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En la punta
de la lengua

¿Por qué el diccionario dice que la embajadora es la esposa del embajador y no una mujer con un alto cargo en la diplomacia? ¿Por qué para agraviar a alguien parece no haber nada más eficaz que decirle “hijo de puta”? ¿Por qué “hombre público” tiene un sentido bien diferente a “mujer pública”? Porque ningún mandamás o prepotente es más machista que el lenguaje.

Por Marta Dillon

La marcha comenzaba su paso lento por la avenida Corrientes. Con el redoblar de tambores, se ensayaban los cantos que le ponen voz a la bronca de la gente que en ese momento protestaba por los decretos que con la firma del presidente Carlos Menem devolvían a la policía el poder de detener a alguien por razones tan variadas que resultaban arbitrarias. Inmigrantes, agrupaciones de Derechos Humanos y representantes de minorías intentaban sentar acuerdos que parecían imposibles. “Hijo de puta”, se escuchó cuando alguien más mencionó al Presidente y desde el megáfono alguien apuntó: “Compañeros y compañeras, aprendamos a no discriminar, ser hijo de puta no es un insulto, es un orgullo”. La frase despertó cientos de risas irónicas aunque nadie se animó a contradecirla. En esa marcha se estaban defendiendo también los derechos de las trabajadoras del sexo amenazados por la marcha atrás del Código de Convivencia Urbana y los decretos presidenciales. Pero además se estaba descorriendo el velo sobre un tema que muchas veces es considerado menor: el sexismo en el lenguaje. En esa manifestación y en muchas de las que siguieron -el recordatorio del 24 de marzo, por ejemplo-, la aparición de minorías impuso una modalidad que, a pesar de que muchos la consideran vana, nadie discutió. “Vamos compañeros, hay que poner un poco más de huevo”, se alternó con “Vamos compañeras, hay que poner un poco más de ovarios”. Si la bronca se dirigía a la policía diciendo que “por una pizza reprimís a tu mamá”, después se diría a tu “papá”. Se cambió el “hijo de puta” por “hijo de yuta” y con una corrección digna de la Unesco -el organismo internacional más comprometido con la eliminación del sexismo en el lenguaje- se mencionó a hombres y mujeres, a los y las inmigrantes, a compañeros y compañeras.

“El problema es que tanto cuidado te deja como amordazada, ¿hay alguna expresión mejor para la bronca que ‘la puta que lo parió’ o que la ‘concha de tu madre’”, decía una militante de HIJOS harta del cuestionamiento sobre los cantos tradicionales. Ninguna otra figura podría ser más clara que la mordaza. Los peores insultos en cualquier lengua hacen alusión a partes del cuerpo de la mujer o a la sexualidad femenina. Vivimos dentro del discurso y tal vez por eso, porque todas las construcciones simbólicas refieren a un orden masculino, es que resulta tan arduo pensar en transformarlas. “Los cambios en las representaciones sociales necesitan un cambio en el orden simbólico -dice Gloria Bonder, titular de la cátedra de Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires-. El lenguaje es un dispositivo muy cristalizado que se intenta presentar como eterno natural negando su categoría de producto social permeable a cambios.” De hecho, una lengua que no cambia al ritmo de las sociedades, muere, como sucedió con el latín. Sin embargo, modificar el lenguaje es algo que encuentra demasiadas resistencias aun cuando la sociedad reclame palabras propias que designen lo que sucede realmente. La Real Academia Española es una prueba: la suma lentitud con que se registran cambios que hace tiempo se impusieron en el uso hablado, por ejemplo, los que designan en femenino oficios, profesiones o cargos. El cuerpo diplomático sabe de eso. Las embajadoras siguen siendo las esposas de los embajadores y no las titulares del cargo al punto que, en un alarde de esquizofrenia, tienen que llamarse a sí mismas en masculino para evitar confusiones. En el diccionario de la Real Academia todavía se puede encontrar la falta de simetría semántica entre el masculino y el femenino de muchísimos nombres. La “generala” no es la mujer que ejerce el mando sino la mujer del general. Mientras que el “asistente” es alguien adscripto al servicio de un superior, “asistenta” es la mujer que hace faenas en la casa como si al único superior que pudiera responder una mujer fuera a otra mujer ¡ama de casa! La lista es interminable y tal vez el ejemplo más claro -y más conocido- es la diferencia entre el “hombre público” y la mujer “pública”, que más allá de los cambios en la intertextualidad -si se habla de Graciela Fernández Meijide adjudicándole esa condición nadie la confundiría con una prostituta- siguen develando el valor de lo femenino y lo masculino dentro del lenguaje.

La presencia
invisible

“El lenguaje sexista es un ejemplo de la violencia de que han sido objeto las mujeres durante siglos. Es un claro intento de borrarlas del mapa, de invisibilizarlas ¿si no cómo se entiende que hombre quiera decir también mujer cuando se admite su uso genérico?” Lea Fletcher es una norteamericana que se nacionalizó en nuestro país hace casi veinte años. El lenguaje es su tema y llegó a él de la misma manera con que arribó al feminismo, desde su propia experiencia como mujer. “Hice mi doctorado en literatura de habla hispánica en mi país de origen pero cuando llegué a Buenos Aires para completar mi tesis y empecé a escribir en español me di cuenta de que no podía decir lo que quería, me faltaban palabras para nombrar a hombres y mujeres tal como estaban planteadas las cosas.” El inglés no es una lengua de género, no existe la necesidad de concordancia con el género gramatical y la mayoría de los plurales no lo delatan. “Para muchas cosas es mucho más fácil, palabras como parents o children son intraducibles porque llegan al español como padres, que anula a las madres, o chicos que invisibiliza a las chicas”, dice Fletcher. Lo cierto es que los genéricos masculinos son como un palo en la rueda de quien, queriendo eliminar el sexismo, desee además escribir o hablar con elegancia sin desbarrancarse en el abismo que proponen las barras -ciudadanos/as- y las reiteraciones. Sin embargo, el español es rico en otros términos genéricos que se proponen como herramientas para evitar la discriminación.

La definición de “hombre”, según la biblia del español -el diccionario de la Real Academia-, dice en primer término “animal racional” y añade que “bajo esta aceptación se comprende todo el género humano”. Claro que enseguida aclara que significa “varón, animal racional de género masculino”. O sea que la misma palabra tiene dos significados contradictorios, es genérico y es sólo masculino. A esta altura de las cosas entre hombres y mujeres resulta casi un chascarrillo pretender borrar la diferencia diciendo hombres como sinónimo de humanidad cuando la conciencia alumbra sobre ese término. Sin embargo, es de uso tanto corriente como formal. El Preámbulo de la Constitución nacional, repetido hasta el hartazgo -hasta haber perdido su sentido profundo-, sienta las bases para una sociedad y un país abierto “a todos los hombres de buena voluntad” ¿Y las mujeres? las mujeres venían con los hombres cuando fue redactado ese párrafo fundante de nuestra identidad nacional, casi como parte del equipaje de los inmigrantes. ¿O acaso nadie escuchó alguna vez de boca de su profesor o profesora de historia que los inmigrantes llegaron con “sus mujeres y sus niños”?

Cuando fue reformada la Carta Magna en 1994 se presentaron cuatro proyectos para “propiciar en el texto (...) la eliminación de todo vocabulario que transmita estereotipos sexuales con el objetivo de colocar al hombre y a la mujer en el mismo plano, evitando así toda discriminación y sexismo en el lenguaje utilizado”. Ninguno de los cuatro proyectos dio resultado. Entonces, como siempre, las prioridades fueron otras y algunas, como la cláusula sobre el aborto que no se pudo incluir, eran mucho más alarmantes.

BOMBERO
servidor público destinado a controlar incendios

HOMBRE PUBLICO
el que tiene vida pública reconocida, político

.

SEÑORITO
joven acomodado y ocioso

EMBAJADOR
agente diplomático de primera clase

ASISTENTE
adscripto al servicio de un superior

GENERAL
hombre que ejerce el mando

VERDULERO
hombre que vende verduras

FULANO
persona indeterminada

ALCALDE
presidente del ayuntamiento

MUCHACHO SERIO
persona trabajadora y responsable

HOMBRE DE GOBIERNO
estadista

DIOS
ser sobrenatural creador del universo

BOMBERA
mujer invertida

MUJER PUBLICA
mujer de mala vida, prostituta

SEÑORITA
término de cortesía que se aplica a una mujer soltera

EMBAJADORA
mujer del embajador

ASISTENTA
mujer que hace faenas en una casa

GENERALA
mujer del general, mujer autoritaria y de modales bruscos

VERDULERA
mujer ordinaria y grosera

FULANA
prostituta

ALCALDESA
mujer del alcalde

MUCHACHA SERIA
la que se comporta púdicamente con los hombres

MUJER DE GOBIERNO
criada que tiene a su cargo la economía de la casa

DIOSA
mujer de porte noble y gran belleza

El huevo o
la gallina

“Para acceder a la posición de sujetos, las mujeres tienen que identificarse con la fórmula universal, que es la de lo masculino, y negar por tanto lo específico de su género invalidando la diferencia. Esta diferencia se convierte en aquello de lo que no se puede hablar, lo que no se puede mencionar, no en virtud de una imposibilidad metafísica sino como resultado de un interdicto histórico”, dice la investigadora italiana Patrizia Violi en su libro El infinito singular. Algo que entienden a la perfección las mujeres de negocios cuando escuchan hablar de ellas y de sus colegas masculino como “hombres de negocios” -en este caso el inglés es aún más cerrado ya que la única posibilidad es businessmen- o las bomberas que son las que controlan incendios y no “las mujeres invertidas” según los diccionarios que registran el uso vulgar de esa palabra. De hecho, la mayoría de las comunicaciones públicas -salvando las excepciones de las recetas de cocina, dirigidas casi siempre a mujeres- se refieren a Sres. usuarios, alumnos, ciudadanos, vecinos, etc., etc.

“Habrá quienes piensen que intentar liberar el lenguaje de ciertos usos sexistas equivale a poner la carreta delante de los bueyes ya que el lenguaje refleja los prejuicios sexistas acumulados por generaciones”, dice en su introducción el texto preparado por el Servicio de Lenguas y Documentos de la Unesco, para ofrecer recomendaciones que eliminen la discriminación en la palabra escrita o hablada. Este argumento -¿qué es primero, el huevo o la gallina?- es uno de los caballitos de batalla de quienes se oponen a lo que consideran un preciosismo exagerado. Gloria Bonder, como creadora y coordinadora del Programa Nacional de Igualdad de Oportunidades para la Mujer (Priom) lo escuchó más de una vez cuando quiso introducir estas recomendaciones en la Ley Federal de Educación: “Cuando uno sacude la aparente naturalidad del lenguaje y muestra que es un arbitrario cultural que cambia históricamente se produce un quiebre en el orden simbólico que produce una intervención de gran impacto. Colabora a crear conciencia y, más allá del efecto de burla que provoca, cuando decís ¿por qué nos llaman hombres? es una prueba concreta de la discriminación de género.” Más allá de la escandalosa renuncia de Bonder y su equipo en 1995 -por la modificación exagerada de un documento sobre la Integración de los Estudios de género a los contenidos básicos curriculares-, ella está convencida de que algo de ese “quiebre en la conciencia” perduró en los documentos públicos, en la Ley Federal de Educación y hasta en la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, aunque parece diluirse en otras urgencias. “Es cierto que exige un esfuerzo constante eliminar el sexismo. En lo personal me sucede con los ensayos o cada vez que hay que redactar una solicitada o algún documento -opina la poeta (¿o poetisa?) y feminista Hilda Rais- pero no es imposible y sí es necesario. Muchas veces hay una contradicción entre lo que sabemos y lo que queremos decir porque se prioriza el mensaje a la corrección, aunque muchas veces no puedan desligarse.” Hilda recuerda el caso de una solicitada en la que se hablaba del niño no nacido, “la aberración de esa figura es tal que pensar si ‘niño’ invisibiliza a ‘niña’ era superfluo. De todas maneras creo que con sexismo lingüístico o no las mujeres ya no somos invisibles, pero cuando escucho a Marta Maffei dirigiéndose a un gremio en el que la mayoría son mujeres usando siempre la palabra ‘compañeros’ siento que somos una presencia invisibilizada”. Esta paradoja que se da en el gremio docente a veces adquiere categorías de chiste o aun de adivinanza. Si alguien dice “porque uno siempre está preocupado por el cáncer de mama” ¿quién será el que habla, hombre o mujer?

Las armas
del enemigo

En su ensayo El habla como traducción, George Steiner entiende que la condición de las mujeres ha sido semejante a la de la infancia. “Ambos grupos han sido mantenidos en una situación de privilegiada inferioridad. Ambos están sometidos a formas innegables de explotación (...). Bajo una presión psicológica o sociológica ambas minorías han llegado a desarrollar todo un código interno de comunicación.” Según Steiner, las mujeres tienen un universo lingüístico propio que a la luz del fin de siglo aparece diluido en un mar de cientos de otras diferencias. Aunque ya nadie podría hablar de un lenguaje de mujeres como los que registran los etnolingüistas en algunas civilizaciones más primitivas que distinguían una gramática para uno y otro género o como el que planteaba Julia Kristeva que lo reducía a las experiencias presemióticas -el balbuceo que comparte la madre con sus hijos e hijas y que unos pierden y otras conservan-, todavía es fácil distinguir en la intimidad dos universos distintos. “Casi nadie ha dejado de sentir a lo largo de su vida -opina Steiner- las sólidas y sutiles barreras que la identidad sexual interpone a la comunicación. En el seno mismo de la intimidad -y allí tal vez más que en ningún otro lado- se hace sentir la oposición. El paisaje semántico y los recursos expresivos de hombres y mujeres varían de un lado al otro.” Podríamos agregar que varían tanto como las fantasías sexuales de unos y otras, el vocabulario de las mujeres -corriendo el fatal riesgo de la generalización- aparece como más rico, más lleno de adjetivos y palabras dispuestas a la promesa furtiva y disimulada. Los hombres suelen llegar antes -una expresión acertada- al punto. “El sexual es un acto profundamente semántico -continúa Steiner-, al igual que el lenguaje está sujeto a la fuerza configuradora de las convenciones sociales, las reglas de procedimientos y los precedentes acumulados. Hablar y hacer el amor equivale a poner en juego una doble facultad universal: ambas formas de comunicación son inseparables de la fisiología humana y de la evolución social.”

Uno de los prejuicios más antiguos sobre las mujeres es el que construyó el estereotipo de la chismosa, de la mujer habladora capaz de hacer de sus palabras una pesadilla insoportable. Tal vez este arquetipo -que se retrata desde las Sátiras de Juvenal- fue el contraataque del género masculino cuando las mujeres se apropiaron de una herramienta que era patrimonio exclusivo de los hombres al punto de que en la época de Pericles las mujeres no tenían nombre propio, puesto que, según las palabras del ateniense, “la mayor gloria de una mujer es no tener gloria alguna”. Tal vez ese hablar sin pausa que antiguamente se daba sólo entre mujeres haya sido un manto de púas para proteger la vida interior y al mismo tiempo herir al mundo exterior. “Los protegidos y los oprimidos han sobrevivido amparados por sus silencios”, concluye Steiner.

La operación de apropiarse de un término beligerante para convertirlo en motivo de orgullo ha sido una constante en las minorías discriminadas -justamente las que propusieron el cambio de reglas en los cantos populares aquí, en nuestra pampas- el término queer, por ejemplo, una vieja palabra peyorativa que significaba maricón o raro y fue resignificada a fines de los ‘80. “Este término es hoy una categoría analítica de compleja definición que implica multiplicidad, abarca lo oprimido y ridiculizado e incluye la sexualidad, el género, la raza y la clase”, según Flavio Rapisardi, coordinador del área de estudios Queer de la UBA.


El Preámbulo de la Constitución nacional, repetido hasta el hartazgo -hasta haber perdido su sentido profundo-, sienta las bases para una sociedad y un país abierto “a todos los hombres de buena voluntad” ¿Y las mujeres? Las mujeres venían con los hombres cuando fue redactado ese párrafo fundante de nuestra identidad nacional, casi como parte del equipaje de los inmigrantes. ¿O acaso nadie escuchó alguna vez de boca de su profesor o profesora de historia que los inmigrantes llegaron con “sus mujeres y sus niños”?


Ni comprometida
ni casada ni nada

En un despacho de Fempress, la Agencia de Prensa de la mujer latinoamericana, se advierte sobre la forma en que son nombradas las mujeres casadas en Costa Rica, un modelo que aquí se reproduce calcado: “Usan con frecuencia el apellido de sus esposos precedido de la partícula ‘de’. Según este tipo de onomástica femenina su status es a préstamo y ellas no dejan de ser como las romanas que describía Moses Finley: ‘Los romanos no llamando a las mujeres por su nombre querían transmitir un mensaje: que la mujer no era y no debía ser un individuo, sino sólo fracción pasiva y anónima de un grupo familiar’”. Según las recomendaciones de la Unesco la forma correcta sería quitar el “de” del medio ya que es sabido que no hay títulos de propiedad sobre los seres humanos, entonces más allá de que se elija el apellido de soltera o de casada irá seguido del nombre sin más trámites.

Designar a las mujeres según su estado civil es otra de las agresiones que dirige el lenguaje de todos los días hacia el género. Aunque actualmente se use el “señora” o “señorita” para designar una frontera etaria, lo cierto es que los hombres son señores y nada más. Decir señorito no tiene ninguna simetría con señorita; según el diccionario de la Real Academia es un término de cortesía que utiliza el servicio doméstico para dirigirse al señor de la casa y sus hijos o bien “joven acomodado u ocioso”. En inglés se zanjó está discusión utilizando una tercera forma entre Mrs. y Miss -señora y señorita-: Ms., un intermedio de fácil pronunciación -en ese idioma-. El español se propone el uso de la abreviatura Sa. para todas las mujeres, cualquiera sea su edad o condición. Pero claro, esto es impronunciable para el habla hispana.

Es imposible analizar dentro de los límites de una nota periodística la cantidad de casos en que la condición femenina y aun el género gramatical femenino es menospreciado dentro del lenguaje -sin ir más lejos la mayoría de los órganos del cuerpo humano tienen género masculino mientras que la mayoría de las enfermedades son de género femenino- y es seguro que modificar las estructuras exige un esfuerzo voluntarista que a simple vista resulta engorroso y de difícil resolución. ¿Hay que nombrar cada vez a los maestros y las maestras, los alumnos y las alumnas y así hasta el infinito? ¿Hay que utilizar barras para decir usuarios/as, ciudadanos/as y etc., etc.? ¿Hay una forma peor de tratar un texto? La Fundación Mujeres en Igualdad solucionó este entuerto con la arroba al final. La lectura es igual de complicada y encima la a queda encerrada en la o. El lenguaje es un síntoma, un producto social que transmite experiencias acumuladas de generaciones anteriores y por lo tanto condiciona nuestro pensamiento y determina nuestra visión del mundo. Pero si algo no es, es inmóvil. Todo el tiempo se suman términos, la mayoría proviene de la tecnología y las ciencias exactas, otros son producidos por minorías -algunas virtuales como los jóvenes- para afirmar su identidad y permanecer en el tiempo. Si el sexismo en el lenguaje es un síntoma del sexismo y la discriminación que todavía guarda un largo aliento dentro de la sociedad, pues bien, es posible darle una aspirina mientras se busca una solución más profunda para lograr la igualdad entre hombres y mujeres. Por ahora sería mejor reproducir aquella vieja fórmula que nunca molestó en el mundo del espectáculo: “Señores y señoras, damas y caballeros”