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BASTA Cuatro mujeres oficiales encabezaron la semana pasada el autoacuartelamiento policial de Corrientes. Se negaron a reprimir la protesta popular de docentes y estatales, porque la gente estaba reclamando lo mismo que ellas: cobrar su sueldo. Los masculinos de la fuerza reconocieron su liderazgo y apoyaron la medida. No aguantábamos seguir cumpliendo órdenes que sabíamos que no eran correctas, dice una de ellas. Por Marta Dillon Baja del móvil policial, sube las escaleras como si los borceguíes no le pesaran y abre los brazos en cruz para recibir a sus dos hijos, felices de poder estampar otra vez los mocos sobre el suéter azul del uniforme de mamá. Sobre la mesa de la cocina deja el arma reglamentaria, una caja de golosinas y una gaseosa. Un instante después las manos de los chicos de 2 y 7 años se convierten en sellos de chocolate. Son las primeras horas que la oficial subayudante de la policía correntina Susana Quiroz pasa con ellos después de haber estado autoacuartelada durante casi una semana junto a tres compañeras más. No hay cansancio en sus gestos, apenas la ansiedad por quitarse de encima las horas de incertidumbre que pasó en la Comisaría de la Mujer y volver a ser nada más que Susana, sin cargos ni títulos. Pero sabe que el anonimato ya no es para ella. Desde que se plantaron frente a sus jefes, esperando de los masculinos alguna señal de apoyo, estas mujeres no son las mismas. Ellas consiguieron lo que parecía imposible, que los hombres de la policía correntina siguieran su ejemplo y por una vez se pusieran del lado de los reclamos populares.
¿Tu papá lavó la ropa?, pregunta Susana a Patricio, su hijo mayor, y el nene se pone todo colorado antes de contestar que sí, que la ropa está colgada. Aunque en su casa las tareas se organicen siguiendo el ritmo de la emergencia a Patricio le da vergüenza que alguien más se entere cómo el hombre de la casa pasó la tarde. Nosotros no tenemos problemas para dividirnos las tareas, mi marido es kinesiólogo y trabaja para la provincia en la Dirección de Deportes, está de paro y a su consultorio no llega casi nadie con dinero en el bolsillo para pagar la consulta. Ella no tiene vergüenza, está orgullosa de su marido y de las fotos del Che Guevara que él acomodó en un portarretratos junto a las imágenes familiares. Es que a pesar de pertenecer a una fuerza armada, verticalista como todas, aprendió a seguir su espíritu rebelde. A Magdalena Voulquin, en cambio, la cara se le tiñe de rojo cada vez que se le hace una pregunta. Ella tiene 25, doce menos que su compañera, y todavía tiene dudas. Es que no sé para qué lado tirar, no se aguantaba más vivir sin plata y cumplir órdenes que sabíamos que no eran correctas, que servían solamente para proteger los intereses políticos de los jefes. Pero ahora no sé qué me va a pasar, mi marido está desocupado y tengo miedo de quedarme en pampa y la vía yo también. Entonces Magdalena prefiere cebar mate, espiar el cuaderno en el que la cronista escribe y controlar cada palabra de Susana pidiéndole por favor, a cada rato, que eso no lo diga.
de las mujeres La rutina delata el paso del tiempo. En la plaza 25 de Mayo, en el centro de Corrientes, esos actos repetidos que consiguen poner orden en el campamento espontáneo que montaron las dos mil personas que protestan, hablan de los más de siete días pasados a la intemperie. Las carpas que se instalaron al principio caóticamente hoy están numeradas y cada una tiene un turno para usar los baños del colegio Sarmiento, a metros de la plaza. Con el correr de los días los toldos empezaron a mostrar la marca de quien los habita como un sello de identidad que fue necesario imprimir para no sentirse tan lejos de casa. Así, las docentes católicas exhiben sus santos mientras tejen reunidas en círculo, las maestras jardineras dan funciones de títeres y la familia policial hace gala del orden a la sombra de una carpa de riguroso azul y blanco. No hay signos de que el aguante vaya a aflojar: Acá nos quedamos, no es plata lo único que queremos, también que se vayan los corruptos porque ya no les tenemos miedo, dice Nélida Castro, una de las docentes agremiadas que dieron el puntapié inicial de la protesta cuando comenzaron una huelga que ya lleva 60 días. Detrás de ella los pizarrones explican con letra de maestra de qué se trata la pueblada, la que tiene cara de mujer. Porque ése es el comentario que anda en la boca de todos los hombres de la plaza, que las mujeres escuchan orgullosas y explican con frases que sólo pueden salir de sus bocas: Después de parir ¿a qué le vamos a temer? Fuimos las maestras y las madres de nuestros alumnos las primeras en salir a calle, bajo la lluvia y sin un perro que nos ladre. Ahora nos sigue todo el pueblo, dice, enardecida, Graciela Buaso de Gamboa, docente católica autoconvocada que pide que se ponga bien grande la palabra parir. Fue entonces, cuando las marchas docentes ya habían convocado a la multisectorial que ahora reúne a todos los empleados estatales, que las mujeres policías empezaron a reunirse. Los jefes querían que reprimiéramos cualquier intento de la gente de permanecer en la plaza, pero no lo íbamos a tolerar, dice Susana, con 14 años de policía y ninguna represión popular en su foja de servicios, algo que ella menciona con una mezcla de orgullo y alivio. Gracias a Dios nunca me tocó reprimir a la gente ni tampoco tuve que usar mi arma. Ellas sabían que no estaban solas, que sus compañeros también estaban hartos de servir a los políticos y no a la justicia. Locro de por medio, el domingo 6 de junio, decidieron echar a rodar una piedrita que pronto se convertiría en el corazón de un alud. Alentadas por otros comunicados que habían circulado por la fuerza con la firma de un anónimo comando Duete -es el apellido de un comisario que se supone que se suicidó hace dos años luego de un altercado con sus superiores, aunque sus subalternos nunca hayan creído esa versión- decidieron enviar otro, que alcance a la opinión pública, en el que denunciaban los manejos a que había sido sometida la jefatura que consideraban adicta al gobierno y más precisamente al intendente Raúl Tato Romero Feris. Y bautizaron al comando que lo firmaba con una palabra de la que ahora ellas se ríen porque creen que delató la condición de sus integrantes. Le pusimos Esperanza, porque es lo que tenemos, pero se nota que somos mujeres.
Magdalena no entró a la fuerza policial por vocación. Nunca se imaginó vistiendo un uniforme. Era una joven estudiante del profesorado de castellano cuando quedó embarazada de su hijo mayor, de seis. Siguió adelante con su embarazo, sola. Fue la necesidad la que le trajo a la cabeza la idea de inscribirse en la escuela de oficiales que por primera vez hace seis años incluyó a las mujeres. Susana Quiroz y Josefa Arrúa también llegaron a la policía porque los nudillos ya estaban gastados de tanto golpear puertas en busca de trabajo. Pero dicen que la vocación se descubre con el tiempo a fuerza de escuchar a la gente que se acerca a la comisaría en la que trabajan con problemas que les dejan el corazón en un puño. Susana siempre había trabajado en oficinas hasta que en la Comisaría de la Mujer le tocó ser sumariante. Su tarea era atender los casos de violación: Pero ya tenía un hijo y cuando escuchás los maltratos que sufren los menores no los escuchás con la misma oreja que cuando sos soltera. Todo lo vivía en carne propia. Tiene más de un caso resuelto en su haber pero hubo uno que todavía le llena los ojos de lágrimas cuando lo cuenta. Fue una violación a una nena de 8 años que necesitó cinco operaciones para recuperarse, ella la vio en la camilla del hospital donde fue a completar el sumario, inconsciente y ensangrentada, y fue demasiado. Encontramos al hijo de puta que la dejó así, pero yo pedí que me pasaran a fuga de menores, no podría enfrentarme a otra cosa así. Ahora que teme por la continuidad de su puesto de trabajo, Susana no se angustia: Yo quiero servir a la gente y quiero volver a estudiar abogacía, tengo primer año hecho y creo que podría vivir de eso. Mate en mano y fumando un cigarrillo atrás del otro -un vicio que volvió en las horas de autoacuartelamiento-, Magdalena le pide a su amiga que mejor estudie para escribana, así yo estudio abogacía y ponemos un estudio juntas. Josefa, en cambio, no se imagina sin uniforme, es su marido el que se dedica al Derecho, ella estudiaba para ser asistente social cuando el curso para oficiales femeninos la obligó a dejar cualquier otra tarea. Con el marco de la plaza del aguante a sus espaldas confiesa que ahora volvió a agarrar los libros, pero sólo para poder ser una mejor policía. Arrúa está de guardia en la plaza, haciendo el relevo de sus compañeras, le cuesta caminar sin recibir algún saludo o la oferta de un plato de surubí que chisporrotea en una sartén grande como una luna llena. Es alta y flaca como una espiga y se ríe cómplice con las mujeres que se sienten dueñas de la protesta. Es que nosotras somos las que conocemos las necesidades de la casa, somos las que administramos y estamos en contacto con los chicos. Tal vez el hombre es más sumiso porque sigue creyendo que es el único que trae dinero a casa y por temor a perderlo no se queja. Pero yo no quiero sentarme delante de mi hijo en un futuro y decirle que él vive como vive porque yo no me animé a luchar. Josefa también tiene una explicación antropológica para el comportamiento de las mujeres en su provincia, dice que los indios guaraníes eran los que salían a cazar pero sus mujeres manejaban el orden social, a lo mejor somos sus herederas directas, Corrientes es un matriarcado. Cuando la rutina, para estas mujeres, era trabajar y volver a casa a quitarse el uniforme y jugar con sus chicos, Josefa y Susana solían salir juntas y pasar por uno de esos negocios de todo por dos pesos -cuenta Josefa-, cometíamos el error de todas las madres que trabajan, pensábamos que podíamos suplir la ausencia con un regalito. Pero llegó un momento que no podíamos gastar ni un peso en chocolates porque eso era el boleto del día siguiente. Y fue entonces cuando la paciencia las obligó a poner el grito en el cielo de Corrientes. Nosotras tenemos ayuda de nuestra familia, pero cuando las compañeras en la seccional empezaron a pedirnos plata para el pasaje o para comer no pudimos aguantar más, dice Susana, callarse la boca no sirve aunque esperábamos que algún jefe tomara la iniciativa. Ese jefe nunca llegó, pero Magdalena y su compañera vuelven a sentir el estampido de su corazón cuando relatan las primeras horas de su acuartelamiento. Pasamos la noche del martes al miércoles sin saber qué iba a pasar, nos dijeron que con el relevo de las ocho iban a venir a apoyarnos, pero a las nueve menos cuarto seguíamos solas. Cuando todo parecía perdido apareció el comisario de la 8-a con un colectivo repleto de efectivos para llevarlas al Casino de Oficiales, un lugar con personería jurídica en el que no nos podían detener sin orden de un juez. Allí se reunieron con el personal de las 12 comisarías de la capital correntina que aunque cambiaron la figura del acuartelamiento por la de policías autoconvocados para no dejar de cumplir sus funciones, les dieron su apoyo incondicional. Y con ellos cuentan para esperar confiadas que cuando todo pase las mujeres sigan en sus puestos. DerechosAunque las mujeres sean menos del 30% de la fuerza policial correntina, las oficiales autoconvocadas no creen que haya discriminación. Salvo -confiesa Arrúa- cuando una da una orden y se hacen los sordos. Si lo piensan un poco más admiten que para dirigir un grupo son contadas con los dedos de la mano las veces que no se busca a un hombre aunque sea de igual rango para que se ponga al frente. Pero ahora no es lo que les importa porque saben que cambió su imagen entre los hombres, nunca más serán las que se ocupan de arreglar papeles mientras ellos van a la acción. Igual nosotras los necesitamos para salir a la calle porque siempre inspiran más respeto en el delincuente que las mujeres. Claro que nosotras nunca desenfundamos porque sí, somos negociadoras, sabemos del diálogo y del valor de la vida, porque parimos con esfuerzo, dice Josefa con esa repentina conciencia del valor de ser madres que trajo la protesta popular a Corrientes. Las oficiales, como el resto de las mujeres de la plaza, ponen a sus hijos delante de las razones que las llevaron a movilizarse. No quiero que mi hijo me diga que tuve la oportunidad y la perdí, dice Susana con el menor colgado de la insignia que no quiere que se vea en las fotos. Yo sé que por nuestra disciplina tenemos que ser subordinadas pero no creo que se deban cumplir las órdenes indignas, no me quiero arrepentir de nada en mi vida y no podíamos aceptar que nos obliguen a levantar las carpas porque esta manifestación es pacífica y justa, más allá de ser policías somos personas. Magdalena pide por favor que se acaben las preguntas, cree que ya hablaron demasiado, que la condena va a pesar sobre ese hogar del que ella es jefa y sobrevive gracias a la ayuda de una de sus comadres. Juega con Susana como si fueran niñas, a los manotones. ¡Callate!, le pide otra vez y se queja de lo gordas que se van a poner si les toca seguir haciendo ronda en la plaza donde la gente les convida desde chipá cuerito hasta guiso sin importar la hora del día. Las dos dicen que la conciencia llegó cuando los chicos dejaron de ir a clase y tuvieron que explicarles que las maestras peleaban por sus derechos y la sola reiteración de esa frase las ayudó a ver que no era la mala suerte lo que las obligaba a hacer vaquitas entre las familias para no pasar hambre. Mi mamá es jubilada, mi hermana docente, ninguna cobra desde abril ¿nos íbamos a quedar de brazos cruzados?. No, contesta Susana a la pregunta retórica y ése es el punto final. Ya no pueden seguir aunque prometen que esta impotencia que hoy les sella los labios será un viejo recuerdo el día negro en que tal vez las despidan: Entonces llamanos, porque si se las agarran con nosotras vamos a contar todo lo que hoy estamos callando A calzonazo limpio
Soñar con el anonimato
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