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Chanel,
la irregular

La editorial Circe acaba de lanzar una nueva biografía de Chanel escrita por Axel Madsen. El texto sigue al pie de la letra la ya existente de Edmonde Charles Roux, pero tiene un tono más erudito. No en vano Madsen puede ir como biógrafo de Gloria Swanson a Simone de Beauvoir mientras que Roux era una primera dama de Vogue.

Por M.M.

A los treinta años una mujer tiene que elegir entre la cara y el culo.” Con este aforismo rápido y cortado en crudo Cocó Chanel inventó a la mujer moderna. Y lo hizo tomándola por donde debía: por las apariencias. La revolución plebeya desatada por una campesina que había pasado su infancia en un orfelinato tuvo, como primer objetivo, al modisto Paul Poiret, un hombre que daba fiestas para 300 personas a razón de tres litros de champagne cada una, monos encadenados a los árboles del jardín, mendigos alquilados y un trono para su propio confort. El fue el palacio de invierno de Chanel. Ella había acabado con las galeras de fieltro negro y los tricornios napoleónicos, los repollos de tul y las telas pesadas que condenaban a las damas de principios de siglo a una inmovilidad anacrónica, todos inventos de Poiret. Ella inventó una moda que permitía a las mujeres ponerse en movimiento; al usar remozados tradicionales atuendos masculinos, subrayó la femineidad por contraste, en lugar de ocultarla. En lo personal Gabrielle Chanel fue una amante con mala estrella, una solitaria empeñada en reparar un pasado oscuro que la persiguió hasta su muerte. La editorial Circe acaba de lanzar una nueva biografía de Chanel escrita por Axel Madsen. El texto sigue al pie de la letra la ya existente de Edmonde Charles Roux, pero tiene un tono más erudito. No en vano Madsen puede ir, como biógrafo, de Gloria Swanson a Simone de Beauvoir mientras que Roux era una primera dama de Vogue.

Borrar el origen

Evita Perón lo sabía bien: para contribuir al propio mito, era necesario fraguar algunos papeles y blanquear el origen como si se le pasaran unos polvos de arroz. Chanel nació el 20 de agosto de 1883, en un pueblito llamado Saumur, donde fue bautizada “Gabrielle” que en hebreo significa “fuerza y poder”, algo que seguramente ignoraba su padre, Albert Chanel, un borrachín que se las daba de vendedor ambulante. Su madre, Jeanne Devolle, era la clásica ingenua que se prendó del primero que pasaba. Técnicamente Gabrielle fue hija ilegítima, al igual que su hermana mayor Julia, pero la ausencia del padre -estaba recorriendo los pueblos vecinos con su carro de vendedor a domicilio- durante el parto permitió que se fraguaran algunos papeles con el testimonio de unos vecinos, todos analfabetos. La buena de Jeanne murió en 1895 luego de darle a Albert Chanel otros tres hijos: Alphonse, Antoinette y Lucien. Un sombrío carro llevó a Gabrielle al monasterio de Obasine donde fue educada. Según su biógrafa Edmonde Charles Roux, en el monasterio adquirió Gabrielle el gusto por lo despojado, la obligación de la prolijidad sin fallas. La corbata roja y de lazo flojo de las internas, las amplias faldas oscura,los impecables cuellos blancos influyeron notablemente en el gusto que la casa Chanel impondría años más tarde.

Gabrielle tenía una tía nacida el mismo día que ella, una muchacha de gran belleza, Adrienne. Con ella se instaló en la ciudad de Moulins para iniciar su carrera de cantante de café concert: durante el día trabajaba como costurera en una tienda, pero por las noches dejaba la aguja y hacía pequeños números en un boliche llamado La Rotonde. Su voz era un fiasco; sus ademanes, los de un palurdo tímido. Pero confiaba en su belleza y en el dúo vistoso que hacía con Adrienne. Una de sus canciones favoritas decía: “¿Quién ha visto a Cocó en el Trocadero?”. El público aplaudía no el virtuosismo sino cierto aire equívoco. La bautizaron Cocó.

En 1900, Gabrielle consiguió su primer protector, Etienne Balsam, ni lindo ni feo, ni gordo ni flaco, un millonario cuya única pasión eran los caballos. Cuando Gabrielle decidió dejar su carrera, Balsam la llevó a vivir a su castillo de Rollalieu donde tenía una sala para la práctica del squash y ella solía amenizar las reuniones disfrazándose con sacos y camisas de hombre. En los hipódromos su estilo comenzó a llamar la atención.

Etienne decidió prestarle su garçoniere para que pusiera una tienda de sombreros. Quedaba en la calle Malesherbes 160. Allí Gabrielle inició una carrera meteórica. “Le puse el pie en el estribo”, decía su protector.

Arthur (Boy) Capel era morocho, británico y jugaba muy bien al polo. Pero contrariamente a Etienne Balsam no hacía girar su vida exclusivamente alrededor de los caballos. Poseía minas de carbón en New Castle, no carecía de ambiciones políticas y su amplia biblioteca incluía a Proudhon, Nietzsche y a Voltaire. Con naturalidad, cuando Balsam dejó de financiar los gastos de su garçoniere-tienda, Boy lo relevó, también en el amor. Del brazo de Boy, Gabrielle volvió al castillo de Royallieu como invitada. Los amores con Boy Capel fueron para ella una entrada en el refinamiento del gran mundo. Aunque Gabrielle no fuera más que una irregular (así solía llamarse entonces a las mujeres que eran amadas fuera del matrimonio) acompañaba a su amante a todas partes. Es así que comenzó a codearse con las mujeres que pronto serían sus clientas: damas de sociedad, burguesas enriquecidas, cortesanas blanqueadas por un matrimonio de conveniencias.

Pronto tuvo local en Biarritz, tan concurrido como el que ahora quedaba en el número 21 de la calle Cambon. Ya no sólo hacía sombreros y no podía poner riendas a su inspiración. Boy fue el segundo hombre a quien Gabrielle le copió un modelo (de Etienne había sacado un diseño de pantalones parecidos a los de montar): el blazer. Luego de algunos años en común, Boy Capel decidió casarse en Escocia con Lady Diana Lister. Gabrielle continuaría como irregular. Por entonces la casa Chanel de Biarritz tenía 60 obreras, la de París 300, el mismo número de las que Gabrielle intentara dejar en la calle durante la crisis de los años treinta.

Boy se mató en un accidente de auto poco antes de la Navidad de 1919, mientras se dirigía por la Costa Azul hacia Cannes, dicen que para esperar a Gabrielle.

Pasado el prudente período de duelo, Gabrielle tuvo una relación que duró seis años con el gran duque Dimitri, un Romanov que había participado en el asesinato de Rasputín quien pronto sería reemplazado por otro duque, el de Westminster, apodado Bend’or en homenaje a un caballo de carrera. Del primero copió la rubachka, esa blusa que en Rusia era usada tanto por el zar como por los mujiks, del segundo distintos modelos de abrigos para ir a las carreras y el yersey negro de cuello alto. Chanel bien puede haberles dicho a sus amantes parafraseando al poeta: “Moda eres tú”. Bend’or era un extravagante que había organizado un ejército privado que incluía a sus amigos, criados y Roll Royces y con el que fue a liberar prisioneros ingleses al desierto de Libia. Generalmente ocioso, solía pasearse en yate por el estrecho de Gibraltar en donde cada noche desviaba el rumbo sin informar a sus invitados. Madsen dice que su solidaridad con los mineros británicos consistía en dejar prendidas las chimeneas para que se consumiera carbón.

Los ruedos del arte

Misia Sert era la esposa de José María Sert, un arquitecto famoso pero de discutible gusto -exageraba en el uso del dorado- y cuyas obras parecían ideales para albergar instituciones. Amiga de Verlaine, había sido retratada por Toulouse Lautrec y llevaba un cuarteto de Mallarmé escrito en el abanico. Y Gabrielle la quiso sin miramientos. Misia compartió con Chanel un mundo adonde pasaban cosas raras: a André Citroen lo paraba un guardia en la frontera y le preguntaba su nombre. Cuando él se lo decía, el guardia se ponía furioso: “¡Su nombre le he dicho, no el de su autoi! Uno podía entrar en su cocina y encontrar a un desconocido hablando con la cocinera y resulta que el desconocido era el príncipe de Gales. Gabrielle entró en el arte por la puerta del dinero. En 1919, Misia le presentó en Venecia a Diaghilev, el director de los ballets rusos a quien le faltaba una suma considerable para montar La consagración de la primavera de Stravinsky. Chanel se lo prestó. Axel Madsen afirma que fueron 200.000 fr.

La oportunidad de ser algo más que una modista de genio le llegó a Gabrielle en 1922. El actor Charles Dullin había fundado el Theatre de l’ Atelier, una sala donde cabían apenas una docena de butacas y sin luces de escena. Allí Cocteau decidió montar una versión de la Antígona de Sófocles. Los telones eran de Picasso, la música de Honegger y el mago Tiresias estaba interpretado por Antonin Artaud. Chanel hizo los vestuarios atendiendo a las gamas propuestas por Cocteau: beige, negro, ligerísimos toques de ladrillo. La ausencia de luces fue suplida por pintura blanca en el rostro de las mujeres y roja en el de los hombres. La crítica de Vogue no mencionó a Picasso, ni a Honegger ni a Artaud, pero aprobó especialmente a Chanel: “Esos trajes de lanilla de tonalidades neutras producen la impresión de antiguas vestimentas desenterradas después de muchos siglos”.

Xenófoba y
colaboracionista

Gabrielle Chanel solía responder a las reivindicaciones sociales como si se trataran de un atentado al pudor. A comienzos de la Segunda Guerra y luego de una lucha a brazo partido con sus 300 empleadas a las que daba sueldos de hambre, se vengó de ellas cerrando su local y dejando a todos en la calle.

¿Qué diría la corrección política norteamericana de hoy de la opinión que tenía Chanel de los gays, a quien ella llamaba a tono con los médicos moralistas “invertidos”. Madsen consigna las siguientes apreciaciones: “¡Dios mío!, la de muchachas que he visto sucumbir bajo la influencia de tremebundos invertidos, muerte, drogas, fealdad, ruina, divorcio, escándalo, nada es bastante para vengarse de una mujer; para triunfar sobre ella la siguen como una sombra, van con ella a todas partes menos a la cama (...) Los homosexuales son el cortejo de la alta sociedad, la vida de la decadencia y, como tales, los gérmenes de embrujadoras epidemias. Son los inspiradores de sombreros que no hay mujer que pueda ponerse, los que aclaman vestidos imposibles de llevar (...) Componen el ejército calumniador y perspicaz del que los pederastas cínicos, los que llevan barba, greñas sucias, uñas roídas y dientes careados no son más que la avanzadilla.” Durante la Segunda Guerra, mientras Simone Signoret y Marguerite Duras trabajaban en la resistencia, Gabrielle Chanel estaba de romance con Von D, un espía alemán de baja categoría que alternaba sus servicios a Goebbels con amantes en diversos puntos de Europa.

Cuando terminó la guerra, una Chanel enfurecida fue arrancada de su habitación del Ritz para un interrogatorio. Eran miembros del Comité de depuración. Ella los llamó “fifis” y advirtió con horror que llevaban camisetas y sandalias, asociándolos seguramente en su confusión reaccionaria con lo que ella llamaba “pederastas cínicos”. A las pocas horas volvió al hotel. Una influencia poderosa habría salvado a la acusada desde las sombras. Estaba acabada. A tono con el fin de la guerra mundial, Chanel había colgado las tijeras. Seguía su relación con Von D que incluía las pistas suizas de sky, el aburrimiento, las palizas mutuas y un final seguro. La última oportunidad de casarse la había perdido en 1934, cuando un hombre con el que se hallaba comprometida -el diseñador Paul Iribe- murió de un ataque cardíaco durante un partido de tenis. Era tan xenófobo y reaccionario como ella y pretendía que los vascos habían creado las grandes civilizaciones del mundo. Con su muerte Chanel perdió su última oportunidad.

Cuando Gabrielle volvió a París en 1954 -Von D se diluyó misteriosamente -otras luminarias vestían a las mujeres y no se podía decir que eran mediocres Lanvin, Dior, Balenciaga-. Chanel reorganizó el local que, desde la muerte de Boy, quedaba en el 31 de la calle Cambon y el 5 de febrero de 1954 presentó una nueva colección. La prensa la demolió. “Fantasmas de los vestidos de 1930”,” Melancolía retrospectiva”, “Un fiasco”. ¿Juicio estético o repulsa a la ex colaboradora? Chanel insistió, al año recuperaba su poder con unas robes sencillas por las que los minoristas no hubieran dado un céntimo.

Pero las mujeres se las arrebataron. A la tercera colección la revista norteamericana Life dedicaba cuatro páginas a una resucitada. Ella no se cansaba de vociferar contra los frunces que convertían a las mujeres en meninas de Velázquez, o los brocatos que las hacían parecer sillones. Ella, la reaccionaria, repetía una divisa democrática: “Me interesa la calle, no lo salones”. Pero luego aclaraba: “Me gusta que la moda baje a la calle, no que provenga de ella”. Un día pretendió casarse con Cristóbal Balenciaga, para dar el gran golpe publicitario. El salió huyendo.

Ya no tenía vida sentimental, iba del hotel Ritz adonde vivía desde su regreso a París, hasta la calle Cambon y de allí de vuelta al Ritz. Le sucedía lo que muchos consideran una ventaja y no es más que una desdicha renovada: sobrevivir a las personas que había amado. A los ochenta y sólo por la noche la cabeza comenzó a fallarle. Peleaba con seres invisibles. La encontraban desnuda con las tijeras en la mano, vistiendo a una clienta imaginaria. Salía sonábula a los pasillos. Pero en la calle Cambon maquinalmente continuaba siendo impecable con su trabajo, cruel con los empleados, indiferente con la clientela. Que bajara al salón continuaba constituyendo una dádiva.

Axel Madsen dice que el domingo 17 de enero de 1971, se recotó vestida sobre su cama. Primero dijo “Me asfixio” y luego, con curiosidad “Mira, así se muere”. Como muchas mujeres poderosas, al dar el último suspiro estaba sólo en companía de una criada.