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Dejar la vida en cada MUTACION

Vera Fogwill se define como una actriz no light, que prefiere permitir que el dolor de sus personajes la recorra y para quien una experiencia espiritual puede convertir al sexo en algo desconocido. Ya sea como protagonista de dos películas de Alejandro Agresti como de La pecadora, bajo la dirección de Cristina Banegas y en donde encarna a esa poeta uruguaya, transgresora y arrebatada que fue Delmira Agustini, siempre elige la intensidad.

Por Sandra Chaher

Rara, como encendida, está Vera Fogwill en el living de su departamento. El pelo rojo como vino tinto, pintado para interpretar a la poetisa uruguaya Delmira Agustini, y una cara blanca que corona un cuello largo que ella estira todo el tiempo como un cisne. En el centro, dos ojos ovalados, muy abiertos, señal de su interés, su inquietud. Y palabras, muchas veces categóricas, acompañadas por manos ondulantes, miradas que buscan en la luz del atardecer las letras justas. No pone límites, se relaja, reflexiona. Todo lo que la rodea es ecléctico, kitsch. Se queda pensando, parece que no le gusta la palabra. “No sé si es kitsch. Yo tengo algo en mi vida en general, con mi ropa también, revisás mi bolso y dirías esto es de una persona y esto de otra (risas). Creo que soy aferrada a cosas muy personales. Por ejemplo, este baúl me lo regaló una tía hace mucho y adentro tiene cualquier cosa. Todo es lo que me llega, lo que me gusta no necesariamente combina. Hoy estoy vestida reespacial y hay otros en que estoy de otra época.” Vera siembra tranquila su huerta de actriz. Tiene 26 años, hizo casi siempre un teatro más bien under; escribió textos de obras por las que ganó premios; tiene guiones de cine listos para producir; aparece poco en la tele; y se convirtió en la actriz fetiche de las dos últimas películas de Alejandro Agresti. No suele transitar caminos fáciles pero sí elegidos. Ahora está feliz. Le puso cuerpo y alma -como le gusta decir de su forma de entregarse a las cosas- a esta poeta uruguaya transgresora y arrebatada de comienzos de siglo, y concretó una puesta, dirigida por Cristina Banegas, que pocos olvidarán fácilmente. De Vera sale una Delmira tentacular: niña, vampiresa, erótica, satánica, enamorada, predestinada.

En el medio del living hay un poster de la película Lolita con una guirnalda ofrendándolo. ¿Devoción por el erotismo compartido con su personaje? “No, ese cuadro me lo regaló una persona muy importante en un momento también muy importante. Mi erotismo no es el de Lolita ni el de Delmira Agustini. Ni escribo sobre el erotismo ni nunca fui una femme fatal. El erotismo es la capacidad de imantar a otros y me parece que todos lo tenemos de alguna manera, en algunos es la sabiduría, en otros el despojo. Ahora, el erotismo estrictamente sexual no es central para mí, nunca fue ni lo será. Incluso, es raro, pero me ha pasado tener momentos de una espiritualidad tan grande que el sexo quedó relegado a algo casi desconocido. Sé que soy el tipo de persona que podría estar años sin tener sexo, y no porque no me guste, sino que pongo esa energía en otras cosas.”

-¿Te cuesta entonces transitar una obra como La pecadora, donde el erotismo es avasallante, y en la que debés tener la cabeza llena de esos versos?

-Uno de los puntos claves para mí como actriz es saber quién soy, qué me gusta y qué no, y cómo obro en consecuencia de lo que pienso. Eso me permite acercarme y diferenciarme de los personajes que hago. Delmira abordaba todo en función de un deseo que al concluir dejaba de serlo, es un tema de millones de personas. Si (Manuel) Ugarte le hubiera ofrecido casamiento, posiblemente se hubiera dejado de interesar por él. El deseo de Delmira va cambiando cuando lo concreta: se casa y se separa, pero siempre es esa búsqueda el motivador de lo que pasa en su vida. Bueno, es la histeria, una histeria revolucionaria y transgresora que respeto. Pero no toda la gente que se mueve por deseo es histérica, una de las cosas que para mí primaba en ella era el egoísmo, porque el deseo como es propio es egoísta. Al mismo tiempo la sociedad fue egoísta con ella, porque dijo e hizo cosas que ninguna mujer hizo. Y pagó con su vida esa lucha. Posiblemente hoy no le habría pasado nada de lo que le pasó.

-¿Una personalidad así no se consume en su propio fuego en cualquier época?

-Yo creo que no hay que olvidar que nació en 1887 y murió en 1914, vivió 27 años, fue una de las primeras poetas mujeres de Latinoamérica, y los innovadores en general la pagaron con su vida. Creo que hoy hubiera sido igual de transgresora. Pero un mártir es quien muere joven, no quien termina su vida. Yo siempre me pongo a pensar cómo sería Delmira Agustini hoy y no sería tan juzgada, tan mal mirada por la sociedad burguesa. No creo que hoy hubiera tenido el final que tuvo.

-Vuelvo a la pregunta, ¿te cuesta transitar esta intensidad?

-Mi comunión con Delmira es muy fuerte. Cuando leí la obra, hace un año y pico, me apasioné terriblemente, aprendí poemas de memoria, leí biografías, novelas, cartas, quería tener todo lo de ella. Uno trabaja a partir de algo que descompone de uno. En el momento en que va a empezar la obra yo no compongo a Delmira, sino que me desarmo y ella aparece. El domingo, después de las funciones de viernes y sábado, mi cuerpo está agotado. La actuación es algo violento con uno mismo, depende -obvio- de la obra que hagas. Lo que yo intento cuando actúo es pensar de otra manera porque eso va a significar actuar de otra manera. Ahora, lo que piensa Delmira no es nada agradable y pasa por mi cabeza, y yo creo que mi cuerpo y mi alma padecen eso, y no sólo en este trabajo. No salgo ilesa. Al contrario, siento como si donase años de mi vida en cada mutación.

-Podrían encontrarse puntos en común entre tus personajes. El de Buenos Aires viceversa es marginal, en la medida que un hijo de desaparecidos acá es un paria, y en El viento se llevó lo que interpretás a una chica con una apertura mental al delirio muy grande.

-En Buenos Aires viceversa adoré al personaje. Sentí que estaba al lado mío, que era muy importante decir eso, que tenía un fin muy noble. Y no sentía que era un personaje sino una persona que yo podía conocer. En el caso de El viento... era un personaje, y el guión me parecía una genialidad. Y Delmira Agustini también es un personaje. Pero el de Buenos Aires... me tocó en otro lugar, significó muchísimo para mí. Primero, por lo que le pasaba a Daniela, y porque como actriz era un sueño hacer una película que mostrara una crudeza que yo compartía, con un director como Agresti, que era el mejor con el que yo podía aspirar a trabajar, a los 22 años, en mi primer protagónico en cine. Por las charlas previas que había tenido con él, la idea era hacer algo casi documental, por lo cual yo trabajé tratando de guardarme el deseo de actuar, la austeridad absoluta. Y mucha gente preguntó si era una chica de la calle, me decían “qué bien que estás, porque no actuás, sos”. Después de hacerla estuve un año y medio sin trabajar porque quedé muy vacía. Yo soy acumulativa: hago esto, quedo vaciada, y necesito un tiempo de acumulación.

-¿Hay temas comunes en tus proyectos?

-No tengo temas comunes. Ah, sí (se ríe con la picardía que trae el recuerdo). Las feroces es una obra que transcurre esperando el fin del mundo, la muerte; son personas que no pueden hacer nada porque saben que se van a morir. Y La guerra del cuerpo, un unipersonal que estoy armando, trata de un personaje que está muerto-vivo: que a partir de la muerte pasa a estar vivo y que cuando estaba vivo, en realidad estaba muerto. Sería lo que descubre de la vida a partir de la experiencia de la muerte.

-Te metés con temas que muchos rehusarían investigar porque tocan lugares muy sensibles. ¿No hay nada que te dé miedo?

-He tenido momentos en que he rogado que me llamaran para hacer algo placentero. Pero yo vivo desafiando. Cuando está por empezar La pecadora, con el público afuera, te juro que me quiero ir a mi casa, a comer ñoquis, a bañarme. Hay una parte mía que tiene miedo, se asusta. Yo tengo una vida tan intensa como la que puedo llegar a hacer en mis obras, desgraciadamente. Estoy todo el tiempo preguntándome y replanteándome cosas, hasta si quiero ser actriz. No estoy exenta de esos miedos, pero también es cierto que en un punto la actuación te redime. Y además creo que no hay gratificación sin sacrificio. No creo en la vida light, lo cual no quiere decir que sea densa. Mi tendencia es realista, tengo 20 años de análisis. Y también soy feliz, porque hago lo que quiero, ésa es mi defensa y mi lucha. Pero dejo que el dolor me recorra, porque creo que los que se niegan son los que más sufren.

-¿Por qué empezaste a estudiar teatro a escondidas siendo hija de una actriz y un escritor?

-Mi papá nunca quiso que fuera actriz porque no le gustan los actores. Cuando le decía que lo hacía me decía “¡Qué boludez!”. Ahora lee mis obras o va a verme al teatro y le encanta (y el orgullo hace que las palabras suenen estiradas, sugerentes). Pero creo que estuvo bien en oponerse, porque yo decidí algo propio y luché mucho por lo que quería.

-A simple vista pareciera haber similitudes entre la personalidad de tu papá y la de Agresti: sinceros, arbitrarios, amantes generadores de polémicas.

-(Se ríe.) Es cierto que después de Buenos Aires... yo dije “quiero sentarme a ver las películas de este director y aplaudirlas, pero nunca más vuelvo a actuar con él”. Cuando filmamos, Alejandro era déspota conmigo. Yo conozco mucho a ese tipo de personalidades y no sólo por mi papá -igual mi papá y él no son iguales, se parecen en que son categóricos, vale lo que ellos dicen, es difícil que escuchen, pero tienen una humanidad también impresionante-. El último día de rodaje tuvimos una discusión muy grande porque le dije que no me gritara -a mí me pone loca la posesión artística y el hecho de que lo que más importa es el arte- y unos días después me llamó y me dijo que iba a volver a hacer toda la película con otra actriz. Yo por supuesto no fui a Cannes, terminé humanamente muy dolida porque además de ser un gran, gran director, hasta antes de hacer la película había sido una persona muy importante en mi vida, un amigo. Me descolocó su trato en la filmación, su indiferencia, que también es una de las peores cosas que me pueden pasar. Pero él estaba trabajando algo, yo lo entendía porque conozco ese método. Estaba muy preocupado, hacer una película es muy jodido, tenía mucha gente que le hacía la vida imposible, era un proyecto que había deseado durante muchos años. Yo pretendía que las cosas fueran soñadas, pero la realidad no es así. Pero después de un tiempo largo me llamó y me dijo que había aprendido mucho de la relación con los actores y que me agradecía que lo haya frenado. Esa actitud fue la que hizo que volviera a trabajar con él. Además sé lo que él peleó para que yo haga ese papel, y también entiendo el tormento de este tipo de personas. Cuando mi papá dice lo que dice, habla un tipo que sufrió mucho. Mi experiencia en el campo de la actuación y la dirección como cruce tiene que ver en general con algo que yo tengo que aprender: que lo que al otro le pasa no es conmigo. Yo debo ser una persona que genera mucha bronca porque no me convencen fácil, pregunto, discrepo. No me siento un maniquí de nadie y creo que soy así porque estoy de verdad donde estoy. Pero si las dos partes estamos poniendo todo no se puede más que hacer un choque de cabezas, y unas fisuras brutales, pero está bueno también. Los procesos son difíciles. Me encantaría que no fueran así, pero todavía no lo viví. Hay que defenderse, porque en el fondo nadie te cuida. A mí me encantaría llegar a la plenitud, a esa cosa de conocerse tanto de verdad... viste esa gente que se levanta a las seis de la mañana y escribe cuatro horas y está conforme con lo que hizo.