”. Así, sin comas ni puntos y con muchas faltas, escribe Mariela una carta sin destinatario seguro. No aparenta los quince años que lleva viviendo en la calle con su hermana menor a la que no ve desde que está encerrada en un instituto. Hace un mes que la levantaron junto a un grupo de chicos de la estación de tren que es su casa por un hurto que nunca se aclaró. La carta es larga como su pena, repite “ayuda” en cada renglón y la única palabra de ortografía difícil en la que no se equivocó es “prohibamos”, tal vez porque forma parte de su mundo más que ninguna otra. Y con ese afán de corregir que los adultos descargan sobre ella Mariela pide que la ley caiga sobre quienes los corrompen a ellos, “los niños pequeños” que están en la calle. Sin embargo, la sensación térmica de la inseguridad la tiene a Mariela, y a miles de niños y adolescentes como ella, en la mira de su ansiedad. Como siguiendo un efecto dominó los hechos delictivos que protagonizan menores se multiplican en las pantallas de televisión y a nadie se le ocurre dudar de la descripción que las víctimas hacen de sus eventuales victimarios con la voz temblorosa del miedo. “No sé qué edad tenía, era muy jovencito, ni barba le crecía”, decía una señora a la que habían robado, frente a las cámaras. En esos testimonios, seguramente teñidos por el desamparo de quien se ve arrebatado de sus bienes y teme por su vida, se funda un debate de nunca acabar, ese que pide mano dura para los jóvenes que delinquen. Una mano de hierro que los castigue y los encierre a una edad cada vez más temprana sin tener en cuenta que en el encierro de la cárcel se oculta otro: el que estigmatiza al delincuente y levanta un muro frente a cualquier otro futuro posible.

“Yo entiendo que la gente está muy sensibilizada por los hechos que se dieron a conocer en el último tiempo, como el asesinato al arquitecto Miranda o los chicos que fueron condenados a cadena perpetua. Pero no hay datos de la realidad que indiquen que haya crecido sustancialmente la delincuencia juvenil. Sí la violencia en algunos casos y el uso de armas que cada vez son más fáciles de conseguir.” María Inés Quiroga es desde 1988 defensora pública oficial ante Tribunales Orales de Menores. Para ella es fácil medir el ánimo de la gente cuando le reprochan “que defienda a quienes todo el mundo ve como una amenaza” y se enoja con el argumento“fácil que eligen los políticos cuando creen que poner los puntos sobre las íes significa cargar las tintas en contra de los menores”. Lo cierto es que ninguna estadística -aunque es necesario convenir que en la Argentina no abundan y los últimos datos son del año 1997- da cuenta de un cambio en la cantidad de hechos delictivos cometidos por menores. En 1991 éstos representaban el 1,64 por ciento de los delitos y en 1997 bajaron al 1,62 por ciento, según las cifras del Registro Nacional de Reincidencia y Estadística Criminal y Carcelaria que depende del Ministerio de Justicia. ¿Por qué entonces son los menores los que están en la mira?

“La tensión entre generaciones siempre ha existido -opinó en el diario español El País William Shulz, director ejecutivo de Amnistía Internacional en Estados Unidos-, pero este miedo de los adultos hacia los jóvenes se ha desorbitado, se ha vuelto irracional y los que se benefician de ello son los políticos que lo fomentan para obtener votos, para presentarse ante la sociedad como redentores.” Shulz, por supuesto, habla de la realidad del país en el que vive aunque sus palabras podrían ser la horma del zapato de éste, en donde el ministro de Interior, Carlos Corach, alertó a la población y a las Fuerzas Armadas sobre “esas bandas de jóvenes que se desplazan en busca de la oportunidad de delito”. Aunque un manto de espeso silencio cubra las 17 mil muertes anuales -por razones evitables- de niños menores de 5 años y se desconozca que una de cada diez causas que atienden los jueces de menores los tienen como víctimas y no como victimarios. Para muestra sobra decir que comparando el número de niños o niñas violadas contra el de adolescentes autores de esas conductas, la relación es de 10 mil a uno.

Gatillo fácil

El celular de Ana Chávez puede sonar en cualquier momento. Ella se cuelga en la cintura la línea directa que la comunica con los chicos que a diario -y sobre todo por las noches, hasta la madrugada- son detenidos. Es abogada del Servicio de Paz y Justicia y está dedicada a la atención de menores, en especial de chicos de la calle. Lleva dos años de trabajo codo a codo con quienes dirigen los hogares Don Bosco de la Institución Salesiana y se ha endurecido al punto de admitir que el paradigma de los derechos humanos con que se manejó hasta ahora está quebrado como un cristal sobre la calle que cada día camina para acompañar a los menores.

“Antes era impensable hacer asistencialismo, ahora lo primero es la comida”, y aunque encontró alguna resistencia en su organismo, fue terminante: “O nos ponemos a cocinar acá o me quedo sin sueldo comprando sandwiches”. Enfatizando lo que dice con los ojos abiertos como platos, Chávez pone sobre la mesa la teoría “psicogénica de la historia” que elaboró Lloyd Demause y a la que adhiere convencida. “El verdadero desarrollo de la humanidad se encuentra en la capacidad de sucesivas generaciones de padres para regresar a la edad psíquica de sus hijos y pasar por las ansiedades de esa edad en mejores condiciones esta segunda vez que en su propia infancia”, dice Demause y ella lo actualiza en dimensiones sociológicas: “El adulto proyecta en el niño sus frustraciones y sus miedos y eso se ve claramente cuando se lo enfrenta a las necesidades de un niño. Incapaz de satisfacerlas, el adulto lo convierte en un objeto e intenta acallar o reprimir todo lo que le parece peligroso en él. Esto se traslada a las leyes. Un Estado que no atiende las necesidades de los niños luego debe reprimirlos y encerrarlos para no enfrentarse cotidianamente con su propio fracaso. Las leyes obedecen a este paradigma social de considerar a los niños como objetos, y de hecho, para protegerlos los criminaliza. Para que el Estado asuma la tutela de un menor son necesarias la intervención penal y la fuerza de policía. Si lo que se quiere es proteger a los menores abandonados, ¿por qué necesitan una 9 milímetros en la cintura? ¿Por qué a los institutos de menores los internan jueces penales?”. La paradoja no tiene respuesta o recibe una similar que el resto del sistema penal que utiliza las cárceles -en la declaración de principios, al menos- como instrumentos de “resocialización” cuando en la realidad funcionan como perfectas escuelas del delito. Y en esto coinciden Chávez, Quiroga y la mayor parte de los que tienen algún contacto con el sistema penal. “Para mí tener éxito como defensora es evitar el encierro, porque estoy convencida de que es la mejor manera de iniciar a los menores en un camino sin salida”, arriesga Quiroga sabiendo que su opinión no logrará la adhesión de los vecinos bien pensantes. “Pero es útil subrayar que los que ingresan en los institutos no salen por la otra puerta, como se suele decir”, agrega y las cifras oficiales lo confirman: del total de menores que pasó por la tutela del Estado sólo el 14 por ciento volvió con sus familias.

Sin duda, de los menores en situación de abandono o viviendo en familias precarizadas en situaciones de pobreza estructural son los adolescentes los que mayor rechazo generan en la sociedad.

“Los más chiquitos todavía dan pena, son tratados como objetos mal que mal queribles, como perritos a los que se puede acariciar, apretar, sin pensar lo que ellos quieren. Pero los adolescentes producen inquietud, la misma que el hijo adolescente que empieza a tener un mundo propio y ajeno al de los adultos les provoca a sus padres se traslada a la sociedad. El adolescente es un enemigo en potencia, es rebelde, tiene energía y busca sobre todo la aceptación de sus pares, no la social”, dice Chávez.

Sumando la concepción del menor como objeto -no como persona en crecimiento, de hecho las asesorías de menores hoy se llaman defensorías públicas de menores e incapaces- y la rebeldía natural del adolescente se forjó en la sociedad esa ecuación que hoy parece indivisible: “Joven, peligroso, drogado, irracional”, que según un juez que no quiso identificarse, “llama a que el policía se sienta amenazado y dispare su arma ante cualquier duda”. Y como la violencia engendra violencia Quiroga no duda cuando dice que “para los adolescentes llevar un arma es también una cuestión de seguridad, la vida para los menores que yo defiendo -en estos años todos llegaron de hogares precarios o nulos y de niveles sociales muy bajos- no vale nada, nadie les hizo sentir que ellos tenían un valor. Entonces el arma sólo les asegura una posibilidad de lograr lo que buscaban y enfrentados al gatillo fácil se trata de quien dispare primero”.

En la Universidad de Princeton, en Estados Unidos -tan lejos y tan cerca-, el profesor John Dilulio elaboró una teoría que cosechó miles de seguidores en el mundo y que aplica a los adolescentes delincuentes el calificativo de superpredadores presentándolos como bombas de relojería colocadas en los hogares, la peor amenaza del próximo siglo. Aunque Dilulio advirtió que “no se trata de criaturas extraterrestres sino de nuestros propios hijos”, este mensaje apocalíptico es la base teórica para una ley federal en Estados Unidos, llamada Violent Youth Predators, que autorizaría a ejecutar a jóvenes de 16.

patronos

“La ley que rige actualmente sobre los menores es la Ley Agote, de 1919 -dice la diputada Adriana Puiggrós-, que establece la inimputabilidad de los menores de 16. Es decir, no son sujetos de derecho, como animales, igual que las mujeres hasta que obtuvieron el voto. De ahí surge la figura del patronato que le da al juez poder como ‘patrono’ para decidir sobre la vida del chico. En la ley que tiene media sanción de Diputados se lo convierte en sujeto de derecho, se lo considera responsable y se le otorgan garantías procesales.” Hoy un chico detenido -puede ser por vagancia o por algún delito- encuentra su destino en algún instituto que funciona como cárcel para niños. Los dormitorios están cerrados con rejas, son vigilados permanentemente, la escolaridad es despareja o nula y muchos están medicados debido a “brotes psicóticos”, ocasionados por la misma situación de encierro. En el Instituto Pizarro que alberga a niñas de 12 a 21 años en situación de desamparo -no por haber cometido delitos-, 10 de las 20 internas se encuentran medicadas, según un informe del Serpaj y los hogares Don Bosco. Aunque ninguna de las menores cometió acción penal alguna, todas habían sido llevadas por la policía.

Adriana Puiggrós, como el resto de las mujeres consultadas, reconoce que los menores son empujados al delito de la misma manera en que sus familias son expulsadas del sistema o disueltas por la falta de vivienda, de trabajo, de recursos. Pero además “la inseguridad social es un problema pedagógico de primer orden -opina Puiggrós-, la expulsión social se junta con la expulsión educativa, aunque vaya a la escuela ésta no lo contiene, no es capaz de darle el espacio para que se convierta en sujeto. Para esos chicos el delito es la única opción porque también les da un lugar de pertenencia, el que va y roba busca en otro lugar aquello que no posee. Cuando quedás sin oportunidades lo primero es la angustia, la desesperación. La familia no contiene, no hay posibilidad de trabajo ni dónde construir su identidad. Entonces busca la salida hacia afuera, hacia el delito, hacia las drogas”. Y es evidente que la escuela es impotente, la deserción escolar en la escuela media subió el año pasado al 43 por ciento en la provincia de Buenos Aires y en Capital Federal hay 32 mil jóvenes que no estudian, ni trabajan ni son amas de casa. El índice de desocupación para la primera franja -de 15 a 20 años- es del 50 por ciento. Las cifras, por una vez, hablan claro.

El estigma

A pesar de que la ley como está ahora borra los antecedentes de un menor cuando cumple su mayoría de edad, el paso por institutos queda anotado en el cuerpo. Para la policía es fácil reconocer en las cicatrices la historia del encierro. Para María Inés Quiroga, también. “Cada vez me cuesta más ir a verlos a las unidades penales -los mayores de 16 que ella defiende son punibles y cumplen condenas-, los chicos están todo el tiempo buscando un lugar de arraigo, quieren pertenecer a cualquier precio a esa comunidad en la que están obligados a vivir. Y ya no se quejan. La cárcel es un destino que tenían previsto. Perdí, dicen, como si fuera un juego o una ruleta rusa en la que alguna vez es posible ganar.” Cuando llegan al juzgado, para ella es fácil saber si un chico ha estado encerrado por los cortes que tiene en el brazo o por los tatuajes. Se cortan con hojitas de afeitar para evitar los castigos e inscriben en la piel el nombre de su madre con tinta de mala calidad como un intento desesperado de seguir un hilo conductor, prometer alguna fidelidad, saber de dónde vienen. A medida que crecen, estos mismos chicos tienen a sus propios hijos -en el Instituto San Martín el 50 por ciento de los internos tiene por lo menos uno- y esos nombres dibujan una familia sobre la piel que casi nunca puede convivir. Ser padres y madres es la única valoración que les queda en un mundo que les niega todo. “Muchas veces vienen al juzgado cuando ya fueron liberados, me traen a sus nenes, los muestran como la esperanza de que todo puede cambiar, los hijos se transforman en padres de sus padres”, dice Quiroga.

Para Ana Chávez la experiencia con las “ranchadas” de chicos de la calle -grupos que se reúnen para protegerse y sobrevivir juntos- es bastante similar. “El hurto es un medio de vida, aunque preferimos que pidan porque nosotros no bancamos el delito, para ellos tiene otro valor simbólico, toman lo que no tienen y a veces ponen a prueba a la persona para saber qué le importa más, si el objeto o el sujeto que son ellos.” En las ranchadas se comparten códigos, se encuentran “hermanos de calle” y como todo grupo de pertenencia tiene sus ritos de iniciación que los curas salesianos aseguran que por los menos en los últimos diez años no incluye delitos ni drogas. “Para entrar en una ranchada lo fundamental es dar la cara cuando la policía viene a pegarles, llevar bagayo cuando te detienen -es decir acercar comida o abrigo de ser posible- y cuidar las cosas de quien no está, porque si están todos presentes se socializan.” Para los chicos que viven en situación de calle -muchos están allí durante el día y vuelven por la noche a sus casas con lo recaudado o deambulan con la familia completa- la ranchada es su lugar de pertenencia y lo que les da identidad. Una identidad que se quiebra cuando son encerrados compulsivamente, separados de sus hermanos y de sus madres y expuestos a la explotación de quienes les proporcionan armas y drogas. Adultos, sin duda, que quedan fuera de este debate. Estos menores que reconocen en el hambre su mejor escuela y usan el Poxiran casi como un chupete -los padres salesianos los han visto reemplazarlo por helados- no pueden pensarse a sí mismos más allá de los quince años, no se imaginan adultos y mucho menos viejitos. La vida vale cuando el corazón late después de una corrida que ocasionó un arrebato o cuando tienen hijos. Porque a pesar de todo siguen encontrando un valor en eso que nunca conocieron del todo, una familia. “Yo que ando en la calle no la puedo tener -escribe Mariela-, los chicos se preguntan por qué la policía les pega tanto porque si ellos tienen una familia nosotros no la tenemos. Nosotros no entendemos.”